Sobre Francisco Largo Caballero

Horacio MARTÍNEZ PRIETO

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Francisco Largo Caballero

Francisco Largo Caballero, (a) Don Paco, se describe a sí mismo en sus memorias, y yo digo lo que de él conozco: por antecedentes orales y escritos, primero, y por trato directo, después. Siendo yo muy joven, en los medios anarquistas se juzgaba a Caballero como uno de los socialistas que más inquina nos profesaba; y entre los socialistas pasaba por el «duro» del Partido. «Don Paco ha sido siempre hostigado por los intelectuales y biencriados del Partido, a causa de su mediocre cultura y de su mal carácter; pero, a la hora de las bofetadas, todos recurrían a él y le adulaban, como hombre indispensable por su tendencia a la acción». Así nos hablaba de «Don Paco» el que le sustituyó en la secretaría de la UGT, Rodríguez Vega. Efectivamente, fue el más caracterizado de los componentes del Comité de Huelga en la intentona frustrada de 1917, como lo fue en el Comité Revolucionario de 1934; esto, en lo concerniente a lo de las «bofetadas». Del personalismo bastante miope de «Don Paco» fue reflejo su participación en el Consejo de Estado del general Primo de Rivera. De su insinuación nacieron los Comités Paritarios de patronos y obreros, creados con la finalidad de evitar conflictos sociales a la Dictadura y, a la larga, por determinación de la costumbre, acabar con las huelgas y, por consiguiente, con la CNT y con otros, más o menos extremistas. El sistema lo reconstituyó, aún más comprimente, durante la República, con el nombre de Jurados Mixtos; y en esta etapa, como ministro de Trabajo, produjo la Ley de Términos Municipales (ridícula exaltación de caciquías sindicalistas en los pueblos agrícolas), la Ley de Vagos y Maleantes y la Ley de Asociaciones: verdaderos artilugios legales para liquidar a la CNT.

No cabe ni el menor asomo de duda de que, en octubre de 1934, Caballero fue el agente preparador del sistema de ataque al gobierno Lerroux; ni debe dudarse de que, no queriendo por nada del mundo tratar con la CNT ni los comunistas para ese fin, se hacía valer de militantes anarquistas para la fabricación de las bombas que pensaba emplear en la ofensiva; y tampoco hay que vacilar en decir que, tras haber pasado la vida llamando bandidos a los anarquistas porque cometían atracos, los socialistas asaltaron la Banca de Oviedo y cometieron otros actos de «bandidaje» para procurar los fondos a la insurrección en ciernes. Eso cuando la «necesidad obligaba», como hacían los bolcheviques (que, habiendo pasado la vida infamando a nihilistas y anarquistas por «expropiadores», hacían luego atracos en grande, alguno de ellos organizado por Stalin y con el visto bueno de Lenin…) y sus hijuelas, especialmente en Bilbao. La guerra civil del 36 fue resultado fatal de la revolución socialista de octubre del 34 promovida con pretextos puramente políticos: los de desalojar del poder al centro-derecha republicano y reponer un gobierno acentuadamente izquierdista, es decir, lograr lo que luego advino con las elecciones de febrero de 1936; ni más ni menos. Que ni Largo Caballero, ni los socialistas en general, conocían la «dialéctica marxista» quedó bien claro; que desconocían la historia de la segunda República hecha por ellos mismos, estaba no menos claro; y mucho más claro, aún, estaba que desconocían Is psicología del pueblo español. Octubre del 34 y febrero del 36 exasperaron a las derechas haciendo que sus planes se recrudecieran y precipitaran frente a los que no disponían más que de los votos y de la dinámica de sus ilusiones.

