Horacio MARTÍNEZ PRIETO

Alejandro Lerroux
Alejandro Lerroux, conocido entre sus correligionarios por «Don Ale», al que también llamaban el «ilustre jefe», fue un caso sin par en la política española posterior a la primera República. De una contextura física extraordinaria, todo él movilidad, energía y persuasividad, empezó como periodista pobre y sin lustre, propagando las ideas republicanas, en las que pocos podían creer después del fracaso aún caliente de la República de Salmerón y Pi i Margall; sin embargo, se abrió camino, especialmente en Cataluña y Levante, donde su radicalismo republicano, exaltado entre las masas con el don tribunicio incomparable de Lerroux (de éste, Prieto llegó a decir que no había orador que pudiera compararse con él; eso cuando ya Lerroux era un viejo ministerial de la Segunda República…) tomó verdadera amplitud entre las masas obreras, consiguiendo sobre ellas mayor influencia que la que los socialistas obtenían por el resto de España. En esas regiones mediterráneas se crearon numerosas «Casas del Pueblo» del Partido Radical, que en Barcelona tuvo un gran ascendiente político entre los obreros; pero, sobre todo, en Levante no había pueblo donde el Partido Radical no estuviera instalado, comprendiendo en su fuerza obreros y pequeños campesinos. Fue «Don Ale» un curioso españolista que difundió los tipismos regionalistas dentro de la unidad española, frenando el separatismo; y fue un, no menos, curioso facilitador del crecImiento de la CNT por su combate incesante contra los marxistas. Así, en Cataluña y Levante, la fuerza política y sindical del socialismo fue minúscula; hubo proletariado, anarquizante primero, lerrouxista después y anarcosindicalista, finalmente, donde los obreros lerrouxistas acabaron por encuadrarse.
Por esas y otras causas de tipo moral, los socialistas le profesaban un odio sin límite; y les favoreció extraordinariamente la defección de Lerroux en la «Semana Trágica» de Barcelona (1909) para mermarle su audiencia entre las masas. Donde iba Lerroux, los socialistas acudían en bloque para interrumpirle y desacreditarle; pongo por caso Bilbao, donde, siendo yo muy niño, pretendió dar un mitin; el frontón Euskalduna estaba lleno y al iniciar su discurso dos mil silbatos de quincallería para chicos, soplados por socialistas, hicieron imposible el acto que acabó a «hostias». En Cataluña y Levante perdió casi toda su fuerza, especialmente a partir de la «Semana Trágica» y por el hecho de haberse organizado en 1910 la Confederación Nacional del Trabajo. Desde 1909 pasó su tiempo luchando contra otras tendencias republicanas y tratando de recuperar el prestigio disminuido. La demagogia de Lerroux no tenía límites: ante los obreros, fustigaba al capitalismo; ante los burgueses desmerecía a los obreros; pero siempre hablaba como anticlerical y tragacuras; «había que entrar a saco en los conventos y hacer madres físicas a las monjas», lo cual, repetido mecánica y tenazmente, le convirtió en un culpable moral más de la quema de conventos en Barcelona y del fusilamiento de Ferrer, entre otras cosas; y es no menos culpable del odio indiscriminado que hay en España contra la religión y sus iglesias. Sus arengas contra el militarismo y las fuerzas del orden, contra los excesos policiacos, etc., no las hubieran nutrido y entonado tan expresivamente los más encandilados anarquistas; es decir, Lerroux disponía de un sermón para cada ocasión.
