Diego ABAD DE SANTILLÁN
Francisco Ferrer Guardia, propulsor de la educación popular laica, no es un acontecimiento aislado y único en España. La necesidad de escuelas era tal y la desidia de las clases gobernantes tan grande que no hay que asombrarse de la existencia de voces reclamando remedio a ese mal. A mediados del siglo XIX, Ignacio Cervera, republicano activo, con tintes de fourierismo, instaló en Madrid una escuela para obreros e hijos de obreros. Su dedicación a la enseñanza no le impidió participar en cuanta conspiración antimonárquica se presentaba y la cárcel solía ser una de sus residencias habituales. En su escuela dieron lecciones los hombres más dinámicos y avanzados de su tiempo, los Sixto Cámara, Ordaz Avecilla, Pi i Margall.
Cuando se fundó la sección española de la Asociación Internacional de los Trabajadores, una de las preocupaciones permanentes fue la de la educación y la enseñanza, la apertura de escuelas, el fomento de la instrucción popular. En el congreso de Zaragoza de la Internacional, en 1870, el profesor Trinidad Soriano, miembro de la Alianza de la Democracia Socialista, presentó un plan de educación íntegro que aún hoy merecería ser examinado de nuevo para admirar su hondura y su amplitud. Y en todos los congresos y conferencias de la Internacional española y de la Federación Regional se insistió en la creación de escuelas laicas para los hijos de los obreros y de los campesinos. Puede decirse que la aparición de la idea de difundir la luz de la cultura entre los trabajadores es como uno de los fundamentos de la soñada revolución social.
Así fueron surgiendo en numerosas localidades escuelas libres, mejor dicho, laicas, pues de sus planes de estudio lo único que se eliminaba era la enseñanza de la religión. Eran preferidas a las escuelas sostenidas por el Estado o por las corporaciones eclesiásticas. Para el Estado y para la Iglesia, era válida la respuesta que dio el ministro de Isabel II, González Bravo, cuando se le pidió autorización para la escuela de Cervera.
«¿Que autorice una escuela para que se instruyan los obreros? Jamás en mi vida. Lo que necesitamos no son obreros que piensen, sino bueyes que trabajen».
El renacimiento que se fue operando se debió al esfuerzo directo del pueblo. Escuelas laicas, se les llamó más tarde racionalistas, funcionaron en Centros obreros, cooperativas, instituciones de cultura. Eran hostilizadas y denigradas porque en ellas no se infundía a los niños ninguna clase de teología, pero la dedicación de los maestros vencía todos los obstáculos y se llenaban de escolares. Los maestros de esas escuelas eran punto de mira de todos los enconos. Cuando se llevó a cabo aquel monstruoso proceso de Montjuïc en 1897 por la bomba de la calle Cambios Nuevos de Barcelona, cinco o seis de esos maestros, entre ellos José López Montenegro y Juan Montseny, fueron llevados al castillo maldito, el uno casi octogenario, desde su escuelita de Sallent, el otro, entonces joven, desde la de Reus.
En ese clima especial, en esa lucha heroica por el renacimiento español, justamente en los años del derrumbe del imperio colonial, que representaba para España lo que después significó Marruecos, agitaba Francisco Ferrer sus ansias transformadoras mientras se hallaba desterrado en París. Tanto habló y con tal pasión expuso el criterio de la regeneración de España por la escuela, que una de sus alumnas, la señorita Meunier, que estudiaba español, resolvió hacer a Ferrer heredero de su fortuna para que pusiera en práctica sus ideas. En 1901 pudo iniciar la obra que soñaba. Al mismo tiempo que la escuela primaria encaró la lucha por las organizaciones obreras libres.
La preocupación de España había sido, a través de todo el siglo XIX, privilegio de algunas minorías, de algunos individuos muy contados; a raíz de los desastres coloniales, la preocupación se extendió a hombres distinguidos por su inteligencia, por su capacidad literaria, por su arraigo en la historia española y en la raíz de lo español. La generación llamada del 98 comprende a hombres que abrieron su espíritu a la esperanza por entonces, en los años de mayor decaimiento y de mayor aplastamiento, y también a los que antes ya trabajaban y sembraban en el mismo surco, como Ramón y Cajal, o que continuaron después por la senda abierta, como Ortega y Gasset, Gregorio Marañón, Miguel de Unamuno, Ángel Ganivet, Azorín, Baroja, Costa, Antonio Machado; Menéndez Pidal y otros hombres de cátedra, de letras, poetas, filósofos, etc.