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Horacio Martínez Prieto

Unos meses antes del 19 de julio, «Don Paco» se divulgó más extremista que nunca y consintió la organización de los «camisas rojas», la instrucción y paramilitarización de sus huestes, que le acompañaban en sus mítines dentro y fuera de la capital de España. Se presentó en la Plaza de Toros de Zaragoza con dos mil «camisas rojas» porque, claro está, Zaragoza era feudo confederal. La CNT no hizo nada para obstaculizar la organización y transcurso del mitin; la gente había llenado la Plaza sin el menor ánimo de crear dificultades, pero estas las creó «Don Paco» agrediendo burdamente a la CNT. Sus «camisas rojas» estuvieron a punto de ser masacradas por el público; ya quedaban en «camisas desgarradas», y al cambiar el orador su disco todo entró en orden. Lo que hacían contra Prieto en los mítines de este, no valía contra la CNT. Pocos días después, Largo Caballero atronaba propagando la Alianza Sindical, consigna que prendió intensamente entre el proletariado y que obligó a la CNT a tratar y aprobar, en el Congreso de Zaragoza, el principio de la Alianza sindical (en la que los anarquistas no creían por las experiencias de 1916, de 1917, de 1921 y de 1934, que les hacía incompatibles con una UGT politizada y reformista al extremo, a pesar de octubre del 34) que no dejó de terminar en fiasco por lo que se verá. La verdad fue que la Alianza sindical «tan sublimada» por Largo Caballero no era más que un truco proselitista. Yo, como secretario general del Comité Nacional de la CNT, escribí oficialmente, en mayo de 1936, a la Ejecutiva de la UGT dándole cuenta del acuerdo del Congreso confederal reciente y manifestando nuestra disposición a discutir el tema de Alianza Sindical con esa Ejecutiva. La respuesta de Largo Caballero fue totalmente evasiva y todo quedó como estaba. Es más: durante la guerra civil, las dos centrales sindicales emprendieron un diálogo directo tan prolijo como estéril; con la UGT de Largo Caballero no se llegó jamás a un resultado positivo. Tuvo que montar Negrín al poder y hacerse los negrinistas con la UGT para que, después de largas y laboriosas discusiones, se formalizara el ya conocido Pacto de Alianza entre UGT y CNT, de cuyo Comité Nacional yo fui Presidente, siendo Secretario el que ya lo era de la UGT: el exsocialista, excomunista y resocialista Rodríguez Vega; yo era entonces, simple miembro del CN, de la CNT…

Su popularidad «extremística» invistió a Largo Caballero del título de Lenin español, dádole zalameramente por los comunistas, que le cortejaban mucho; y cuando le nombraron jefe del gobierno en las primeras semanas de la. guerra civil, los «jala-moscas» creyeron que con su energía la guerra no duraba ni quince días más; pero en lo que me incumbe diré que desde el primer día que dialogué con él me suscitó un «choc» negativo. Su prestancia y elocución denotaban pose asambleística, de ningún modo solemnidad gubernamental o irradiación de confianza; y como a cada momento y circunstancia hay que honorarios con la dignidad que merecen, José Giral me pareció más «apropiado» a su misión de jefe de gobierno cuando, un día de calor excesivo, en un Consejo de ministros, no imitó a los demás quitándose la chaqueta; yo tampoco me puse en mangas de camisa, ni lo hubiera hecho aunque Giral habría seguido el ejemplo de todos los demás ministros; y sin embargo yo era, de todos, el que más había vivido en la «calle» y otros sitios de habitual negligencia en formas y palabras; quiero decir que, Caballero, se publicitaba con el Frente Popular, partidos y sindicales, tal y como era en su natural. Me llamó un día (septiembre de 1936) a su despacho en el ministerio de la Guerra, donde ya tenía en semicírculo, sentados, a todos los representantes nacionales y locales de los organismos supradichos, y me colocaron en el último lugar a su izquierda.

Hizo un discurso para notificar, y convencer a los presentes, que Madrid debía «ser evacuado», comenzando tímidamente por los niños, ancianos, etc.; luego pidió la opinión de todos, comenzando por su derecha, los cuales dijeron amén absoluto a los propósitos de Caballero; pero, yo, el último, refuté el proyecto, con pocas palabras y mucha calma; «Don Paco», reteniendo su despecho, respondió como vulgarmente se dice «meando fuera del tiesto», envileciendo a los confederales, y concretamente a los que en el frente de Aragón «no hacían otra cosa que devorar corderos y hacer siestas a la sombra» (textual…). No le contesté por no hacerle daño ante los demás… pero la evacuación de Madrid no se hizo.

