Horacio M. PRIETO
Memoria informativa redactada por Horacio Martínez Prieto, secretario general de la CNT, para orientar los debates del Congreso celebrado en Zaragoza a partir del primero de mayo de 1936:

Asturias, octubre de 1934
Esta [la revolución de 1934] fue un resultado de la iracundia que estalló en los socialistas al ser arrojados del poder. Se vieron en el mismo riesgo de anonadamiento de sus colegas de Alemania y Austria y ensayaron un desenlace similar al de los camaradas austriacos, pero amañándolo con cautela y seguridad para «sus amadas personas». Principiaron con unos preparativos bélicos anunciados a toque de trompeta, que todo el mundo conocía (menos los revolucionarios auténticos) y que el gobierno disimulaba a maravilla su conocimiento. Este, compuesto de republicanos moderados, les provocó varias veces a la lucha prohibiéndole o mutilándoles descaradamente la propaganda política, destituyendo sus municipios, cambiando los funcionarios de los jurados mixtos repletos de socialistas, y desalojándoles de las madrigueras de la burocracia nacional. Los socialistas no se daban por aludidos, manteniendo las amenazas y los preparativos con la esperanza de atemorizar a la jefatura del Estado y de obtener de nuevo el poder. Se forjaron la ilusión de que el presidente de la República y la burguesía les pedirían por favor que no se desencadenasen en la guerra civil, dándoles a cambio el gobierno que apetecían. La equivocación fue tremenda. Lerroux, que odiaba cordialmente a los socialistas, no hubiera tolerado tal debilidad; y menos Gil Robles, que conduce el partido más fuerte, representando a la pequeña y media burguesía agrícola y a la gran masa de católicos que comanda la Compañía de Jesús.
«Al formarse un gobierno capacitado por Gil Robles, los socialistas decretaron el movimiento compinchados a Azaña, jefe del radicalismo socializante (el político más cínico y fríamente cruel que surgió hasta entonces en la política republicana de España), y a Companys, presidente de la Región Autónoma de Cataluña (que vivió del halago al anarquismo y que luego lo persiguió con refinamiento), con los cuales se comprometieron a dar la presidencia del gobierno nacional al primero, y la presidencia del Estado federal catalán, al segundo. La promesa socialista de luchar por la dictadura del proletariado era el incentivo de categoría que manipularon para ganarse las simpatías de los trabajadores, era el aspecto sonoro y falaz de sus trucos proselitistas; pero los fines concretos de su preocupación, eran los pactos con Azaña y Companys.

Propaganda electoral de la CEDA
«La falta de voluntad en la lucha, el miedo a la victoria proletaria, los resaltaron negando la copiosa cantidad de armamento que tenían a los obreros que lo solicitaban, y lo dieron profusamente a las alcantarillas, a los muladares y a las brigadas de policía. Excepto en Asturias, los socialistas no combatieron en ninguna parte, limitándose a distraer por las noches, desde los tejados, la atención de las fuerzas oficiales o secundando tímidamente la acción de nuestros compañeros, como sucedió en Vizcaya, que era donde más armas había y concurrían condiciones especiales para el triunfo. La huelga fue general en todo el país porque la CNT la secundó, dándoles el ejemplo de que somos distintos de su condición de «esquiroles» consagrados. En Cataluña, la huelga la declaró obligatoria el gobierno catalán, siendo la policía y los pistoleros republicanos, en connivencia, los que, pistola en mano, desahuciaban a los obreros de las fábricas para complicarles en un movimiento que no les interesaba. Alianza Obrera, amalgama de socialistas, bolcheviques y sindicalistas políticos, fraguada para destruir a la CNT en Cataluña, les acompañaba en aquel villano papel. En la Región, el conato rebelde no duró seis horas, pues a la primera indicación de los cañones del ejército (tres mil soldados y pocas piezas de artillería frente a sesenta mil separatistas y marxistas armados de fusiles y ametralladoras) los gloriosos masacradores de anarquistas, que hasta el último instante no cejaron en la persecución, se entregaron como azoradas mujerzuelas. Cataluña era la máxima esperanza de socialistas y republicanos. Al rendirse, sin trabar combate, los catalanes (7 de octubre), dieron por perdida la conjura y no hubo ya medio de reanimar aquel desastre general. Un diputado socialista rechazó a quinientos mineros que se ofrecían a pelear en la provincia de León, «porque al derrumbarse Cataluña estaba todo fracasado». Creemos que ese señor no procedía voluntariamente, sino por orden del Comité central revolucionario.
