Francisco FERRER GUARDIA
La idea fundamental de la reforma que introducirá el porvenir en la educación, consistirá en reemplazar, en todos los modos de actividad, la imposición artificial de una disciplina convencional por la imposición natural de los hechos.
Considérese lo que se hace al presente: fuera de las necesidades del niño, se elabora un programa de los conocimientos que se juzgan necesarios a su cultura, y, de grado o por fuerza, sin reparar en los medios, es preciso que los aprenda.
Pero únicamente los profesores comprenden ese programa y conocen su objeto y su alcance; no el niño. He ahí de donde proceden todos los vicios de la educación moderna. Quitando a los actos su razón natural, es decir, la imposición de la necesidad del deseo; pretendiendo reemplazarla por una razón artificial, un deber abstracto, inexistente para quien no puede concebirlo, se ha de instituir un sistema de disciplina que ha de producir necesariamente los peores resultados: constante rebeldía del niño contra la autoridad de los maestros; distracción y pereza perpetuas, mala voluntad evidente. ¡Y a qué maniobras han de recurrir los profesores para dominar la irreductible dificultad! Por todos los medios, algunos procuran captar la atención del niño, su actividad y su voluntad, siendo los más ingeniosos en tales prácticas considerados como los mejores educadores.
Todo el mundo ha podido sentir que el solo trabajo que determina el deseo es realmente valedero. Cuando desaparece esta razón sobrevienen la negligencia, la pena y la fealdad.
En nuestras sociedades la razón artificial del trabajo tiende a reemplazar por todas partes la imposición lógica y saludable de la necesidad; del deseo natural de conseguir un resultado. La conquista del dinero aparece a los ojos de los hombres de nuestra época como el verdadero objeto del esfuerzo. Pero es lo cierto que la educación moderna no hace nada para reaccionar contra esa concepción perniciosa, sino todo lo contrario. Por eso aumenta de día en día la caza única del dinero en sustitución del hermoso instinto del cumplimiento que se encuentra en los únicos hombres cuyas voliciones no han sido falseadas, a quienes ha quedado la razón normal del acto y que trabajan para realizar lo que han concebido, en un noble desprecio del dinero.
La mala concepción de la educación ha causado la enfermedad orgánica de nuestras sociedades: la necesidad de llegar a ser algo, de gozar; el desprecio, el odio al trabajo, el ansia de la vida, que no sabe cómo satisfacerse; la bestialidad espantosa de los seres que se odian y tratan de destruirse mutuamente. Se ha olvidado que lo que es preciso defender y conservar a toda costa en el hombre es el juego natural de sus actividades, las cuales, todas, deben dirigirse y desplegarse hacia el exterior en el sentido de todo el esfuerzo social. ¡La lucha por la existencia! ¡Cómo se ha abusado de esa frase, y qué a propósito ha venido para excusar tantas infamias. Y también ¡qué mal ha sido comprendida! En ninguna parte en la Naturaleza se encuentra ejemplo de la aberración que se la quiere hacer que exprese. No hay organismo, no hay colonia animal donde los elementos individuales traten de destruirse mutuamente; al contrario, todos juntos luchan contra las influencias hostiles del medio, y las transformaciones funcionales que se cumplen entre ellos son diferenciaciones necesarias, cambios saludables en la organización general, no destrucciones.
Ante todo es preciso que la vida sea tal, llegue a ser tal, que el hombre trabaje y luche únicamente para ser útil a sus semejantes, y para esto se necesita sencillamente que guarde y fortifique en sí mismo el instinto de defensa contra las fuerzas hostiles de la Naturaleza, que haya aprendido a amar el trabajo, por los goces que procuran los cumplimientos queridos, que comprenda la extensión inmensa y la belleza sublime del esfuerzo humano. Nuestros grandes hombres, nuestros inventores, nuestros sabios, nuestros artistas, lo son porque han conservado la excelente cualidad de querer, no contra sus semejantes, sino para ellos.
Una educación racional será pues, la que conserve al hombre la facultad de querer, de pensar, de idealizar, de esperar; la que esté basada únicamente sobre las necesidades naturales de la vida; la que deje manifestarse libremente esas necesidades; la que facilite lo más posible el desarrollo y la efectividad de las fuerzas del organismo para que todas se concentren sobre un mismo objetivo exterior: la lucha por el trabajo para el cumplimiento que el pensamiento reclama.
Se renovarán, pues, por completo las bases de la educación actual: en lugar de fundar todo sobre la instrucción teórica, sobre la adquisición de conocimientos que no tienen significación para el niño, se partirá de la instrucción práctica, aquélla cuyo objetivo se le muestre claramente.
La razón de ello es lógica. La instrucción de por sí, no tiene utilidad para el niño. No comprende por qué se le enseña a leer, a escribir, y se le atesta la cabeza de física, de geografía o de historia. Todo eso le parece perfectamente inútil y lo demuestra resistiéndose a ello con todas sus fuerzas.
Se trata de fundar sobre la razón natural. Para esto nos bastará recordar que el hombre primitivo ha comenzado su evolución hacia la civilización por el trabajo determinado por la imperiosidad de lo necesario; el sufrimiento le ha hecho crear medios de defensa y de lucha, de donde han salido poco a poco los oficios. El niño tiene en sí una necesidad atávica de trabajo suficiente para reemplazar las circunstancias iniciales, al que basta sencillamente con secundarle. Organícese el trabajo en su derredor, manténgase en la disciplina lógica y legítima de su cumplimiento, y se llegará fácilmente a una educación completa, fácil y saludable.
El niño abandona poco a poco el juego, bajo el impulso de la necesidad que nace lentamente y del atractivo del ejemplo: se trabaja cerca de él y aspira con todas sus fuerzas al trabajo.
Entonces se interpone la influencia del educador; influencia oculta, indirecta; su ciencia de la vida le ayuda a comprender lo que sucede en el niño, a distinguir sus deseos, a suplir la incertidumbre y la inconsciencia de sus voluntades; sabe ofrecerle lo que pide.
Y en la continuación todo será fácil, natural, sencillo. El oficio tiene su lógica inflexible: bastará que los profesores no dejen desviarse hacia las imperfecciones del trabajo primitivo, hacia un esfuerzo ignorante, sino que le impondrán tal como ha llegado a través de los progresos de los pueblos avanzados hasta la voluntad del niño, exigiendo de él el esfuerzo de una realización en la cual se entrelazarán todos los conocimientos humanos necesarios.
Fácilmente se comprende que todo oficio en nuestros días, para ser convenientemente conocido y ejercido, se acompaña de un trabajo intelectual que necesita los conocimientos que constituyen precisamente el conjunto de esta instrucción que al presente se limitan a inculcar teóricamente. A medida que el niño avance se tendrá cuidado de no ahogar esa necesidad, sino que, al contrario, una vez sentida y manifestada se le facilitarán los medios de satisfacerla.
Es inútil insistir sobre la cualidad de semejante trabajo y los excelentes resultados que necesariamente ha de producir.
Trabajando así en la educación de los hombres es como infaliblemente puede esperarse una humanidad mejor, empeñada en su tarea; conservando todo el vigor de su voluntad, toda su salud moral; marchando siempre hacia nuevos ideales; una humanidad no mezquinamente dedicada a una lucha estúpida, no sórdidamente sujeta a la hartura de sus apetitos, miserablemente entregada a sus vicios y a sus mentiras, triste, rencorosa, depravada, sino siempre amante, bella y alegre.
Publicado en Polémica, n.º 40, enero 1990
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