Abel PAZ
A ojos de sus enemigos, el gran pecado que cometió el proletariado español en 1936 fue llevar a la práctica la mayor revolución social que habida en la historia, iniciándola como contragolpe al pronunciamiento militar antirrepublicano. La revolución fue aplastada por la propia República, que contó con la colaboración de la burocracia constituida en el seno de las fuerzas revolucionarias, pero afectó tanto al edificio social que impidió cualquier solución de compromiso entre el orden republicano y los insurrectos, haciéndose necesario el triunfo fascista y la dictadura de Franco para la salvación in extremis de la sociedad de clases. Si la coyuntura política del cincuentenario de la guerra civil española hace escribir a los grandes diarios actuales que ésta «no sirvió para nada» (El País), un vistazo a los últimos diez años de transición democrática demuestra que por lo menos sirvió para que, cuarenta años después, se reconciliaran y unificaran los dos modelos de conservación de lo existente que se enfrentaron durante la guerra civil: el de los que ganaron la guerra para vencer la revolución y el de los que la perdieron por haberla vencido.
El objetivo del autor de Durruti, el proletariado en armas no es otro que el de reivindicar la historia verídica de aquella revolución llevada a cabo por los obreros y campesinos hace cincuenta años, pagada con persecuciones y muerte, y defenderla de las falsificaciones con que la cubrieron sus vencedores. Sin embargo, el autor no desconoce que hoy ninguna verdad histórica puede sostenerse por sí misma, dada la ausencia de fuerzas prácticas con que establecer su existencia, y por consiguiente tiene que limitarse a vegetar al lado de cualquier mentira en tanto que simple versión o punto de vista particular, a menos que se la apropie un nuevo movimiento revolucionario.
Durruti y la Revolución española se confunden de tal manera que no se puede hablar de uno sin la otra y viceversa; tampoco se puede escribir de la guerra civil haciendo abstracción de Durruti y de la revolución. En la persona de Durruti se vislumbra al individuo histórico; aquel cuyos actos, ideas, fines. son un desafío constante a las normas establecidas porque pertenecen a un mundo nuevo que está por llegar. Durruti encamó la obra de la revolución, hizo de ella su objetivo y le consagró sus energías y su vida. La figura de Durruti adquiere un relieve y un significado históricos precisamente en la nueva situación que crearon las acciones revolucionarias del proletariado español a partir de julio de 1936. Los intentos de separarle de aquélla, se produjeron inmediatamente después de su muerte, y de ahí viene la imagen ele Durruti incomprendido por sus compañeros, renunciando a todo menos a la defensa de la República. puesta en boga por el estalinismo en el período de Negrín. Hoy en día esa imagen de defender el orden es cuando menos incómoda, y quienes se dedican a tal menester prefieren tratarlo como siempre la prensa bienpensante lo trató: de «bandolero» (Emilio Romero, Interviú, marzo de 1986), de fundador de «un grupo terrorista» (El Periódico, 20-4-86), o de «luchador valiente y fanfarrón» asesino de «sus enemigos políticos de manera absolutamente indiscriminada», terror de tenderos y pobres campesinos aragoneses, etc., epítetos debidos a la pluma del «prestigioso hispanista» Hugh Thomas (El País).
