Rudolf DE JONG
I. Guerra o revolución; guerra y revolución
En la literatura histórica y en los debates en torno a la Guerra Civil de España siempre se ha planteado la cuestión de «guerra o revolución» como un dilema. No deja de ser curioso. Porque desde hace mucho tiempo ya, se viene hablando de la «guerra revolucionaria», uniendo así revolución con guerra, y desde la Segunda Guerra Mundial podría decirse incluso que ha estado muy en boga hablar de esta suerte, en expresiones de «guerra de liberación nacional», «guerras de guerrillas», etc. De hecho, en la Revolución rusa hubo también lucha armada a la par que revolución social. Únicamente a propósito de la revolución española se plantea este dilema: guerra o revolución. Pero en mi opinión, la España republicana, propiamente dicha, no se planteó jamás ese dilema: guerra o revolución. Los únicos que planteaban el problema como guerra y revolución eran el movimiento libertario español y otros sectores revolucionarios de la España de entonces, pero la actitud y comportamiento de las otras grandes corrientes políticas y sociales han sido siempre las de utilizar la guerra contra la revolución.
II. Cuatro posiciones
Podemos distinguir cuatro grandes corrientes político-sociales en la España de la II República.
El 19 de julio de 1936 todos los republicanos españoles se encontraron enfrentados con dos hechos:
- el alzamiento de los generales y «nacionalistas»,
- la revolución social.
Las cuatro corrientes reaccionaron de modo muy distinto, frente a esos dos hechos: alzamiento y revolución. Tres posiciones son el resultado de una concepción determinada y una cuarta sería una mezcla de concepciones Veámoslas:
- Ganar la guerra para salvar y darle continuidad a la revolución: es la posición del Movimiento Libertario Español.
- Terminar con la revolución y restaurar el Estado republicano-capitalista para dar buen fin a la guerra: es la posición de los republicanos, de los catalanes y vascos.
- Utilizar la guerra para aplastar la revolución y hacerse con el Poder: es la posición del Partido Comunista de España.
- Mezcolanza de estas concepciones, pero mezcla sin síntesis: situación –más bien que posición, en este caso– de los socialistas, muy divididos entre sí. (Prieto representaba la posición 2, Álvarez del Vayo la 3 y Largo Caballero hasta cierto punto la 1).
III. Algunas observaciones sobre las cuatro posiciones
Primera observación. Había grandes contradicciones y divergencias entre los muy diversos fines y medios, pero jamás se intentó erigir una plataforma común ni siquiera se pensó en establecer un terreno de mínima concordancia. Menos aún: por no buscar, ni se buscó un cierto equilibrio inestable. Toda lealtad estaba centrada y polarizada sobre y hacia las organizaciones, pero ni por un momento en lealtad para con la República. A lo más que se llegaba era a arbitrar coaliciones provisionales entre dos o tres corrientes políticas. Los llamamientos –¡tan frecuentes como encendidos!– a la unidad antifascista no eran más que «grandes camuflajes» (por retener la expresión consagrada de Burnett Bolloten) para escamotear las tentativas y las prácticas de dominación. Tan sólo el segundo gobierno, el de Largo Caballero, tuvo a nivel nacional la representación del conjunto de las cuatro fuerzas políticas de nuestro esquema. En este sentido, podríamos aventurar que la caída de Largo Caballero simboliza la de la República y de su unidad.
Segunda observación. A nivel militar tampoco se hizo realidad la divisa «la unión hace la fuerza». Más bien al contrario. El famoso «mando único», tan claramente supeditado a los intereses políticos del Partido Comunista, no hizo más que dividir las fuerzas armadas y frustrar la guerra contra Franco. El problema fundamental de la guerra, el de la organización de las fuerzas armadas, se traduce en el fondo en una lucha por el control del ejército y de las armas. Esta es la verdad que resulta de haber militarizado las milicias y haber creado el «Ejército Popular» a imitación del ejército ruso, disciplinado y marcializado a ultranza.
