Felipe ALÁIZ
Mariano Gavín Suñén, apodado El Cucaracha (Alcubierre, Huesca, 1838 – Lanaja, Huesca, 28 de febrero de 1875) fue el bandolero aragonés más famoso. Actuó en los Monegros durante la segunda mitad del siglo XIX.
Hay héroes populares que lucharon denodadamente por la libertad; que se sublevaron, admirables insurrectos sociales contra la mansedumbre de sus semejantes, encarándose contra la autoridad y contra la rapacidad de Camacho el Rico; que no trataron de ejercer dominio alguno, y fueron ejemplo de dignidad y desinterés.
Generalmente las biografías prefieren personajes de relumbrón. Prescinden del héroe popular y por ello la vida de los héroes populares queda entre leyendas y mentiras. Conviene, pues, reivindicar la memoria de los héroes populares olvidados. Hacia el año 70 del siglo XIX, los Monegros eran las mismas tierras desoladas y esteparias de hoy. Extensión de términos comprendida entre el Ebro y el Cinca, la población vivía esperando siempre el agua del cielo. Sesenta o setenta mil campesinos se limitaban al cultivo de cereales y al pastoreo.
En medio de la miseria general he aquí que aparece por la Sierra de Alcubierre, uno de los pueblos de los Monegros, el valiente guerrillero de manta y trabuco, Mariano Gavín.
Diez años seguidos estuvo andando por aquella zona esteparia de Aragón. Hombre grato a la simpatía popular, figuró en relatos y romances como personificación del valor, la entereza y la picardía. Diez años anduvo por montañas y llanos, vegas y poblados a salto de mata.
Su historia no salió del archivo comarcal. Con «dijendas» y narraciones de viejos campesinos y valiéndome, además, de algún archivo, no muy asequible por cierto, pude reconstruir la vida de Mariano Gavín, a quien llamaban por apodo Cucaracha.
—¿Conoció a Gavín?
—Sí, en Albalate.
—¿Qué hacía allí?
—Estaba herido. Por cierto, que el médico del pueblo, un tal Luis Valdaura, curaba a Cucaracha «de escondidas». Tenía mucho temple Gavín, y era algo socarrón.
—Cucaracha era cazador. Tenía mujer guapa y fantasiosa. Ella se dejó querer por un propietario rico, lo supo el marido y mató al seductor.
—Esa no es verdadera, amigo. Gavín no mató al seductor, porque no hubo seducción. Gavín no mató a nadie antes de echarse al monte, ni después tampoco. Se apartó de la vida, conformado, porque tal fue su voluntad.
Tenía merecida fama de generoso. Daba trigo a los pobres y no acumulaba riqueza más que para apaciguar el hambre de los campesinos. Una copla de aquella parte de Aragón así lo recuerda:
Aunque tenga mala fama
Cucaracha es un gran hombre.
Porque el trigo de lo ricos
lo reparte entre los pobres.
Y este es el relato de un viejo, chaval en la época de Gavín:
En los Monegros, tierra de Cucaracha, hay muchos años de escasez absoluta y pocos de escasez relativa. Hubo muchos malos años seguidos y los labradores tenían que comprar el trigo a media talega.
El viejo recuerda, cómo encontró a «Cucaracha» por el camino, preguntándole:
—¿Qué camino llevas, pequeño?
—Al molino voy.
—¿A comprar trigo?
—Por mandao de mi padre.
—¿Ya llevas los cuartos?
—Escondidos los llevo.
—¿Por qué los escondes?
—Podría salir Cucaracha de cualquier barranco y sacámelos.
—Tu padre te malimpone.
—¡Y pobres que somos!
—Pues dile a tu padre que Cucaracha no les hace nada a los que trabajan. ¿Cuánto trigo has de comprar?
—Media talega.
—Pues toma estas monedas y puedes comprar talega entera.
Rasgos de ese carácter eran frecuentes en la vida de Mariano Gavín. El viejo baturro hace una pausa corta. Pregunto:
—¿Qué gente llevaba en la cuadrilla?
—Ferrochón el de Belver, el Zurdo de Lalueza, un tal Valentín, el Porgaroide de Albalate y Carlos el de Almudévar. A Carlos lo mataron por la espalda en el camino viejo de Zaragoza.