Una vez terminado el proceso político abierto tras la muerte de Franco, sus resultados, es decir, la monarquía parlamentaria, la Constitución de 1978 y el papel especial reservado a los llamados «poderes fácticos», se pretenden presentar como el final definitivo de toda una época. Como dice El País, «tratan efectivamente de cerrar un ciclo histórico de casi dos siglos de duración». A partir de ahora todo está inscrito en un orden independiente del tiempo gobernado por leyes que regirán por siempre la sociedad española. Existió la historia, pero ya no la hay. Tal manera de ver las cosas traiciona el punto de vista del poder, que, por propia naturaleza, aspira a la eternidad y en consecuencia, reescribe la historia de la que se considera su culminación. Cada nuevo régimen necesita una puesta al día del pasado. La historia es como un palimsesto raspado y vuelto a escribir con la frecuencia necesaria a los cambios; «quien controla el presente controla el pasado», dice Orwell en 1984. Asistimos pues a una reconstitución falseada del pasado y de su explicación, a su recuperación para el poder dominante llámese «una planificación historiográfica con ambiciones globalizadoras» (Historia 16, tomo I de La guerra civil) o «la última palabra de los millones que se han dicho ya sobre aquellos tres años de guerra y revolución en España, […] la primera sólida aportación a una nueva etapa de las investigaciones» (El País). Tanta pompa no tiene por qué impresionarnos si sabemos que entre los intérpretes anunciados están Hugh Thomas o Tuñón de Lara, y otros que al decir de El País, «han dado ya abundantes pruebas de un notable rigor intelectual». ¡Vae Victis!
La historia no la suelen escribir quienes estaban demasiado ocupados en hacerla y parece que ahora sea la tarea de «un elenco de profesionales de primera fila», «especialistas en cada caso» (El País) o «un equipo próximo al centenar de especialistas, pertenecientes en su mayoría a la Universidad Española» (Historia 16), una masa de asalariados sin coraje ni convicciones, cómodamente arrellanados en sus empleos y capaces de aproximarse al fenómeno histórico con el alivio intelectual que proporciona el hábito de ajustarse a una sociedad deformada a sus convencionalismos. Si antes bastaba la propia experiencia o el recurso a las fuentes para establecer la existencia de un hecho histórico y encontrarle un sentido, en la actualidad, debido a la influencia de la memoria colectiva de la prodigiosa expansión de la ignorancia, el conocimiento de la historia ha caído en manos de expertos, y guiados por sus sabias manos nos enseñamos a ignorar los acontecimientos cuando deciden que nunca ocurrieron. Hoy solamente especialistas patentados pueden debatir y argumentar sobre los hechos históricos y su significación y a fortiori, determinar si tuvieron lugar. El método académico ha dado sus frutos y, correctamente aplicado, sacaremos que lo que los proletarios llamaron de forma poco científica «revolución social» no es más que un epifenómeno, una anormalidad histórica, un simple accidente en la marcha hacia la democracia. Y no nos extrañará leer en una placa conmemorativa que oportunamente las autoridades colocaron en Las Ramblas de Barcelona en julio de 1983, que a Andrés Nin lo mató «la incomprensión», y no la GPU como atestiguaron incluso sus verdugos. Ningún historiador caería en una falta de objetividad tan grande como la de afirmar que todos ellos fueron víctimas de la policía secreta de Stalin, aunque no haya problema para inventar cualquier cosa. Por ejemplo, que Durruti «encontró en extrañas circunstancias una muerte que tal vez buscaba», como dice el «riguroso» Julio Aróstegui en El País, o como escribe El Periódico que «todo parece indicar que fue una muerte más en combate causada por una bala enemiga», que si le entró por la espalda fue «por volverse a arengar y recriminar a sus hombres», como señala La Cierva.
