Antonio TÉLLEZ
La explotación, o esclavitud, del niño en el mundo del trabajo aparece esporádicamente a la luz pública, casi siempre coincidiendo con actos internacionales que, aparentemente, pretenden aportar soluciones al problema.
Según estimaciones oficiales, muy diferentes pero todas por debajo de la realidad, entre 55 y 150 millones de niños menores de 14 años forman parte de la población activa mundial, y, naturalmente, son los más explotados, pues para ellos no existe legislación laboral. Esto significa, ni más ni menos, que en cada país de nuestro planeta la esclavitud infantil está muy bien organizada por los explotadores, pues nadie más podría hacerlo.
El Fondo Internacional de las Naciones Unidas para la Ayuda de la Infancia (UNICEF) ha propuesto en el mes de abril pasado que este año se convoque una cumbre de jefes de Estado con la finalidad de adoptar una convención internacional sobre los derechos del niño.
Iniciativas de esta índole, bajo su apariencia de preocupación humanitaria, resultan bastante sorprendentes si se considera –¡y, cómo no!– que los invitados a reunirse en conferencia mundial son los mismos que en el ámbito nacional hacen la vista gorda al problema. Así, pues, abordar el tema de la explotación y miseria de la infancia a escala planetaria resulta tan enternecedor como inútil, y se convierte en una perfecta estafa. En este terreno –como en otros muchos– se nos engatusa descaradamente, se nos sirve gato por liebre.
La explotación del niño es un problema específicamente laboral, en el cual deberían intervenir activamente todas las organizaciones sindicales, y sin nuestra pasividad y excesiva tolerancia en aceptar la machaconería desvergonzada y diaria de los que pretenden hacernos creer que los empresarios son creadores de puestos de trabajo –como señalaba recientemente Ignacio de Llorens–, que productor es sinónimo de dueño de la herramienta de trabajo, que el obrero es un participante muy secundario en la economía, que incluso es un elemento nocivo en la producción de bienes, pues su salario encarece el producto, muchas de las plagas que sufre la humanidad podrían encontrar remedios adecuados.
En la sociedad capitalista en que vivimos –¿para qué engañarnos?– sería normal que se dijera que la empresa es exclusivamente un instrumento para ganar dinero; sí, ganar dinero, a costa de la máxima explotación del verdadero productor, niño o adulto, obligado, cada vez más, a mendigar un puesto que le procure cierto salario de supervivencia.
El prestigio de una empresa se valora exclusivamente en sus ganancias, jamás interviene la noción de beneficio entregado a los trabajadores, del grado de bienestar que haya logrado crear en su zona de implantación. La empresa sólo es generadora de riqueza para unos cuantos. Las empresas que navegan viento en popa incluso desean ser objeto de lástima, cosa que permiten perfectamente las estadísticas –que son buenas para todo–, pues, por ejemplo, cuando una industria que un año gana cien, y al año siguiente 95, resulta que ha perdido cinco, con lo cual podrá apretar el tornillo para que en el próximo balance la cifra pueda ser de 300.
Por consiguiente, sin necesidad de estrujarse las meninges; puede comprenderse que la solución de los problemas del niño, fuente de provecho, no reside en principio en firmar convenciones internacionales, que equivale a comenzar una casa por el tejado, sino en una severa presión de los trabajadores en la empresa, tanto si es pequeña como mediana o grande. Hay que introducir definitivamente en el mundo del trabajo una noción de ética humanitaria, de la cual está totalmente desprovisto, y una vez conseguidos resultados satisfactorios localmente, podrán discutirse los problemas remanentes en el ámbito regional, nacional o universal, con miras a ir perfeccionando cada vez más algo ya existente.
Un informe muy optimista de la Oficina Internacional del Trabajo (OIT) consideraba que entre 1975 y 2000 el volumen de los niños trabajadores disminuiría en un 25 por ciento. Sin embargo, en una estadística que tenemos a mano, la misma OIT señalaba que en 1976 unos 56 millones de niños trabajaban en el mundo, y que, cinco años después, en 1981, la cifra había aumentado a 75 millones de niños trabajadores de edades comprendidas entre 8 a 15 años.
¿Entonces?
El trabajo, en sus condiciones actuales, riqueza que no se capitaliza, que no acumula intereses, es en realidad, una fuente de pobreza y de esclavitud para millones de seres humanos, sin distinciones de edades ni de sexos.
Al hablar de la explotación del niño, es muy fácil referirse a países como Bolivia, México, Colombia, Chile, Brasil, República Dominicana, India, Tailandia, Turquía, los países del Magreb, Sudáfrica, e incluso Italia, donde el niño es frecuentemente utilizado como moneda de pago a cambio de una deuda contraída por la familia, muchas veces para no tener que alimentar una boca más.
