Miguel GONZÁLEZ INESTAL
Grande es la gesta que el pueblo español está escribiendo con su sangre. Todo lo grande que es el hecho de que un pueblo desarmado, con solo su idealismo generoso y su anticipado sacrificio de la vida, sin preparación especial alguna, neutralizara primero y rechazara después, en lucha violenta, a un enemigo preparado para el combate, dotado de todos los medios y complicidades. Sólo una cosa hay que pueda serie equiparada. Una figura colectiva que llena toda la historia de nuestra época: el miliciano.
Surge espontáneo y en todas partes con características muy parecidas. En el Norte, en el Sur, en el Este y en el Centro. En todas partes los llamamientos de las organizaciones hechos por la radio, por la prensa o personalmente, hallan la misma contestación: movilización en masa desde los puntos más céntricos a los más apartados rincones. En la España, hoy leal, y en la parte ocupada por los facciosos, el llamamiento fue interpretado de la única manera que podía serlo: como un signo de debilidad, mejor dicho, de impotencia para los poderes constituidos, que debía ser suplida con la intervención violenta y vigorosa del proletariado.
El sentimiento trágico de la vida y la conciencia del momento lanzaban fuera de sus talleres, fábricas y obras a los trabajadores que, vigilantes, salían a la calle día y noche dispuestos a ofrendar su vida para impedir la victoria del fascismo. Llegado el momento supremo, a falta de armas oponía al enemigo la muralla de sus cuerpos, el coraje altivo de quien renuncia a todo, hasta a la vida, para triunfar. Sigue leyendo