Ángel J. CAPPELLETTI
El sociologismo es la modalidad del relativismo moral que más adeptos ha encontrado entre filósofos y científicos sociales en el siglo XX. En realidad, se inicia en el siglo XIX y puede decirse que el fundador de la sociología es también el fundador del sociologismo. Augusto Comte proporciona, por lo menos, los fundamentos para una interpretación de la moral que no hace depender el valor y la norma de una realidad divina y trascendente, de una Idea subsistente o de una ley universal de la conciencia ni tampoco de una apreciación del sujeto individual, movido por el placer o por el interés, sino de un juicio del sujeto colectivo. Entre los positivistas posteriores a Comte, John Stuart Mill escribió:
«La única prueba capaz de demostrar que un objeto es visible, es que la gente actualmente lo vea. La única prueba de que un sonido sea audible es que la gente lo oiga: y así con los otros aspectos de nuestra experiencia. De igual modo, entiendo que la única evidencia que hace que algo sea deseable es que la gente actualmente lo desee» (Utilitarianism, ch. 4).
De tal manera el bien, esto es, lo deseable, se identifica, para el filósofo inglés, con lo que la gente (es decir, la sociedad), de hecho desea. Pero son los positivistas franceses, continuadores directos de la sociología de Comte, los que desarrollan asimismo más directamente el sociologismo axiológico y moral. En efecto, Emile Durkheim, Lucien Lévy-Bruhl, Celestin Bouglé y otros sociólogos franceses defendieron desde las últimas décadas del siglo pasado la reducción de los juicios de valor a juicios de realidad, oponiéndose diametralmente a los neokantianos de la escuela de Baden. Mientras Windelband y Rickert se esfuerzan por distinguir las ciencias nomotéticas de las idiográficas y las naturales de las culturales, basados en la ausencia del valor en las primeras y en la presencia del mismo en segundas, Durkheim se
esfuerza por demostrar la naturaleza fáctica del valor y de la norma moral. Para él, la tarea del moralista no es diferente de la del biólogo, y así como éste observa el funcionamiento y la estructura de los seres vivos sin pretender construirlos o reconstruirlos según un plan ideal, así al moralista no le corresponde otra tarea más que la de observar el funcionamiento y la estructura de los valores en una determinada sociedad. Niega, contradiciendo a los neokantianos, que haya un modo de juzgar los hechos y otro diferente de juzgar los valores. Todo dualismo entre ciencia natural y ciencia cultural le parece, de acuerdo con la enseñanza de Comte, inadmisible. El valor es, en definitiva, para Durkheim, un hecho, y la moral una parte de la sociedad (Cfr. Sociologie et Philosophie, París, 1924). La moral es la ciencia de las costumbres y un capítulo de la sociología o ciencia de la sociedad. Para comprender el sentido del sociologismo ético y axiológico de Durkheim es preciso tener en cuenta su concepción de la sociedad. Para él, ésta constituye una realidad esencialmente diferente de los individuos que la integran y trascendente a todos y cada uno de ellos. No puede explicarse como mera suma o agregado de los mismos y es, en cierto sentido, subsistente. Constituye lo permanente frente a la variabilidad de los individuos. Y en ella debe buscarse la causa de las normas y de los valores que sus integrantes aceptan como incondicionalmente válidos. Tales normas y valores, que relacionan a los hombres entre sí, se presentan muchas veces a éstos como originadas en la voluntad divina. Y lo cierto es que la sociedad, concebida al modo de Durkheim, hace las veces de la divinidad, aun cuando él justifique la vigencia de las normas y los valores como representaciones originadas en el ámbito de cada sociedad en respuesta a determinadas situaciones. Lo cierto es que las normas morales dependen enteramente de la sanción de la sociedad, lo mismo que la vigencia de las normas jurídicas, de las instituciones, etc. La obligación moral tampoco tiene, obviamente, ningún otro fundamento. Lo justo y lo injusto, lo bueno y lo malo no consisten en algo que se encuentra en la acción o en la conducta misma, en la intención del sujeto o en una cualidad del objeto sino sólo en la aprobación de la sociedad, considerada hipostáticamente como ente supraindividual. La educación no será, pues, sino el continuo esfuerzo de la sociedad por hacer que los individuos que a ella ingresan acepten las normas morales establecidas y acomoden a ellas su conducta (Cfr. E. Durkheim, Education et sociologie, París, 1922; L’education morale, París, 1925). Conforme a esto, las normas y los valores morales carecen de fundamento intrínseco y pueden considerarse convencionales (al igual que las normas jurídicas, los usos, las costumbres, la moda), siempre que se entienda que quien establece la convención es la sociedad como realidad supraindividual. Una acción, una conducta, una actitud práctica ante la vida carecen en sí mismas de toda significación moral, la cual es establecida siempre por la sociedad de acuerdo con las exigencias de su propia vida. Esto quiere decir que lo que es bueno en esta sociedad, puede ser malo en otra sociedad distinta, y viceversa. Quiere decir que lo que es bueno ahora puede no serlo en el futuro, ya que la sociedad, al responder a nuevas exigencias vitales, puede cambiar sus normas. Quiere decir, en fin, que no existe algo que sea universalmente bueno, algo bueno por igual en todas las sociedades. Y quiere decir, por consiguiente, que es imposible comparar las normas morales de las diferentes sociedades y establecer entre ellas una escala de excelencia y de perfección. La asimilación de las normas morales a las leyes y ordenanzas del Estado hace posible inclusive una interpretación que justifica el sociologismo moral por analogía con la democracia. Así como en un régimen democrático es legalmente justo lo que decide la mayoría, y el individuo está obligado a acatarlo aunque lo considere inconveniente o aun injusto, así en la sociedad en general es moralmente
bueno lo que ésta, como realidad supraindividual que abarca y trasciende toda voluntad personal, establece. Así como para el democratismo puro el pueblo nunca se equivoca y siempre tiene razón, para el sociologismo la sociedad tampoco yerra jamás, puesto que es la medida de la verdad y del valor. La doctrina de Durkheim y de su escuela sociológica encontró apoyo en los trabajos de una serie de antropólogos norteamericanos de la llamada escuela culturalista. Esta escuela «postula el principio de que toda modificación de la estructura del comportamiento estará en función de las posibilidades y de los límites impuestos al mismo por el sistema cultural de cada sociedad». El culturalismo representa, de este modo, «una teoría que despersonaliza el fenómeno social y que lo explica con independencia de sus actores específicos» (C. Esteva Fabregat, Diccionario de Ciencias Sociales, Madrid, 1975, 1, p. 616). Entre los principales representantes de la antropología cultural, además del inglés B. Malinowski, están los norteamericanos A.L. Kroeber, R. Benedict y Margaret Mead. Esta última, sobre todo, ha subrayado la idea de la equivalencia de los códigos morales de las diferentes sociedades y la imposibilidad de compararlos entre sí y de considerar a unos como más perfectos que otros, desde el momento en que esto supondría una sociedad perfecta que sirviera de canon y medida. Más aún, para Margaret Mead, una norma moral sólo tiene sentido dentro de determinada cultura y de determinada estructura social. Su heterogeneidad hace que cualquier intento de compararla con otra norma moral resulte tan descabellado como comparar dos cualidades percibidas por diferentes sentidos.