En principio, podríamos considerar cuatro posibilidades o modos de hacer la guerra:
- la guerra de guerrillas,
- las milicias populares,
- el ejército del pueblo,
- el ejército «prusiano».
Las milicias no fueron nunca guerrillas, sino que hicieron la guerra tradicional de posiciones y frentes fijos. No ha existido nunca un ejército del pueblo en la República, pero las milicias estaban en vías de desarrollarse hacia la fórmula de un ejército popular y revolucionario. O más explícitamente dicho: tendían a la fuerza armada basada en la autodisciplina voluntaria de combatientes conscientes que aceptan una disciplina racional, pero sin el espíritu de militarización a la antigua que implica subordinación total de los inferiores a los superiores. A pesar de los nombres dados de «Ejército Popular» o «Ejército del Pueblo», el ejército republicano español era, como el «Ejército Rojo» ruso, una copia del militarismo prusiano y, desde luego, sin dejar cabida al más mínimo aliento revolucionario. Pero lo más grave aún es que resultó muy poco eficaz.
Tercera observación. La historiografía de la Guerra Civil española ha hecho mucho hincapié en los enfrentamientos de las concepciones libertarias y las estalinianas durante la contienda fratricida. Pero creo que en el acaloramiento de esta discusión se ha olvidado demasiado a los socialistas. Se ha dejado de lado el hecho de que las claves de la política republicana estaban en manos socialistas. Ya antes de la guerra era la socialista la fuerza más numerosa de las Cortes. Y en el espectro político desplegado durante la guerra, los socialistas estaban confortablemente instalados en el centro, con los libertarios a su izquierda y los partidos republicanos y el comunista a su derecha. Los socialistas eran y representaban, con la UGT, las Casas del Pueblo, la prensa mayoritaria, multitud de puestos en la Administración y muchos resortes del aparato del Estado a su alcance; en suma, estaban bien implantados en la sociedad española.
No es, pues, de extrañar, que semejante posición política confortable se refleje en el predominio socialista dentro de los gobiernos de la República. El hecho es que, durante casi toda la guerra, hubo un primer ministro socialista. Y a la cabeza de los ministerios más importantes había siempre hombres del PSOE (asuntos exteriores, guerra, finanzas, interior). Y, sin embargo, jamás se presentó el Partido Socialista con un programa socialista ni con una política socialista digna de llamarse así. El PSOE demostró no ser capaz de unir guerra y revolución ni de levantar una plataforma de colaboración aceptable para las otras fuerzas político-sociales en presencia. El camino verdaderamente socialista quedó bloqueado por las ya mencionadas divisiones entre los mismos dirigentes y sus incondicionales, pero también por esa misma carencia antes señalada de no saber conjugar guerra con revolución en sus propias ideas, y quizá sobre todo por no haber sabido impedir el ingreso en masa de comunistas y sus compañeros de viaje y criptos filtrados entre los socialistas con carnet del PSOE o de la UGT. Lo peor y más paradójico fue que en todas las grandes crisis gubernamentales de la República, constatamos invariablemente que los principales oponentes se encuentran en el seno del mismo partido: Prieto contra Largo Caballero (1937), Negrín contra Prieto (1938) Besteiro contra Negrín (1939). Está, pues, por estudiar esta impotencia en la prepotencia. La historiografía de PSOE-UGT está todavía en pañales, y lo que hay es pobre. No hay ni grandes biografías, y el reflejo de apretar filas y formar bloque defensivo, ha impedido que floreciese una literatura interesante hecha desde la militancia y reflejando las discusiones de dentro y fuera y dando lugar a memorias importantes.