—¿Y no recuerda el caso del desorejao? Tengo oído que era un confidente.
—Ya lo creo que recuerdo aquel caso. Se presentó a Cucaracha uno de esos sujetos echadizos que empleaban los enemigos del guerrillero contra éste. Pero ¿sabes lo que consiguió?
—Quedarse sin orejas.
—Justo.
—¿Cómo fue?
—Estábamos en las trilleras. Era yo criado joven de labor, de un propietario de cinco pares… Gavín y los que iban con él se acostaron al raso, a la luz de las estrellas. Cada cual se acostó donde quiso y como quiso. Cucaracha se hizo la cama junto a un montón de fajos de garba (mies segada) que en el país llaman fajina. No se acostó. Algo turbio había visto en los ojos de un guerrillero. ¿Qué hizo? Pues se escondió detrás de la fajina, dejando la manta tendida sobre un hato de ropa, como si él estuviera debajo. Cuando calculó el hombre echadizo que dormían todos los guerrilleros, se levantó con tiento, llegó hasta la cama de Cucaracha y disparó un trabucazo… Pero el «muerto» salió por detrás de la fajina. Ya estaban frente a frente. En dos cuchilladas le cortó Gavín las dos orejas al echadizo, que escapó como lo que era.
—Como una liebre…
—¿Sería un andarín Cucaracha?
—¡Que si andaba! Doblaba las horas tres veces. Cuando tenía que pasar el Cinca, siempre a deshora, mandaba llamar al barquero del marqués de Ayerbe.
—¿Ayerbe?
—Sí… Tenía el marqués una barca de sirga, y aún cobraba derecho de paso como hace cuatro siglos los antepasados. El barquero era un tal Salas, y se levantaba a la hora que fuera, sin pereza… Los pobres querían a Cucaracha como a un buen hermano.
—¿Y los cucaracheros?
—Eran los que sabían nadar y guardar la ropa sin exponer la piel, los que guardaban dobletas para emprender negocio cuando Cucaracha les daba alguna miseria a guardar… No mató a nadie.
—¿Y cómo murió?
—De una vez.
—¿Cómo «de una vez»?
—Lo envenenaron. Ninguna tropa del Gobierno se atrevía con él, ningún civil se le acercaba, los chupatintas temblaban. Si se quería ver correr a un escribano, sólo había que decir: «¡Que viene Cucaracha!». Tenía tan buena puntería, cazador de afición, que a cuarenta varas rompía un alambre de un balazo.
—¿Y dice que murió envenenado?
—Fue un mozo a buscar vino a Alcubierre. El vino era para Cucaracha, y el mozo cometió la imprudencia de decirlo. Inmediatamente se prestó un boticario a «arreglar» el vino con narcótico en ausencia del mozo. Bebió Cucaracha y cayó dormido como un tronco, igual que la gente que iba con él, en el corral de una «paridera» (majada). Llegaron los civiles, al mando de un sargento que se llamaba Salanova, y dispararon contra los que dormían, a una distancia de seis o siete metros. Los acribillaron a balazos…
El cadáver de Gavín, con los de los otros cuatro que le acompañaban, fue expuesto en la plaza de Lanaja —dice el viejo—. Cuatro días e tuvieron allí, con las armas que llevaban: cinco trabucos, una tercerola, un sable, cinco puñales, un zurrón de pastor lleno de cartuchos y un saco de pólvora y municiones.
Y el viejo entorna los ojos, como si quisiera atalayar el tiempo. En los Monegros, tierra frecuentada por Cucaracha, hay grandes macizos montañosos que Gavín conocía a palmos, lo que le permitió burlar toda vigilancia en un período de diez años. Contaba, además, con la ayuda del estado llano: pastores, labradores, barqueros y cazadores.
Fue un proscrito en todo. No acabó su vida en la cárcel, como tantos guerrilleros convertidos la acababan cubiertos de papel sellado, indultos y hasta oraciones. No se hubiera dejado cazar vivo. Era áspero y socarrón, cuando otros eran desleídos y sentimentales. Caso raro: en la vida de Cucaracha no hay lances amatorios ni novelería por entrega. Hubiera sido hoy un guerrillero admirable de la Revolución social.
Publicado en Polémica, n.º 43, octubre 1990