Joan BERNAT
La reciente lectura de dos libros, productos de una escuela crítica sociológica impregnada de rebelión contra el orden oficialista, y la relectura de Durkheim, el venerable ancestro, junto con Spencer, de la sociología europea, guiarán estas reflexiones. El tiempo de las tribus, de Michel Maffessoli, uno, y Herejía y Rebelión, de Jean Duvignaud (septiembre de 1990), el otro. Ambos editados por Icaria, Barcelona. Este último libro, el de Jean Duvignaud, profesor en la Universidad de París VII, merecerá hoy mayor atención. Si bien los estudios, cada uno atacando problemas sociológicos de nuestro tiempo desde ángulos diferentes, no llegan a conclusiones presumiblemente constructivas, sí se trasluce en ambos la misma corrosión e impertinencia, el mismo ímpetu dilacerante contra lo estatuido convencional y preceptual.

Michel Maffessoli
Digo que no llegan a conclusiones prácticas porque toda la crítica queda como suspendida en el aire, ingrávida; el lector no puede discernir ninguna elaboración tendente a propiciar cambio, o cambios. Si las sociedades cambian, si los regímenes políticos y sociales renuevan sus presupuestos, sus moldes, modelos o esquemas, en la compleja urdimbre que se teje por las naciones desarrollistas y democráticas (de democracias solo formales, quizás, con sus pecados y desvergüenzas, con sus virtudes también), se deberá a algo. Digo yo. No creo que las fuerzas políticas expresadas en el seno de típicas organizaciones con proyectos conceptuales sean tan inoperantes, o tan inútiles, a tenor de lo que se desprende de dos lecturas distintas. O entonces tendríamos que extendernos sobre el concepto sociología, faena ímproba para mis menguados títulos e incluso para muchos sesudos varones de la pedagogía oficial. Así, pues, osadamente, me he dicho si no podría yo poner mis conclusiones donde creo que no las hay, o no acierto a ver; mis preocupaciones, que también las tengo; mi crítica, que de la misma forma que nuestros autores considero necesaria; mi fe (aunque parezca irrisorio) en la sociología de progreso, para emplear el término de Salvador Giner.

Jean Duvignaud
El fracaso de la sociología, según Duvignaud, fracaso que resulta obvio no compartir, tal vez pudiera achacarse al excesivo ritual mecanicista o papel de espejo. Se admite generalmente que al querer cumplir ciertas reglas de objetividad científicas, la sociología se ve precisada a superar el campo de lo apriorístico, so pena de correr irreparables riesgos. Pero, ¿qué es o no es apriorístico en sociología? Lo anómico, particularmente mollar en el estudio de Duvignaud, fuera, probablemente, el grandioso reino de lo apriorístico. Entonces ¿tratan o no de sociología las especulaciones de Duvignaud sobre el principio de anomia, o lo anómico? Negarlo fuera ridículamente infantil, especialmente para quienes, como yo, detestamos ciertas orientaciones sociológicas «objetivas» que transformaron la sociología en una suerte de escolástica moderna, o posmoderna. Que la «sociología está triste» (Duvignaud), ¿quién osará contradecirlo? Que la manía estadística y descriptiva en tanto que espejo de ciertos fenómenos, llevada a extremos demenciales, hayan producido el desinterés que se manifiesta por un descenso de popularidad, contrariamente a la inmensa boga de las ciencias históricas; que la «cuantofrenia», o enfermedad que Sorokin denunciara en la sociología americana (Duvignaud) haya engendrado hastío, ¿quién sostendrá lo contrario?