Cuarta observación. Las posiciones 2 y 3 tienen no pocas cosas en común si las proyectamos sobre el tema de guerra contra revolución. Si alianzas hubo en la República, éstas fueron las de los estalinistas con los partidos republicanos y socialistas de derecha. El clímax alcanzado por semejante entente se da en la caída de Largo Caballero y con la formación del Gobierno Negrín-Prieto a partir de una concepción bien coherente: no a la revolución, Estado fuerte y centralizado, militarización y fomento de una «ideología» de la República, aparentemente «progresista y democrática» pero fundada en defender la independencia nacional contra la agresión del fascismo internacional. Aun ahora rastreamos esa alianza entre los historiadores de la guerra (como nos lo ha demostrado imbatiblemente Noam Chomsky en su estudio sobre «Liberal scholarship and the Spanish civil war»): los historiadores «liberales» les bailan el agua a los comunistas y los historiadores que parten a favor de los comunistas se expresan sobre la revolución con los mismos términos que la burguesía.
Finalmente, hay también diferencias importantes que señalar entre las posiciones 2 y 3 y entre sus respectivas consecuencias.
Quinta observación. Hagamos notar que la segunda posición –terminar la guerra– no es lo mismo que ganar la guerra. Ganarla es un medio de terminarla, desde luego, pero no el único, porque hay otras dos posibilidades: la capitulación y el compromiso o modus vivendi, la negociación, otro «abrazo de Vergara». Se intentó, naturalmente, emprender el camino de la negociación. Para las clases medias, que eran la base social de los partidos republicanos y nacionalistas, llegar a un compromiso tenía la ventaja decisiva de liquidar la revolución. Y para hombres como Azaña, Martínez Barrio y Prieto, un «abrazo de Vergara» habría sido la salida más airosa ante el problema de guerra y revolución. Pero el talón de Aquiles de la política de la negociación era, por descontado, la insuperable dificultad –por no decir imposibilidad– de abrazarse sin el otro. Y el otro, ya fuese Mola y sobre todo Franco, rechazó en principio todo compromiso y esta actitud se fue afianzando y endureciendo a medida que los rebeldes iban cosechando victoria tras victoria. Esas mismas victorias, precisamente, contribuyeron a nutrir el derrotismo de los adeptos a la segunda posición, siendo Prieto el ejemplo más conocido y elocuente.
Sexta observación. Sobre la posición 3 –concerniente a los comunistas y el Kremlin– contamos con literatura abundante y estudios a fondo (el libro mejor documentado sobre la guerra en este punto es el de Burnett Bolloten), amén de memorias, confesiones y reflexiones de miembros y más aún de exmiembros del Partido y toda suerte de publicaciones sobre la revolución española. Semejantes escritos no han hecho más que anticipar lo que luego han confirmado las observaciones, impresiones y análisis de los testigos y de los escritores más serios del tiempo de la guerra y de después: Borkenau, Orwell, Brenan (y yo añado dos nombres holandeses: Lou Lichtveld –sobre todo bajo su seudónimo literario Albert Helman– y Johan Brouwer). Tanto su posición estratégica del momento político como su ideología estaliniana obligaron a los comunistas españoles, no sólo a combatir la revolución proletaria y las colectividades agrarias, sino incluso a negar – y aquí lo del grand camouflage ya aludido– la existencia misma de una revolución española de 1936. (Aun hoy mismo, más de medio siglo después de la revolución, sigue ésta sin figurar en los escritos y publicaciones del Partido sobre la Guerra Civil española). Así, negando y destruyendo la revolución, no sin camuflar además su obstrucción contra las fuerzas y frentes que el Partido no podía controlar, la política de los estalinianos en España era de lo más simple, coherente y por tanto atractivamente persuasiva: «hacer la guerra antifascista como dios manda y nada de pamplinas».
Punto por demás fuerte en esta posición: que era un self fulfing policy. O sea: destruyendo la revolución, la guerra se iría convirtiendo más y más en una lucha meramente antifascista. Pero al mismo tiempo, la creación de un ejército militarizado y la restauración del Estado centralizado y burocrático producía funcionarios y militares fácilmente convertibles en clientela del Partido y adherentes a su política continuista.