Cuando días más tarde le visité por iniciativa propia, para sondearle sobre una posible intervención de la CNT en el gobierno, me dijo que consultaría; y me habló muy contento de sí mismo «porque los vascos se pronunciaban contra Franco en virtud de la legitimación del Estatuto vasco que él les hizo». Le contesté que mejor hubiera valido no tenerlos oficialmente por aliados: la dilación de ellos en pronunciarse ya era deprimente, y eso impediría que en tierra vasca se produjere socialmente nada; los dirigentes nacionalistas estaban enyugados clericalmente, y su progresismo social se limitaba «a prometer» a cada pescador una barca y a cada familia campesina un caserío. No serían jamás una fuerza positiva, y se les daba una oportunidad insuperable para contener a sus masas obreras que, por sí solas, hubieran entrado en la liza en pro de la república. Lo indiscutible es que todo ha sido no muy claro en la conducta de los dirigentes nacionalistas vascos durante toda la guerra civil; y no menos evidente es que no dejaron nada «para la historia» por no haber intentado socialmente nada. Para «Don Paco», lo importante era «ganar la guerra»; eso me lo repitió varias veces (como si los demás no tuviéramos esa «conciencia clara» de nuestras necesidades…) como si pretendiese convencer de que él sería capaz de ganarla; y para eso «no había que modificar las estructuras sociales, era capital dar la impresión de que éramos chicos sin pretensiones y resignados; así, era un crimen que se llevasen a cabo expropiaciones sociales y que se practicara socialismo directo»; lo que quería decir que los anarquistas éramos elementos que hacíamos el juego al enemigo colectivizando y socializando. «Ganar la guerra; y luego llevaremos a cabo todas las transformaciones que sean precisas, hasta las más extremas»…, decía.

Ministros Anarquistas

Federica Montseny y García Oliver

Yo, «que no creí jamás en nuestra victoria», le respondí de una vez por todas: «que había que fomentar y consolidar las transformaciones sociales útiles para tener al pueblo trabajador bien decidido a ganar la guerra; y si había que perderla, por lo menos habríamos dejado una buena indicación para la historia». Y ahora quiero hacer constar una verdad irrefutable: no es la CNT la que inició la «revolución derrotista» de las socializaciones; lo fue el mismo Largo Caballero antes de que la sublevación de julio se produjera, siendo secretario de la UGT y «Lenin español», acentuando así los motivos físicos y morales de los rebeldes «para rebelarse». El primer acto de «expropiación y de socialización» fue cumplido, antes del 19 de julio del 36, por el Sindicato de Tranviarios de Madrid: socialización violenta que el gobierno republicano se limitó a contemplar, y que «Don Paco» no hizo nada por evitar ni menos anular; por el contrario, dejó creer que todas las posibilidades y aspiraciones revolucionarias de las masas las encarnaba y garantizaba él mismo. No tiene nada de particular, pues, que los obreros ugetistas hiciesen, después, como los cenetistas «incautando, expropiando empresas y socializando trabajo y beneficio» porque ellos se precipitaron siguiendo la demagogia bolchevizante de Largo Caballero; así, lo que debió ser bueno para tomar el poder, debió serlo también para «ganar la guerra». Inútil decir que la «nueva demagogia contrarrevolucionaria» de «Don Paco» fue prédica para oídos sordos.

Indudablemente, nunca hubiéramos podido entendernos con marxistas o marxistoides estilo Caballero, con quien ya tiene una deformación profesional de líder indiscutido de masas que sólo piden ocasiones de obedecer y aplaudir para que les den lo que necesitan, o para que las dirijan piropos que valen votos. En su credo corto de «primero ganar la guerra», tomó inspiración para ofrecer a la CNT la entrada en el gobierno; y hay obtusos anarquistas que están convencidos de que Caballero «politizó» a la CNT, habiendo seducido a «predispuestos» renegados y ambiciosos. Cierto es que ofreció a la CNT, por primera vez, un ministerio sin cartera, que fue rechazado por un Pleno confederal celebrado en Madrid, al mismo tiempo que la CNT rechazaba, una vez más, el principio de la acción política; y no es menos cierto que así quedaron las cosas hasta que yo (por segunda vez…) tomé la secretaría del Comité Nacional; y volvamos a nuestro «trato directo» entre Caballero y yo.