Dicho esto, lo anómico, el análisis de lo anómico, que caracteriza esencialmente la brillante disertación de Duvignaud, distinguiendo por anómico toda especulación intelectual o concreción en gestos y hechos de nuestra facultad subversiva, de nuestra capacidad herética, de nuestra ruptura con ciertas formas orgánicas y cierto orden solemnizado, consagrado u oficialista, ¿han satisfecho mis inquietudes, mis preocupaciones? No. Tampoco las desvanecen el entusiasmo de Duvignaud por Guyau y su moral incoercible (Jean Marie Guyau, licenciado a los 17 años, traductor de Epicteto) en Esbozo de una moral, y la extrema fascinación que ejerce sobre nuestro profesor este predicado del «Esbozo»: «el hombre se produce a sí mismo a través de las formas de sociabilidad y escapa a las normas de una conciencia colectiva elevada al rango de Razón…». Duvignaud sostiene en tanto que actitud anómica por excelencia el no aceptar ninguna coerción, ningún precepto de sometimiento a la «Razón», simbolizada colectivamente por una determinada norma moral. Este embrujo que Guyau, íntimamente relacionado con Fouillé, un viejo maestro de mi juventud (inventor del expresivo idea-fuerza) hace sentir sobre Duvignaud, no me irrita lo más mínimo, pero sí conturba y confunde las ideas que yo me he formado en torno al problema de la emancipación del hombre.

Jean-Marie Guyau
Puestos ya a razonar de plano alrededor del concepto anomia, este texto de Duvignaud, constelado de citas cultas, me suena, pese a todo, a refranes escuchados, a reiteraciones y exposiciones deletreadas en tertulias ateneísticas de mis mocedades. Despojados del texto brillantísimo y erudito, o sea lo propiamente formal, lo manifiestamente retórico, constatamos que únicamente quedan vibrantes análisis demoledores, meras críticas tradicionales de insumisión verbal, el extenso clamor revolucionario, o la atronadora voz justiciera que desde los profetas hebraicos hasta hoy resuena en la sociedad europea. Este largo lamento lo hemos escuchado en Dios y el Estado, de Bakunin; Las Confesiones de un Revolucionario, de Proudhon; Palabras de un Rebelde, de Kropotkin; Mi Comunismo, de Sebastián Faure. Y más hacia acá, la sombría musa libertaria de Camus nos legó El Hombre Rebelde, un nutrido y genial ensayo. Lo que me decepciona de ciertos sociólogos actuales, cuya irreprochable y densa censura nos fascina, es esa especie de fatalismo que destilan sus escritos. Ninguno quiere aventurarse por la intrincada maleza de los «apriorismos» constructivistas, creadores de módulos y esquemas que abran caminos para llegar a esa transformación de la que tanto se habla. Yo creía que la sociología de progreso, sin duda poco científica, tenía la ventaja de avivar en los hombres esperanzas dinámicas, de alimentar deseos y proyectos movilizadores. Vana ilusión. Casi todos los sociólogos se han vuelto o científicos o contestatarios reiterativos que fulminan rayos destructores en un firmamento profusamente cargado de ellos. Mirándolo bien, ese fustigar nuestros males trócase en actitud igualmente científica, es decir, neutra, cuando lo fundamental fuera proyectar, imaginar nuevas pautas, nuevas pistas, nuevos caminos. Advertimos en ellos la más lamentable abdicación voluntarista, el más prodigioso abandono de la acción. El aula sustituye a la plaza pública, el devaneo raciocinante usurpa la verdad popular llena de ansias y exigencias. «Es mejor no hacer nada para no arrepentirse de nada», exclama satisfecho, el rabelasiano «amigo Fritz». Esta sería, algo caricaturizada, la actitud de muchos intelectuales y otros que no lo son. La cosa está clara: no podemos realizar el sueño de la aldea global porque «nuestro universo, convertido en espectáculo, suscita más regresiones, conflictos e insurrecciones que solidaridad» (Duvignaud). Ciertamente. O bien: «… por lo demás, fuera del control de la vida social, las tecnologías guerreras, informativas o médicas tienden a reemplazar la vida política» (Op. cit. Pág. 17). Ese tienden a reemplazar la vida política revela una naturaleza inhibitoria, expectante y pasiva, la renuncia al menor protagonismo en la escena política, o pública, que es lo mismo, ya institucional, ya civil. El sesgo circunspecto y contemplativo constituyen la mejor doctrina, la más prudente y sabia.