El punto débil de la posición comunista era su interés cifrado en la guerra: el Partido tenía necesidad por lo visto de la guerra. Y para estar en condiciones de aprovecharse de su posición, el Kremlin y el Partido necesitaban continuarla. El fin, incluso un fin victorioso, podría destruir semejante posición confortable. Por otra parte, las capas sociales como la burguesía y las clases medias –con sus intereses, su propiedad privada, capitalismo, etc., tan fanáticamente defendidos por el partido comunista– estaban cada día más dispuestos a terminar la guerra y a aceptar la derrota sin condiciones. Porque para las clases medias, el franquismo significaba, por encima de todo, la represión cultural, más la represión nacional en Cataluña y Euskadi. pero no la liquidación o deterioro de sus intereses económicos.
Séptima observación. El movimiento libertario era la única fuerza decisiva y coherente en favor de la revolución. Tanto es así que el problema guerra-revolución es más que nada el problema de la CNT-FAI. La política de la CNT-FAI ha provocado vivas discusiones, primero en los propios medios y después en los medios internacionales anarquistas, sin perder de vista la historiografía misma. El fin de esa política –la primera posición– no era otro que la revolución; y el medio para alcanzar ese fin era la guerra. Pero en tiempos de guerra, los medios se convierten rápidamente en fines en sí mismos. Esta fue la tragedia de la revolución y de la CNT-FAI. La palabra clave de la política libertaria y de la crítica de esa política es ésta: colaboración.
IV. La colaboración de la CNT y de la FAI
Inmediatamente después de la victoria en Barcelona contra los militares sublevados, se decidió la política de colaboración del Movimiento Libertario. En todos los escritos historiográficos aparece el inevitable encuentro entre los militantes/combatientes de la CNT y de la FAI (Durruti, García Oliver, Abad de Santillán, etc.) por un lado, y Companys y demás políticos catalanes por otro, en aquel 20 de julio de 1936, cuando se tomó la decisión, en la CNT, de formar el Comité de Milicias Antifascistas de Cataluña, juntamente con todas las demás fuerzas antifascistas.
Todo el mundo conoce la defensa que se ha hecho de tal colaboración, así como también la crítica por lo mismo contra el ML. Con semejante decisión –dice la crítica– es como comenzó a irse alejando de la revolución, a abandonar las ideas libertarias y a olvidar la historia y tradición revolucionarias del propio movimiento. En este caso, colaboración entraña el colaborar con los enemigos de la revolución, retirarse a segundo plano después de la victoria y abrir el camino al desastre y a la traición.
En defensa de la política escogida, se han aducido dos argumentos: primero, la alternativa de la colaboración sería la dictadura anarquista, cuando el anarquismo rechaza por definición toda dictadura. El otro argumento hacía referencia a la posición débil de la revolución fuera de Cataluña y sobre todo fuera de España. Dos argumentos muy diferentes pero que llevaban a la misma conclusión: colaborar para ganar la guerra. La crítica de la política adoptada no ha formulado más que alternativas en términos muy generales y muy vagos: continuar la revolución, nada de compromisos, etc. Analicemos los argumentos.

Companys recibe a los representantes de la CNT
El argumento de los colaboradores so pretexto de dictadura anarquista es sorprendente y tiene poco de anarquista. Es verdad eso de que los anarquistas rechazan la dictadura, pero también rechazan la colaboración –propuesta por Companys en nuestro caso– con los políticos del ya derrocado sistema. Las teorías anarquistas y sindicalistas brindan una alternativa a la dictadura y a la colaboración: la participación en la reconstrucción de la sociedad. Y el caso es que, efectivamente, se da esta alternativa libertaria en la práctica de la revolución española. Una revolución autogestionaria que seguía su curso fuera, o al margen, del Comité de Milicias Antifascistas y de la Generalitat y aparte de comités de partidos y sindicatos; una revolución, en fin, que hacía realidad una participación, si no total, sí bastante considerable.