No merecería la pena el comentario si no se corriera el peligro de que la memoria de toda una época quede sepultada por una inundación de gelatina historiográfica, librada por capítulos y capaz de llevar el espíritu crítico y la curiosidad de las gentes al nivel más bajo imaginable. Señalaremos no obstante una tendencia que apunta claramente a la apología de personas e instituciones que representaron la autoridad estatal en su vertiente más nefasta erigida frente a la revolución, como por ejemplo la de Negrín y la Junta de Defensa de Madrid. Nos referimos claro está, entre otros a J. Aróstegui, que trata al autor de este libro de «piadoso manipulador» en El País, por empeñarse en demostrar que la columna Durruti no entró en fuego el día 15 de noviembre en el frente madrileño sino la madrugada del 16, y por lo tanto no pudo «chaquetear» como dijeron los Kolstov, Uster, Longo, Jesús Hernández y demás estalinistas, y como repitieron hasta la saciedad todos los que han venido después ocupándose de la defensa de Madrid. De esta cuestión, bautizada por Aróstegui de «problema Durruti», nuestro experto ha hecho un casus belli particular que no pasa de repetir la especie estalinista al completo, incluidos los detalles de la petición del lugar de más peligro y de la desobediencia obstinada de sus hombres. A continuación, Aróstegui lee mal o con evidente mala fe a Cipriano Mera y al autor. Dice que para Mera el día 15 no existe. Si leemos sus memorias veremos que ese día viene después del 14; lo que ocurre es que un error involuntario de redacción se ha deslizado y todas las fechas se incrementan en una cifra (por ejemplo, la entrada en combate de la columna Durruti se da el 17 y no el 16). Suponemos que el lapsus es fácil de ver incluso para un especialista. Asimismo, la acusación de hacer retroceder un día las acciones bélicas del día 15 hecha a este libro es gratuita, porque lo que en él se afirma es simplemente que la columna Durruti no participó en ellas y no que tuvieron lugar el 16. Por último, apela a las actas de la Junta de Defensa que recogen las afirmaciones de Rojo y Miaja. Miaja en particular, confunde la columna Durruti con las fuerzas que teóricamente se pusieron bajo su mando cuando llegó a Madrid el día 14, a saber, la columna López Tienda-Libertad. Por otra parte recoge la negativa de Durruti a intervenir en los combates del 15, puesto que ese día llegarían sus hombres procedentes de Aragón y necesitaban un mínimo de tiempo para prepararse. Rojo efectúa la distinción entre «la columna catalana» y «la gente que vino con Durruti» y efectivamente atribuye a ambas el pánico que provocó el avance de los nacionales hasta La Moncloa. Sin embargo, en su libro España Heroica sitúa a la columna en esas posiciones no ya el día 15, sino el 14. Está claro que la confunde otra vez con la Libertad-López Tienda. En Así fue la Defensa de Madrid, habla sólo de «una de nuestras improvisadas unidades», cuando las centurias que vinieron de Bujaraloz estaban combatiendo desde los primeros días de la guerra. Otra vez confunde la columna Durruti con la citada anteriormente. La confusión proviene de que Durruti llegó a Madrid un día antes que sus hombres y sus fuerzas quedaron en el papel contabilizadas con antelación. Este error no es excepcional, en unos días que llegaban continuamente tropas a Madrid, cuyos efectivos y movimientos reales es imposible que se vean reflejados en el papel con exactitud matemática. Rojo no lo pretendió nunca, y en sus escritos aparecen errores de bulto, como la evaluación estimada de hombres y material o la fecha de entrada en acción de la Brigada Kléber. Finalmente, zanjaremos la cuestión recordando que en la última sesión del congreso de la regional de Levante de la CNT, que tuvo lugar el día 14 de noviembre en Valencia, interviene un delegado de la columna Durruti protestando por la falta de alojamiento que encontró dicha columna en la ciudad, donde todavía se encontraba (Fragua Social, 25-11-36).
La historia de la guerra civil y de la revolución española no es propiedad universitaria, objeto de intrascendentes polémicas que académicos expertos entablan en los medios colonizados de la cultura, en tanto que falso diálogo de la manipulación. Nosotros reivindicamos la historia de aquellos que osaron quererlo todo en beneficio de la memoria histórica de quienes hoy mantienen idéntica actitud. La revolución fue derrotada pero su espectro continuará asediando las conciencias de los vivos.
Publicado en Polémica, n.º 62-63, julio 1996
Qué inútil esfuerzo hacéis por cambiar la Historia. Hasta el mismo Durruti estaba muy descontento con la actuación de sus hombres en la Ciudad Universitaria. Hay muchísimos testigos de ello.