En verdad no había tal Partido Radical sino un partido lerrouxista, sin otro control ni autoridad que los de «Don Ale» directos e indiscutibles; lo había creado él a su imagen y semejanza. Su táctica, por donde pasaba, pueblo grande o pequeño, era la de hacerse una reducida élite de amigos, seleccionar y dar jerarquía a los leales a su persona y obrar de manera que se ligasen a él mediante ayudas de influencia: una especie de francmasonería de amistades reunidas y obligadas entre sí por unidades jerárquicas, por «uno» que era el alter ego de «Don Ale» en cada caciquía del partido, «venerables» de cada logia política del gran maestre Alejandro Lerroux. Mantenía todo eso con visitas, emisarios, o con correspondencia directa, llegando a obtener partidarios seguros por toda España. Así nos lo contaba Fernando de los Ríos, que no dejaba de declarar su admiración por las condiciones excepcionales de «Don Ale»: «»un caso» de dinamismo, de autoconfianza y de magia sugestiva como no pudo haber otro». El dicente era socialista completamente alejado del lerrouxismo, pero que hacía justicia a los méritos personales del hombre. Los modos de Lerroux desacreditando a los que le desertaban eran no menos singulares; y vaya un ejemplo. Habiéndole preguntado algunos correligionarios «por qué había hostilidad contra él por parte de Marcelino Domingo» (varias veces diputado republicano y ministro con la Segunda República) respondió «Don Ale»: «entre Domingo y yo nunca hubo motivo de discordia; se trata de una reacción del clítoris de la querida de Domingo, a la que yo no quise». Esto me lo contó Eulogio Esteve, procurador en Bilbao, y que allí era el hombre de toda confianza de Lerroux; por lo tanto, cacique del partido radical en la invicta villa.

La Barcelona de la Semana Trágica
Durante la dictadura de Primo de Rivera, siguió su táctica, legalmente inatacable, de hacerse amistades entre el generalato, entre los magistrados, entre funcionarios de todas clases, entre capitalistas, etc.; y sorprendió cuando en las elecciones legislativas de la Segunda República casi reunió tantos diputados como el Partido Socialista (este, unos ciento siete diputados, y Lerroux, más de noventa). Fue verdaderamente meritorio aquello como labor de «reconquista» de un hombre de moral perdida. Nadie dirá que, antes de Lerroux, no hubo republicanos más inteligentes y cultos que él: Castelar, Salmerón, Pi i Margall tenían muchos codos más de talla mental y republicana que él. Ni nadie dirá que, entre los contemporáneos, no los hubiera: Alcalá Zamora, Manuel Azaña, entre los «neorepublicanos», eran intelectualmente superiores a él; y los numerosos «titulados» profesionales en historia, letras (Blasco Ibáñez: lerrouxista) y ciencias tenían la calidad que a Lerroux le faltaba; pero, como líder, los empequeñecía a todos por su larga ejecutoria republicana y por sus actividades públicas y privadas. Cuando, como ministro de Estado del primer gobierno de la segunda República, fracasó, quiso justificarse diciendo que las «marrullerías» socialistas le habían situado al frente de un ministerio para el cual «no estaba preparado». Tal vez no estaba preparado para lo que no fuera la Presidencia de la República, para cuyo objetivo él mismo se fabricó la «intuición», en la que acabó por creer y hacer crer a sus incondicionales: que sería Presidente de la República. Eso lo dijo y mantuvo desde sus floridos tiempos de gran manitú republicano, cuando nadie pensaba que la monarquía pudiera algún día desaparecer. «Cuando yo sea Presidente de la República, se hará esto…; como yo seré Presidente de la República, haré aquello…»; y, así, durante años, sin flaquear un instante en la preformación de su propio destino.