Ferrer no había salido de las aulas universitarias, sino del trabajo, pero estaba dotado de una notable capacidad de observación, de una voluntad serena y tenaz, de una intuición aguda. En su generación fue uno de los más clarividentes y de los más abnegados. Concibió planes grandiosos para la regeneración de España y vio claro que había que comenzar la nueva construcción por los cimientos. Y para él los cimientos estaban en la enseñanza, en la liberación de la escuela de. dogmas medievales incompatibles con la ciencia moderna.
Sabía lo que quería y buscó ayuda entre los mejores de su tiempo para realizar sus propósitos, para llevar a la vida práctica su programa. Por ejemplo, para la enseñanza de la geografía pidió el asesoramiento de un Eliseo Reclús, y así por el estilo. Contó con el auxilio generoso de sabios de todos los países; en España el naturalista Odón de Buen, escribió varios textos preciosos para la enseñanza de las ciencias naturales. Pero le faltó el apoyo de la mayor parte de los hombres que pretendían aspirar a una España nueva por caminos distintos. Cuando se trató de organizar su defensa en ocasión del atentado del 31 de mayo de 1906 contra los reyes, obra absolutamente individual de Mateo Morral, costó buen trabajo hallar un defensor; el antiferrerismo hábilmente difundido por el gobierno y los jesuitas, hizo mella en hombres que estaban por encima de toda sospecha de parcialidad, como Gumersindo de Azcárate, que lo creyó complicado en el hecho de Mateo Morral. O un Melquiades Álvarez que no quiso mover un dedo en defensa de Ferrer en ocasión de los sucesos de julio de 1909. Por un remordimiento de conciencia, al ver el ejemplo sereno de su muerte, estudió el proceso, desmenuzó todas las actuaciones y pidió en las Cortes la revisión del proceso monstruoso y de la injusticia cometida en una de las intervenciones más brillantes de ese brillante orador. Pablo Iglesias, defendió enérgicamente la inocencia de Ferrer en los sucesos de julio de 1909 y dijo que su asesinato satisfizo «la saña de los actuales gobernantes y el odio de la gente más vil y ruin que pisa nuestro suelo». Y en un debate en las Cortes, dirigiéndose a Maura, le dijo que antes de que volviera al poder deberemos llegar al «atentado personal». Pero todavía quedaban sectores de opinión que siguieron tenaces en sus rencores y en sus prejuicios, y a ellos se sumó Miguel de Unamuno, que aplaudió la ejecución del creador de la Escuela Moderna.
Las fuerzas retrógradas del militarismo, del clericalismo y del conservatismo español comprendieron mejor que muchos hombres de la generación del 98 lo que significaba Ferrer, lo que iba a ser el movimiento pedagógico de la Escuela Moderna si se la dejaba expandir y ganar terreno. Y la verdad es que aquel movimiento no podía ser contenido ya con paños tibios.
Hechas las primeras experiencias, Ferrer comprendió que tanto como crear escuelas importaba formar maestros para atenderlas. En los últimos años de su fecunda existencia, se ocupaba de instalar en Barcelona una universidad libre para que de ella pudiesen surgir profesores adecuados, aptos para la formación de maestros capaces de transformar desde abajo, desde la escuela, el alma de su época. Quería además complementar esas iniciativas con una gran empresa editorial que inundase a España de obras científicas, pedagógicas, literarias, etc., para contrapesar la producción libresca destinada a embotar la inteligencia y a adormecer el corazón de la infancia.
La monarquía, la iglesia, las clases privilegiadas sabían lo que hacían cuando optaron por quitar de en medio a Ferrer; su obra no podría llevarla a cabo ningún otro, al menos por entonces. Y lo que importaba era ganar la batalla del día, aún a costa de sacrificar el porvenir.
No se le pudo asesinar en 1907, aunque la jauría pedía su cabeza de apóstol y de mártir. Nada tuvo que ver con la huelga general de julio de 1909. No es que se hubiese opuesto a aquella protesta legítima del pueblo de Barcelona y de muchos otros lugares de España contra el matadero de Marruecos. La batalla que tenía entre manos perseguía los mismos objetivos que la huelga de julio, pero iba más hondo y más allá.
El martirio de Ferrer abrió en el mundo las puertas de la llamada escuela nueva, que hoy es reconocida y alentada oficialmente en todo el mundo. Su impulso sirvió para que notables pedagogos de todos los países se preocupasen por continuar a su modo la obra interrumpida. Ferrer sacrificado en los fosos de Montjuïc el 13 de octubre del 1909, acabó por triunfar, y todas aquellas desfiguraciones que intentaron contra él los gobiernos monárquicos, han sido desvanecidas.
Publicado en Polémica, n.º 40, enero 1990