El sociologismo, sobre todo en su variante culturalista, tiene el mérito de constituirse en eficaz instrumento para combatir el grave error del etnocentrismo, que los filósofos griegos identificaron y pretendieron, a veces, refutar. En una época en la cual las normas y los valores del Occidente capitalista y burgués han querido imponerse a la humanidad como sinónimos de normas y valores universales, no puede dudarse de que el relativismo que suponen las conclusiones de Ruth Benedict o de Margaret Mead tienen un efecto saludable tanto en lo político como en lo epistemológico. El sociologismo y la antropología cultural representan una lección de modestia para los engolados ideólogos de la civilización «occidental y cristiana» (menos «occidental» y, sobre todo, menos «cristiana» de lo que se supone).
Y sin embargo, su relativismo moral implica dificultades difícilmente superables y acarrea consecuencias tan graves por lo menos como las que combate. Por una parte, no escapa a las generales de la ley, que afectan a toda clase de relativismo. Si toda norma y, por tanto, todo juicio moral, depende de una sociedad o de una cultura determinada, habrá que aceptar que el juicio por el cual se relativiza la norma moral, es también relativo, y no tiene sentido sino dentro de una sociedad determinada. Pero esa determinada sociedad es la occidental, con lo cual sociologismo y culturalismo aparecerían como típicas manifestaciones de dicha sociedad y pretender darles «status» de verdad científica y objetiva sería contradictorio. Al relativizar el relativismo y sociologizar el sociologismo se abre, al parecer, una nueva perspectiva, que podría conducir a un nuevo objetivismo, que no debe ser evidentemente el de Scheler o el de Hartmann, demasiado impregnados de la «Cultura germánica, demasiado contaminados de un etnocentrismo que no logra siquiera conciencia crítica de sí mismo. Pero hay algo más grave que el etnocentrismo (cuyas secuelas son racismo, nacionalismo, etc.). Es el conformismo, el cual aparece como lógica consecuencia del sociologismo moral y axiológico. Si una acción o una conducta es buena porque así lo decide la sociedad, ningún miembro de la misma tendrá el derecho de intentar una elevación de las normas y de los ideales morales. Nadie podrá tratar de corregir los juicios demasiados estrechos o simplemente errados de la sociedad en materia moral. Todos los sistemas de normas y de valores éticos serán equivalentes. Y cuando dos o más sociedades coexistan con normas y valores contrarios nadie podrá decidir que una de ellas es superior o inferior moralmente a la otra. Nadie podrá afirmar que al decidir una sociedad que la esclavitud es injusta adopta una norma más elevada que otra sociedad, la cual establece que es justa e imprescindible. Nadie tendrá el derecho de decir que la vigencia de la Inquisición en la España del siglo XVII es menos buena que la libertad religiosa imperante en las Provincias Unidas. Nadie será capaz de sostener con razón que el código moral de los nazis, cuya consecuencia final es el genocidio, es menos respetable y digno que el de los socialdemócratas escandinavos, basado en la tolerancia y la solidaridad social. Cualesquiera sean las repudiables consecuencias del etnocentrismo (y no cabe duda de que son muchas y muy graves), el conformismo que se infiere de una teoría sociologüística (o culturalista) de la moral resulta menos aceptable todavía, en cuanto niega la posibilidad de todo cambio y de todo progreso ético. «¿En qué valor puede apoyarse un reformador moral o social si lo bueno significa lo aceptado y él justamente denuncia la falsedad de los valores predominantes? La prédica de Jesús pierde sentido lo mismo que la de todos los grandes reformadores que han impulsado la historia de la humanidad. Se advierte en estos casos que el valor depende de otros factores. De lo contrario no podría haber modo de mejorar la tabla de valores aceptada. El sociologismo parece una incitación al mantenimiento del status quo, al conformismo, a la moralidad del rebaño mayoritario» (Risieri Frondizi, Introducción a los problemas fundamentales del hombre, México, 1977, pp. 496-497).
Publicado en Polémica, n.º 40, enero 1990