He aquí la moda, incluso para esa escuela sociológica ribeteada de ademanes libertarios, de fermentación anímica, irreverente y corrosiva, que bulle y rebulle en el interior de una vasija hermética, pura coincidencia de que toda destrucción del Orden solemnizado, oficial y sellado, está inscrita en el inflexible devenir histórico y se produce independientemente de la acción política. El argumento es de peso, puesto que ella escapa al control de nuestra vida social. Si hubo un tiempo en que la teoría sociológica afirmaba ser una ciencia de la sociedad consagrada y pretendía explicar, corrigiéndolas, las etapas de progreso en su marcha hacia la utopía de forma ineluctable (Giner), ahora ya no es lo mismo. Los doctores se quedan mudos a la hora de proponernos un método curativo para los males que padece nuestra sociedad. Basta con describir los inextricables meandros de la realidad anómica. Todo un libro, aunque elegante, sugestivo y lleno de placeres estéticos, es poco libro para quien como yo busca pócimas curativas y qué camino tomar desde la penumbrosa encrucijada.
DE DURKHEIM A LA DISLOCACIÓN SISTEMÁTICA

Émile Durkheim
De Durkheim nos quedó una pasión, por lo social que nadie como él supo incentivar. Aunque puedan rechazarse algunos teoremas concernientes al determinismo colectivo referido a nuestro comportamiento individual –entiendo que la sujeción de ciertos estereotipos marxistas cobraron carta de naturaleza gracias al discurso durkheniano, eminentemente reduccionista y lineal–, el gran sociólogo es preferible al vacuo discurrir de ciertos teóricos contemporáneos. Tenía por lo menos el mérito de construir una doctrina que, con todos sus defectos, intentaba conciliar lo personal y lo social, al enfrentarlo especialmente con respecto al conflicto permanente suscitado por la ley moral, por el asentamiento positivo de una ética. Tengamos en cuenta que la filiación filosófica de Durkheim se emparentaba con el positivismo, entonces a la moda. Si para Spencer la sociedad no tiene otra finalidad que el individuo, la realización de su felicidad, para el francés la sociedad tenía un fin en sí misma, y este fin se dirige a crear indefinidamente ideal. Entonces el ideal, en lugar de un concepto vago de la fantasía, es un producto real de la vida social. Quizá este endiosamiento de lo social, esta metafísica de la estructura, ocasione de algún modo un cierto sentimiento de pavor. En el aspecto moral el mérito de Durkheim fue, a mi juicio, indiscutible. Para hacer inteligible la moral, Kant postulaba Dios; Durkheim postulaba la Sociedad; en tal caso concreto, Dios significa la sociedad «transfigurada y pensada simbólicamente». (Duvignaud: Op. Cit. pág. 173).
Esa divinización de la sociedad, esa sublimación, como fuente de nuestra codificación ética, acaso parezca fastidiosa, pero tiene la ventaja de proponer un principio organicista consistente. ¿Qué nos ofrece, en cambio, el tan admirado Guyau? Una anomia permanente, una ruptura in eternum del orden, necesaria a la ocasión, pero abocada por la magnificación espontaneísta a negar cualquier función social cimentada puesto que no conlleva vinculación sancionante ni obligatoriedad. Lo primordial, y ahora llegamos al cogollo del planteamiento sociológico, reside –es necesario repetirlo– en proponer idear y proyectar formas concretas de cohesión emparejadas a una concepción ordenadora que sólo es posible realizar en el quehacer político. Una moral sin obligación ni sanción nos conduciría directamente a la horda. Naturalmente, si se erigía en sistema fijo o referencia inamovible. Por esta razón no podemos instaurar ninguna organización social inspirada en tales principios morales, o mejor dicho, en el principio de anomia constante, según parece desprenderse, aunque quizá no sea esta la finalidad profunda, del entusiasta panegírico que nos traza Duvignaud.