Pero en el plano político de la CNT-FAI no había posibilidad de formularse tal alternativa. En realidad, apenas puedo decir que he encontrado ni siquiera alusiones a una posibilidad de optar por alternativa semejante. En los plenos de julio de 1936 y, más adelante, en las polémicas sobre colaboración y, más concretamente, sobre el Comité de Milicias Antifascistas, siempre se planteó el problema en forma de disyuntiva, como una opción al sí o al no: o se acepta o se rechaza la colaboración. No se supo dar con otra alternativa, con una tercera salida viable. Vamos a formularla nosotros ahora.
Puestos ante la oferta de Companys, que dejaba su puesto, y su propio partido, dejando el campo libre a los vencedores, en aquellas novísimas circunstancias, la respuesta «modelo» de los anarquistas habrá debido ser ésta: «No somos nosotros los llamados a tomar decisiones sobre vuestra posición en la lucha antifascista y la organización de la misma. Nosotros no somos más que unos militantes como tantos, y no jefes, no tenemos privilegios de representación. Le corresponde al pueblo, que ahora está en vías de reconstruir la sociedad, crear los nuevos organismos y estructuras con que coordinar la lucha antifascista. En cuanto anarquistas, defendemos la participación de todos –y muy especialmente de todos los antifascistas– en esa reconstrucción. Usted, Companys, y sus colaboradores y aliados políticos, sois los bienvenidos, si queréis participar con nosotros –pero como un militante más, sin privilegios ni derechos especiales– en la tarea de reconstrucción revolucionaria. Si un organismo creado por la revolución –ya sea comité de barrio o comité confederal– os confía un puesto responsable, aceptaremos la decisión y colaboraremos con vosotros».
En vista de la situación real del momento: guerra declarada, necesidad inmediata de organizar la lucha, etc., aun podría haber sido otra la respuesta libertaria posible: aceptar el comité propuesto por Companys como comité provisional –de forma que se pudiera hacer frente a los problemas más inmediatos–, a condición de que el comité fuese sustituido lo más pronto posible por un nuevo organismo confederal que se crearía en el mismo proceso revolucionario y autogestionario refrendado de uno u otro modo por la voluntad popular.
El segundo argumento de los partidarios de la colaboración –basado en lo de la posición débil, difícil y aislada/aislable– se fundaba en las circunstancias internacionales de 1936 y en la falta de espíritu revolucionario de la clase obrera internacional. Pero «difícil y aislado» no es lo mismo que decir «imposible». Las críticas de la colaboración subrayan otras circunstancias que no son menos verdaderas: la amplitud de la revolución, su posición mayoritaria en el proletariado catalán y español, el espíritu revolucionario capaz de los mayores sacrificios, etc.
Bien poco después del 19 de julio, las declaraciones de la CNT-FAI empiezan a revestirse de una terminología abstracta, vaga y amorfa; se leen pasajes como éstos: «las circunstancias excepcionales fuera de nuestro control», «las necesidades del momento», «desarrollos imprevisibles», etc. Estas expresiones de evasiva e incertidumbre se explican tan sólo si nos damos cuenta de la otra cara: la de las ideas anarquistas y sindicalistas sobre el desenvolvimiento de una revolución.
Muchas obras clásicas del anarquismo –por ejemplo, el libro de Kropotkin sobre la revolución francesa– nos brindan un modelo a seguir en el desenvolvimiento deseable de una revolución social con sus cuatro elementos o principios fundamentales:
- La revolución es un proceso caracterizado por sus progresiones y regresiones, victorias y derrotas alternativamente. No hay jamás una victoria definitiva (como es la toma del poder, según las teorías marxistas).