Después de mi primera visita de «sondeo», fui llamado un día por Caballero, y me dijo «que habiendo vencido las oposiciones de los partidos, especialmente del Partido Socialista, a la entrada de la CNT en el gobierno, podía contar con un ministerio sin cartera a disposición de la CNT «Al manifestarle yo la insignificancia de su oferta, me respondió: «en un Consejo de ministros no cuentan los votos sino la fuerza «política» que hay detrás de cada ministro; figúrese usted: la CNT solo tiene un ministro sin cartera, pero lo que diga será valorado por los demás en función y mérito de la fuerza cenetista y no por la fuerza de sus votos dentro del gobierno» (seguramente pesaba en su ánimo mi negativa reciente frente a su intento de «evacuar» Madrid…). Le contesté: «que sus pensamientos eran finos y elevados, pero que yo, modestamente, estimaba que las matemáticas y el control ejecutivo en los servicios oficiales, contaban más que la clarividencia mental de los ministros y mucho más que las abstracciones». Caballero se pasaba de listo al tomarnos a mis comilitantes, y a mí mismo, por tontos.

No menos «chusco» se mostró «Don Paco» al presentarle días más tarde la lista de nuestros cuatro ministros; al día siguiente me llamó para decirme que ni García Oliver ni la Montseny, eran personas gratas al presidente de la República, porque pertenecían a la FAI. Verdad o no verdad, el pretexto era infantil: porque si era verdad, el presidente de la República se confesaba idiota, y no lo era; y si Caballero mentía, una vez más tropezaba dañando espaldas ajenas. No hubo recusamiento de nadie al decirle yo que todos los propuestos eran de la FAI, tanto como no lo eran; y yo mismo ¿qué era? No teníamos –dije– que hablar para nada de la FAI puesto que la intervención la hacía la CNT con su sola y exclusiva responsabilidad; y se acabó el equívoco. He dicho ya que Caballero, pensando solo en «primero ganar la guerra», se escandalizaba de las innovaciones espontáneas de las masas; y dejó hacer a Negrín, en Hacienda, contra los ministerios de Industria y de Comercio, para torpedear cuanto facilitase la expansión y crédito de colectividades y empresas socializadas. Su antisocialismo real fue tan pronunciado, que García Oliver me llegó a decir un día: «creía que Caballero era un hombre duro y agresivo, como lo hubiera querido yo; pero es un pobre vieillot con el que me da vergüenza enfrentarme».

La preocupación de Caballero era concisamente militar, pero operando de manera que se hacía patente en la entrega de toda confianza a un general sospechoso (Asensio); esto le valió las censuras de sus opositores «políticos» que declararon derrotista al general, y luego fue encarcelado por el gobierno de Negrín. A este respecto, un teniente coronel, catalán y catalanista, nos decía que Asensio era el único general capaz de conducir el ejército republicano; pero, añadía, «es un traidorzuelo y no se le puede confiar nada». El único que no dudó un momento de él fue Caballero, y lo mantuvo contra viento y marea sin poder justificar su fe total en el hombre; y debía tener razón porque Asensio aún vive como refugiado en Estados Unidos.

La verdad menos inaparente es que Caballero estaba preparando una ofensiva en Extremadura, organizada sin duda por Asensio, en la cual todos ponían grandes esperanzas; pero eso despertó el recelo de los comunistas que se consideraban amos de lo recibido de la URSS, bien pagado por la República, y les quitaba posibilidades en la dirección de la guerra y en sus cálculos de monopolio del Poder. Eso ya lo insinuó, Caballero en los primeros días de septiembre cuando yo me opuse al abandono de Madrid. En cuanto al general Asensio, me limitaré a decir, sin poner en duda su personalidad, que me llamó una noche al Estado Mayor y, sin decirme una sola palabra, lanzó una arenga al jefe militar de las tropas de asedio al Alcázar de Toledo con orden de atacar a fondo al amanecer. Entonces, hizo poner al teléfono al delegado militar de la CNT (constituía ella el grueso de la fuerzas asediantes…) y me invitó a hacer lo que él había hecho antes. Lo hice, con un desconocimiento completo de las cosas (yo acababa de llegar a Madrid), y por «cooperar» con el ejército. El delegado me dijo que aquello era una estupidez y que se negaba a seguir mi consejo. Pocas horas después vino a verme, me explicó lo que había y le di razón. El «asalto decisivo» no tuvo lugar. O el general estaba como yo, en la luna, o por el contrario no lo estaba y… abusó de mi confianza. Después de eso nunca me dio la menor gana de tener relación con él.