Quede bien entendido que para jefe de Gobierno estaba tan preparado como para ministro de Estado, ya que no supo evitar el «haber lugar» a la revolución socialista de octubre del 34, ni supo durante el bienio negro merecer los honores de jefe de Gobierno que compensa, con obras de interés nacional, el daño hecho por una dura represión: lo cual quiere decir que no hay hombre «preparado» académicamente para ministro, ni para jefe de gobierno, ni para Presidente nacional o para monarca; y cualquiera puede ostentar uno de esos poderes, o todos ellos, sin preparación especial; el «quid» está en mandar o en cubrir apariencias de mando, en hacer o no hacer nada o mucho, bien o mal, como primera figura real y no como marioneta. Los medios determinan el fin; y Lerroux, para gobernar, protestó de que en España hubiera una «Iglesia perseguida» por las izquierdas; glorificó a la Guardia Civil; no cesó de adular a los altos jefes militares, ni de contentar a las llamadas «fuerzas vivas del país»: terratenientes, industriales, banqueros, altos funcionarios, de los cuales consiguió llegar a ser la gran esperanza, «el hombre de la vuelta al orden» necesario al capitalismo y a la tradición…
Con semejante oportunismo perdió todas las simpatías y contactos con los demás republicanos, desde los nacionales de izquierda hasta los regionalistas de todos los matices, de marxistas y de libertarios; hubo de liarse con las derechas, con los representantes de las «fuerzas vivas», para poder ser jefe de gobierno, con la pretensión de liquidar políticamente a todos los extremismos, de la izquierda y de la derecha. Consiguió cuanto necesitaba para ser un poder fuerte: el concurso del dinero, el de las armas y el de la fe; pero no estaba preparado para desplazar sus propias limitaciones y éstas le hicieron impopular ante unos y otros. Queriendo mantener a todo precio la República, para él, no había otro problema que el de la forma de gobierno republicana sobreponiéndose a la monarquía y al socialismo; entonces, lo más expeditivo, para él, era servirse de la tradición para evitar la revolución; y comenzó legalmente la obra de destrucción de lo poco social que habían hecho las izquierdas: con la Contrareforma Agraria, con la devolución a la Iglesia de todas prerrogativas y privilegios, con la revaloración de los altos jefes militares antirrepublicanos, abatiendo la legislación social tímida que acordaba derechos a los obreros y, por el contrario, mantuvo todo cuanto de coercitivo y represivo habían creado aquellas izquierdas contra los llamados extremistas y los sacrificados por la miseria: la Ley de Vagos y la de Asociaciones que tan combatidas fueron por los libertarios. Aquel bienio negro «fue dominado por Gil Robles, carlista disfrazado de republicano, con alma y conciencia congregacionista, advenedizo sin cualidades de hombre fuerte: que odiaba al proletariado tanto como a la República y que desde hace años es el hombre político de confianza del Pretendiente a la Corona, pero tan incapaz de restaurar la Corona como lo fue para medirse con las izquierdas.
Para sofocar la revolución izquierdista de octubre del 34, se sirvió Lerroux de la Legión Extranjera y de los Regulares moros; y tuvo la nefasta virtud de unificar a todo el generalato antirrepublicano para salvar su república «personal»; él fue quien fundamentó la unidad psicológica que no existía, bien definida, de los altos mandos militares para oponerse a todo atisbo de democracia republicana en España. La lucha abierta entre generales francmasones y nofrancmasones se extinguió para más tarde atacar al izquierdismo renaciente de febrero del 36. La represión fue muy dura, especialmente en Asturias; pero hablaré de mi caso particular.
Yo había sido víctima de varios arrestos gubernativos con la república «izquierdista». En los comienzos de mayo de 1935 fui detenido en Bilbao, a la media hora de llegar de Zaragoza, donde yo vivía. No me dijeron ni una palabra los policías, y al día siguiente pasé a la cárcel. Un mes después vino el juez a tomarme declaración sobre un folleto titulado «Anarco-Sindicalismo», publicado en agosto del año 32. Demostré que su publicación fue legalmente autorizada y no volvió más el juez. Entre tanto, Ramón María Aldasoro, diputado de Izquierda Republicana, y amigo mío, se interesó, en contra de mi voluntad, por lograr mi puesta en libertad. Mediante la colaboración de policías fieles a la República legítima supo que yo estaba detenido «como supuesto organizador de un atentado próximo contra la vida de Alejandro Lerroux». Continué, pues, encarcelado durante siete meses como preso gubernativo, sin que ni para