Durkheim afirmaba que teníamos que tratar los hechos sociales en tanto que cosas, vinculando los fenómenos psicológicos en gran parte, y todos (subrayo yo) los morales al ascendiente sociológico. Este reduccionismo o despersonalización del agregado social, de la sociología, mudada en simple descripción del mundo-objeto, del mundo-cosa, triunfa en todas las aulas y editoriales. Y yo pregunto ahora: ¿es posible ignorar al ciudadano, al «hombre político», fundido con lo social, piedra angular del edificio, convirtiéndolo en esa cosa pasiva e inerte? ¿Tienen miedo a equivocarse para no arrepentirse? Muchos esquemas cuya ciencia abrazaban o aceptábamos miles de seres humanos, centenares de miles, ya no sirven. «El derrumbe de estas ideologías globales que tenían soluciones para todo, sobre todo para la historia, explica la angustia de estos periodistas e intelectuales que buscan ideologías de sustitución» (Octavio Paz, La Vanguardia Magazine del 28-07-91). La gran lección de acontecimientos vertiginosos de estos dos últimos años, sirve para destacar que el hombre político supera siempre todas las contingencias históricas, todos los sistemas, todos los augurios. El hombre político, el que en un sentido estricto nace de la pugna cívica urbana, de la convivencia en el seno de la Ciudad, se caracteriza por el hecho de pertenecer a un mundo no-cosa, no-objetivo. No es, meramente, un agente económico o un agregado social. Quizá el fallo del socialismo, del socialismo tradicional, proceda menos de sus elucubraciones sistemáticas (en el sentido social dado por Giner) que de sus delirios tendentes a doblegar el individuo al peor de todos los imperialismos: al imperialismo de una seudológica (bautizada con el pomposo nombre de dialéctica) historicista y determinista. Triunfa en toda la línea el hombre político y su azarosa aventura. Aunque parezca poco diáfano a veces, triunfa el hombre político porque, aún soterrado aparentemente en el magma social, sobrenada y emerge por encima del acontecimiento. Cargado de tradiciones, creencias, fe religiosa, egoísmos y voluntad de dominio (y de defensa; se domina para mejor defenderse), de supersticiones, amores y odios. Que pelea por mejorar su situación, como hombre primero, y en tanto que ente social, formando agregados, después. O quizá al mismo tiempo. Enzarzarnos en una disputa de escuela sobre si lo primero fue el huevo o la gallina resulta bastante ocioso.
Por eso, aun a trueque de estimarlo contradictorio, la sociología de diagnosis se me antoja muy por debajo de la de progreso. Es esta última la que defendieron briosamente, tras los sesudos análisis críticos de rigor, nuestros antecesores socialistas, que poco tienen en común con el estrepitosamente desbaratado comunismo de hoy. Entretanto se hallan nuevas rutas, no se olvide, coagúlanse formas sociales que, mal nos pese, entrañan «deberes». Lo «desconocido sin límites» de Bretón, que nos recuerda Duvignaud, es bueno buscarlo y de hecho toda exploración y descubrimiento de lo nuevo implica ese desconocido sin límites representado por la porción de utopía que constituye toda ambición de progreso.
Pero cuando el presidente de la Patronal, en las pantallas de TV deja caer como un martillo-pilón que «los salarios son propiedad de los trabajadores; los beneficios son propiedad de los empresarios», la fórmula plantea, amén de las cuestiones filosóficas, económicas, jurídicas y otras, un problema esencialmente político. Cuando Gorbachov inicia la reforma política para enmarcar en ella los nuevos esquemas económicos (opinión que hace suya el eminente sovietólogo K.S. Karol) quiere decirse que el estructuralismo mecanicista consagrado durante decenios por la especulación marxiana le importa un bledo. Convencido de que el factor predominante en esta ocasión –y casi siempre–, es y será político, durante mucho tiempo, y acomete la vasta empresa de regeneración e innovación que se ha impuesto, sabe que solo será posible cambiando el cuadro institucional, es decir, político. Importa poco detenernos ahora sobre el éxito o el fracaso. Repásese la historia, cotéjense revoluciones, cambios, transformaciones, luchas y guerras; siempre constataremos pugnacidad entre las clases sociales que requieren una ventilación política de cariz oportunista. Si esta actividad es la clave de nuestra organización convivencial; si debido a ella hemos inventado fórmulas de orden y obediencia para responder con el imperio del derecho al desmán de la horda, ¿cómo es posible seguir al señor Duvignaud por el camino de su resignado fatalismo porque «se nos escapa el control de la cosa pública a consecuencia de la intensa tecnificación moderna»?
No hay tecnificación, ni multinacionales, ni trilaterales, ni sinergias financieras que valgan eternamente. Ni «Pax Romana» ayer, o «Pax Americana» hogaño. Siempre será el hombre político la «última razón» del problema social.
Publicado en Polémica, n.º 47-49, enero de 1992