Largo Caballero comenzó la sovietización de la zona republicana: con la entrada de los agentes soviéticos que organizaban la toma del Poder, con el favoritismo a los comunistas en la distribución de mandos y representaciones, con privilegios en el Comisariado Político del ejército, con el envío del oro nacional a la URSS previsto con el abandono de Madrid; con la organización de las Brigadas Internacionales, que los comunistas utilizaban para el frente y como núcleo especializado para posibles intervenciones en el interior. La ofensiva de Extremadura tenía que hacerse con el material ruso y con la vanguardia de élite de las Brigadas; pero como de nada de esto disponía Caballero, todo quedó en agua de borrajas cuando los comunistas se pusieron frente a él: acusándole de personalista.

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Placa dedicada a Largo Caballero en Madrid

«Don Paco» estaba solo frente a Prieto, Negrín, republicanos y comunistas, teniendo como apoyo relativo a sus enemigos tradicionales: los cenetistas, que, por paradoja de tiempos y circunstancias, fueron el último sostén de un equivocado, por vivir ellos mismos equivocados por las leyes y rumbos de una política que como debutantes desconocían. Perdió la jefatura del Gobierno, y perdió casi totalmente su ascendiente y control en el Partido y en la UGT, quedando totalmente desplazado de la vida política y sindical. Ingrato destino el de un anciano condicionado por el ejercicio de un mando incontestado en su aparato sindical durante muchos años: reducido a la rutina mecanicista y de mínimos horizontes de una central obrera y de un partido obrero. Destino agravado al ser enviado por los alemanes al campo de Buchenwald; estos dejaron abandonado a Caballero, dándole por «muerto» cuando evacuaban el campo a causa del avance americano. Caballero mismo me lo contó cuando volví a verlo en París. Pronto recomenzó sus actividades políticas, quedando de ellas su correspondencia cruzada con Indalecio Prieto ante quien propugnaba soluciones personales para sustituir a la «Democracia Orgánica»…

Seguía «Don Paco» sin conocer el mundo, e inclusive ni la misma España, sin saber siquiera que sin obedecer al complejo universal determinante y sin tener en cuenta, dentro de este, el pasado y presente de un pueblo, es insensato letrificar contextos proféticos. Contra el imprudente legitimismo republicano y contra la propaganda «plebiscitaria» de Prieto, Largo Caballero dio su «dictamen», no más ni menos absurdo que los de los otros, en una carta dirigida a Prieto con fecha de 6 de diciembre de 1945 y en la que concretaba de esta manera:

Por mi parte creo que podríamos darnos por satisfechos si las Naciones Unidas impusieran a Franco las siguientes condiciones u otras parecidas:

  • Entregar el poder a un gobierno integrado por elementos civiles, magistrados, funcionarios que no hubiesen tomado parte directa en la represión.
  • Expatriación de Franco y de los militares falangistas más responsabilizados en la sublevación y en la represión, etc.

Ni la continuación, ni los argumentos expositivos valen la pena de ser transcritos; todo es infantilmente insensato. Fracasó una vez más el «Lenin español», al desconocer más que nunca el galimatías histórico español: superimbricado de imposibles para vencedores y vencidos. No mucho tiempo después murió: el estucador que, desde joven, tomó alcurnia política y renombre nacional como líder sindicalista, pasando luego por cárcel, presidio, ministerios, jefatura del Partido Socialista, presidencia del Gobierno y, en las postrimerías de su vida, penando en un campo de concentración alemán. Vivió fiel a su vocación de militante socialista y no hizo fortuna ni vivió disipadamente…

Publicado en Polémica, n.º 31, marzo 1988

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El primer número de la revista Polémica se publicó en 1980 en Barcelona. Polémica se define como libertaria, desde una posición abierta y sin reconocer verdades absolutas ni doctrinas oficiales. Entendiendo lo libertario más como búsqueda de respuestas que como afirmación de principios, procurado siempre compaginar la firmeza en las convicciones propias con el respeto a las ideas de los demás. Esto nos ha permitido contar con un amplio y variado abanico de colaboradores. Polémica procura siempre ser rigurosa, sin sacrificar la objetividad a la propaganda fácil, ni el análisis a la comodidad del tópico consabido. Polémica siempre ha estado estrechamente comprometida con la realidad político social y con las luchas por la libertad y por una sociedad justa y solidaria.

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