Álvaro MILLÁN
Después de las dos sesiones parlamentarias para investir al nuevo president Quim Torra, muchos se preguntarán si el independentismo catalán responde a un sentimiento nacionalista basado en la identidad étnica –como aseguran los medios afines al régimen del 78– o, por el contrario, se asienta en una moderna concepción republicana basada en la ciudadanía. La duda es razonable si tenemos en cuenta que la mayoría independentista del Parlament, por activa o por pasiva, por voto afirmativo o por abstención, acaba de elegir a un claro representante del nacionalismo más rancio y esencialista. Cualquiera diría que han querido echarle una mano a La Razón, al ABC y a todos esos medios que acusan al «separatismo» de «supremacista» y «xenófobo».
Pues bien, como suele ocurrir en todo lo relativo al Procés, esto tampoco es blanco ni negro, sino de un gris confuso que resulta difícil de precisar. En estos últimos años el independentismo catalán ha dado un gran salto adelante. Ha sido capaz de ampliar significativamente su base social, de capitalizar y liderar en buena medida las ansias de cambio que existen en la sociedad catalana y de lograr lo que durante muchos años parecía imposible: una sólida mayoría parlamentaria bajo la bandera de la independencia.
En mi opinión, esto ha sido posible debido a dos factores: en primer lugar al deseo de cambio que existen en una gran mayoría, y que se han visto incrementadas por esta crisis económica que ha puesto en evidencia las carencias del régimen de la restauración borbónica con sus castas corruptas incrustadas en el poder, sus instituciones desacreditadas y sus malas prácticas autoritarias en tantos ámbitos de la vida. Son muchos los que, desde la mayor indiferencia ante la idea de independencia nacional, han llegado a la conclusión de que una nueva república catalana siempre será mejor que una vieja monarquía neofranquista. En segundo lugar a un cambio de estrategia fundamental que ha dejado atrás el viejo pujolismo basado en la defensa de la simbología nacionalista y la reivindicación rutinaria de más dinero y más competencias, y sustituirlo por un proyecto político transversal capaz de incluir e ilusionar a muchas personas más allá de su sentimiento de pertenencia a esta o aquella nacionalidad. Sin este cambio de estrategia nada de lo que ha ocurrido hubiera sido posible.
Pero sería absurdo pensar que el viejo nacionalismo identitario y etnicista de toda la vida ha desaparecido por arte de magia en tan pocos años. Quedan muchos como Quim Torra que, aunque han tenido que asumir este cambio de estrategia, cambiar su lenguaje y hasta disfrazarse de progres preocupados por el bienestar social para ganarse el favor de la CUP, no les ha dado tiempo de reescribir todos sus artículos y de borrar sus tuits más inconfesables, como tampoco de disimular sus huellas de neoliberales conservadores.