encarcelarme ni para liberarme fuese interrogado por la policía: que jamás me preguntó de dónde venía ni lo que hacía. Caso insólito: yo estaba en Madrid durante la semana trágica de octubre del 34 «rigiendo» el diario CNT. Recibí la orden de suspensión del diario que me transmitió por teléfono el comandante militar encargado de la censura; no se me detuvo. Regresé a Zaragoza donde me hice cargo de la secretaría general del Comité Nacional de la CNT. La policía no sabía nada de todo eso porque yo operaba con nombre supuesto debido a que se me buscaba con motivo del conato revolucionario de la CNT del 8 de diciembre de 1933; de haber sabido algo me habrían procesado, tal vez, por eso, en vez de querer hacerlo por un folleto del que nadie se acordaba. Era el lerrouxismo…
El establecimiento de la censura y el cierre de los sindicatos fue aún más allá del período lerrouxista; aún subsistían con Portela Valladares, al que, yo, como secretario general de la CNT, invité (acompañado de Benito Pabón y un compañero del CN llamado Laborda) para interesarle por la «no aplicación» de las penas de muerte que pesaban sobre distintas personas tenidas por muy responsables de los sucesos de octubre, y para pedirle la reapertura de los sindicatos. Portela prometió que no habría ejecuciones; en cuanto a lo de la «reapertura», me recomendó entrar en conversaciones con el Director General de Seguridad (Vicente Santiago, capitán de la Guardia Civil…). Este me prometía la «reapertura» de sindicatos en toda España si yo «daba orden» de que se liquidara la huelga de tranviarios de Barcelona: que era un verdadero paracronismo. Es decir: el lerrouxismo extendió sus raíces por todas partes; una huelga de tranvías que comenzó varios meses antes de «octubre» y que no era más que simbólica porque todos los servicios funcionaban regularmente, salvando pequeños actos coactivos de los confederales, era el pretexto para tener cerrados todos los sindicatos de la CNT en España; ni la monarquía hizo jamás otro tanto. No nos pusimos de acuerdo y todo quedó como estaba. No obstante, Santiago, que vive exiliado y fiel a la República, tal vez afectado por mis razones, comenzó a permitir una recuperación lenta de la normalidad sindical en toda España. Ni que decir tiene que todos los partidos y la sindical socialista que habían intervenido oficialmente en la revolución de octubre, vivían dentro de la normalidad, con sus centros abiertos; en cambio, la CNT que no tuvo «intervención oficial» en aquel incidente sufría las consecuencias de la represión por una sedicente pero inexistente huelga de tranviarios de Barcelona…
Además de todo lo citado, en la muerte del lerrouxismo influyó poderosamente el escándalo del «estraperlo», la ruleta diabólica de casino que robaba indefectiblemente a los capitalistas que se divertían jugándose el dinero; figuró como gran responsable de «trastienda» un sobrino de Lerroux conocido por menos escrupuloso que su tío; pero todo quisque presentía que «subtrastienda» estaba «Don Ale», que no ignoró nunca los enjuagues del sobrino porque, según los maledicentes…, era este su agente de negocios de primera mano. A mí me dijeron los altos funcionarios del Ministerio de Comercio (cuando yo fui Director General) que tuvieron durante el «bienio negro» un Director General lerrouxista (no recuerdo su nombre…) que en esos dos años hizo más de seis millones de pesetas de beneficio particular traficando con las licencias de exportación, que concedía al mejor postor. Eso significaba una cantidad fantástica por el valor sólido de la moneda de entonces; un albañil en Madrid ganaba quince pesetas por día. La gente del pueblo sabía que Lerroux no podía ser extranjero a nada de eso, ya que bien notorio quedó que pasó su vida preparando chanchullos monetarios, haciendo
feos negocios a través de sus «amigos seguros» y de manera que, en España, «vox populi» fue que lerrouxista y tramposo eran sinónimos. Las izquierdas republicanas y marxistas tomaron revancha sobre los lerrouxistas al declararse la guerra civil: encarcelamientos, «paseos», fusilamiento del ex ministro de la Gobernación Salazar Alonso, etc.; pero Lerroux logró evadirse y permaneció en Portugal pocos años. Al autorizarle a residir en el paraíso nacionalsindicalista, Lerroux, con más de ochenta años de edad, ofreció públicamente servicios y méritos de su experiencia política al régimen, invocando y solicitando la venia de Von Faupel: sin duda pensando que, no siendo España una monarquía, todavía tendría ocasión y tiempo de ser Presidente de la República. No le hicieron caso y murió poco más tarde.
Publicado en Polémica, n.º 32, mayo 1988