«Si la CNT no se tiró a fondo en la pelea, ello obedeció a que no quiso ser la vanguardia de sacrificio por unas fracciones que hubieren rematado fríamente a nuestros supervivientes en la lucha contra el Gobierno. Por no haber sido torpes, por no habernos adelantado a servirles de víctimas en su miserable juego, esos despreciables histriones de la revolución se afanan en ocultar su bajeza moral y disculparse atribuyéndonos el fracaso de su tragicomedia.»
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Este texto, que refleja una verdad categórica, forma parte, si mal no recuerdo, de la «Memoria» informativa que yo, como secretario general de la CNT, redacté para orientar los debates del Congreso que debía tener lugar en Zaragoza a partir del primero de mayo de 1936. Hice una edición de diez mil ejemplares que fueron incautados por la policía «republicana» cuarenta y ocho horas antes del día fijado para su salida de la imprenta. Fue un desastre para el Comité Nacional; pero más tarde se publicó íntegramente en Solidaridad Obrera de Barcelona, antes de la fecha de apertura del Congreso. La publicación de la «Memoria» fue una originalidad mía que me costó un verdadero martirio bajo el Congreso. Todos los Comités Regionales se lanzaron contra mí con una saña digna de mejor causa. Cometí el delito de no haber enviado a esos Comités una copia de la «Memoria» para que ellos la comentaran, aprobándola o rechazándola, o disponiendo de ella ante sus Comarcales, parcial y secretamente, como de costumbre; pero la «Memoria» era del volumen de un mediano libro, haciendo historia de lo sucedido desde que el Comité Nacional fue instalado en Zaragoza. Era la primera vez que, desde el principio de la epopeya libertaria de España, se hacía un tal trabajo de información; y se consideraba un verdadero atentado a la norma confederal, o más bien a la rutina ignara o inoperante que distinguió siempre a los modos de deliberación nacional del Movimiento, el hecho de no haber mecanografiado catorce copias de la «Memoria»: que los Comités Regionales hubieran tenido que remecanografiar para los sindicatos, etc.; y vuelvo a mis conejos.
La CNT no intervino ni oficial, ni muy activamente, en esa revolución de octubre del 34: porque sus organizadores no solicitaron a la CNT; porque esta no solicitó que se admitiera su concurso. La CNT estudió el caso en ciernes y lo desaprobó, no dando luego, el Comité Nacional, ni una instrucción a sus Regionales para que apoyaran el movimiento: porque estando convencido de su «caprichosería», de su inoportunidad y de las graves consecuencias que arrastraría, hizo el Comité Nacional lo posible por denunciarlo. Los editoriales de CNT de Madrid, órgano nacional de la CNT, son una prueba concluyente; y, más concluyente, aún, la declaración de que era yo, Horado Martínez Prieto (entonces miembro del Comité Nacional, redactor de CNT y delegado del CN en el periódico, investido de todos los poderes de orientación y de control…), el que los escribía reflejando fielmente la posición del Comité Nacional. Los comunistas estaban «en la inopia» y solo dos o tres días antes de la fecha señalada para la insurrección ponían el grito en el cielo, criticando la inconsciencia de los rebeldes inéditos. Años más tarde, en el exilio, he oído a ministros socialistas culpar a la revolución de octubre del 34 de todos los males que cayeron después sobre la democracia española; eso nos pone a cada cual en su lugar…
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Ciñéndome al mesotipo Largo Caballero, cabe notar en qué medida los «infalibles» marxistas, marxistoides y republicanos krausistas, podían tutearse con los que ellos invectivaban de «irresponsables anarquistas». Con parejos antecedentes había que confiar poco en la solvencia dirigente de esos señores para ganar una guerra civil que no supieron impedir; que fueron aún peores gestores de la reposición de esa república que se deseaba tras la victoria de los aliados. Teniendo como medio único la súplica, siendo incapaces de justificarla, no podían corresponder «garancialmente» a ningún compromiso que satisficiere a los distribuidores de poderes (americanos, etc.), y de ahí vino la Nota Tripartita con el cerrojazo definitivo a toda pretensión legitimista del republicanismo…
Publicado en Polémica, n.º 31, marzo 1988