- La posición del enemigo –del régimen derribado– está debilitada y desmoralizada desde hace tiempo. El orden establecido ha perdido la confianza en sí mismo y hasta su legitimidad para con el pueblo e incluso para su propia clientela social. El régimen, atacado por la revolución en marcha, se defiende ya únicamente batiéndose en retirada, no sin intentar salvarse aún; haciendo concesiones y prometiendo reformas.
- La violencia desempeña un papel limitado en la revolución. Y si la hay, se trata de la violencia espontánea de las masas como una fuerza desatada de la naturaleza, pero no como lucha armada organizada y disciplinada. En las concepciones anarcosindicalistas –ya defendidas en 1907 por Monatte contra Malatesta– la violencia revolucionaria sólo se concibe en términos restringidos: la lucha económica es la que sustituye a la revuelta, la huelga a las armas y los combates callejeros. La revolución ha de resultar de la victoria de la huelga general.
- El perfil autoritario, el peligro del enemigo interior. Los nuevos amos, una vez instalados en los puestos de mando a los que han sido aupados por la fuerza del proceso revolucionario, aplastan la revolución y yugulan los movimientos del pueblo.
Este modelo es muy útil para analizar diferentes tipos de revolución, tales como la Revolución francesa, la de 1848, la mayor parte de las revoluciones anticolonialistas y de liberación nacional… Pero este mismo modelo, por tradicional que sea, no nos satisface aplicado a la revolución española, con todo su gran movimiento libertario popular. Y he aquí la paradoja y la tragedia del anarquismo español.
Comparemos ahora la realidad española con los cuatro fundamentos expuestos más arriba del modelo resumido. En primer lugar, hay que hacer constar que, en efecto, se trata en este caso de un verdadero proceso revolucionario. El 19 de julio de 1936 –glorificado en la mitología libertaria– fue el momento supremo de tal proceso que, habiéndose iniciado en febrero del mismo año se aceleró después de julio. El principio a que nos referimos no es la victoria electoral del Frente Popular, sino las acciones directas siguientes: liberación de los presos de Asturias (sin esperar a leyes o decretos del Gobierno); la ocupación de tierras; la acción directa en las fábricas (a base de huelgas) que significaron movimientos y campañas de agitación social de gran envergadura. Luego, se dio asimismo una politización y una movilización, hasta entonces nunca vista y a una escala completamente inédita en la República, de la juventud, sobre todo; la violencia en las calles y el Gobierno en trance de perder su autoridad.
En este proceso, el 19 de julio figura como jornada de gloria, pero también como día de desastres; gloria en Barcelona, Valencia y Madrid, pero desastre en Zaragoza, Sevilla y Granada. A partir del 19 de julio, la revolución dejó de enfrentarse con el antiguo régimen republicano debilitado, para hacerlo solo contra la Cruzada, la contrarrevolución franquista, agresiva a sangre y fuego sin tregua ni cuartel, segura de sí misma y de su legitimidad para aplastar la revolución. En cuanto al segundo fundamento, o sea, la posición del enemigo, la realidad española está en completa contradicción con el modelo clásico. Por consiguiente, el tercer fundamento, el de la violencia, de la lucha armada organizada contra el enemigo, se hace elemento dominante en la revolución. Además, el 19 de julio significa el fallo de las concepciones anarcosindicalistas. La lucha económica –las tentativas de huelga apuntadas en Zaragoza y en Sevilla– no impide, ni mucho menos, la masacre. Y, por el contrario, la victoria en Barcelona, no es el triunfo de la lucha económica del anarcosindicalismo, sino el de los combates violentos en las calles de la ciudad.
[Ir a la segunda parte de este trabajo]
RUDOLF DE JONG. Historiador encargado en el Instituto de Historia Social de Ámsterdam (Países Bajos) de la Sección de anarquismo internacional y español. (Traducción del holandés, de Francisco Carrasquer)
Publicado en Polémica, n.º 31, marzo, 1988
Pingback: GUERRA o REVOLUCIÓN: el dilema de la Guerra Civil española (y II) | Polémica