Se puede hablar también, sin hacer nada, de la prostitución infantil, que progresa con más rapidez que el bienestar de las clases trabajadoras. El organismo francés SOS Enfant calculaba no hace mucho, que solamente en París 5.000 niños y 3.000 niñas menores de 18 años practicaban la prostitución, sin que ello significara que vivan de ella, pues en este terreno específico también existen empresarios. En un informe divulgado por otro organismo humanitario galo, Terre des Hommes, se precisaba que en Sri Lanka niños de corta edad son lo que proponen a los pedófilos europeos guías ilustradas publicadas por ciertas oficinas de turismo especializadas. La prostitución infantil también está en auge en Alemania, Holanda, Gran Bretaña, en Japón y en Estado Unidos.
En India y Pakistán existen entre 300.000 y 500.000 niños eunucos. Se trata de niños secuestrados o seducidos por jefes de sectas de eunucos que garantizan así la renovación de sus miembros. Estos niños, castrados en condiciones precarias, ya no regresan a sus hogares y son prostituidos.
Todas estas cifras son más que elocuentes, pero no creemos que el récord de la India con unos 17 millones de niños trabajadores de edades comprendidas entre los 5 y los 14 años, o el caso de Colombia, con sus 3 millones de niños trabajando en su mayoría en las minas de carbón, nos permita olvidar realidades más próximas.
Los sindicatos italianos calculan que en su país 500.000 niños trabajan entre 6 y 8 horas diarias con salarios de miseria, casi siempre en condiciones precarias, que alteran su salud moral y física, a la vez que están privados de escuela y de formación profesional adecuada. Sólo en Nápoles existe un ejército de 100.000 peones, cuyas edades oscilan entre 8 y 15 años, y que trabajan entre 4 y 10 horas diarias. En Italia la escuela es teóricamente obligatoria hasta los 14 años. ¿De qué puede servir una convención internacional del niño?
Y se puede ser legítimamente escéptico sobre los remedios internacionales, incluso de la justicia, cuando hemos podido leer en la prensa –sin que nadie lo haya desmentido– que en el Tribunal del Trabajo de Nápoles, jueces y abogados se hacen servir el café por niños de siete u ocho años.
Y, todavía más cerca de nosotros, en España, hay unos 300.000 niños que trabajan ilegalmente, según el libro de Cáritas española, El niño en la sociedad española, que fue presentado en conferencia de prensa para denunciar el saldo negativo de lo que quiso ser el AÑO INTERNACIONAL DEL NIÑO.
La Organización de las Naciones Unidas (ONU) proclamó 1979 «Año de la Infancia». Las intenciones son o parecen buenas; los resultados son o parecen nulos.
Según los responsables de Cáritas española y los autores del volumen, que correspondía al número 37 de la revista Documentación Social, el año internacional del niño «fue una manifestación más para engrosar los bolsillos de muchas empresas con la creación de organismos, comités y cargos remunerados que no condujeron a nada». Dicho con otras palabras, la DEFENSA DEL NIÑO se convierte a través del mundo en una descomunal estafa, fuente de grandes beneficios. Según un estudio del sindicato Unión General de Trabajadores (UGT), realizado conjuntamente con la «Trade Unions» británica, unos 250.000 niños españoles menores de 14 años trabajan en los sectores de la Alimentación, Hostelería y Comercio, y un porcentaje muy importante en la Agricultura y en la Pesca, especialmente en Galicia, sin haber cursado estudios primarios. En España, el Estatuto del Trabajador no permite trabajar a los menores de 16 años.
¿Entonces?
Nada más utópico que pensar que la promulgación de una legislación internacional puede surtir efectos saludables. Lo urgente e indispensable es modificar las estructuras socioeconómicas de producción y distribución, pues, como ya señalaba la OIT, «es poco probable que la simple supresión del trabajo mejorará la situación de los niños, a menos de encontrar para ellos y sus familias otros recursos que les permitan alcanzar la plenitud».
Es a los Sindicatos, a los periodistas, a los medios de comunicación, a quienes compete, mediante una denuncia permanente, sensibilizar a la opinión para poder llegar a una nueva reestructuración del trabajo y de la empresa y acabar con situaciones indignas de lo que se llaman países civilizados.
Hay otros aspectos en la miseria del niño que aquí no hemos abordado, como, por ejemplo, la mendicidad de la infancia explotada por los adultos. La mortalidad infantil registra cifras que pueden prescindir de calificativos: más de 15 millones de niños menores de cinco años mueren anualmente en el Tercer Mundo. Otros 15 millones de niños de edades comprendidas entre cinco y 15 años mueren de hambre, de malnutrición, e incluso como combatientes, pues en bastantes países menores de 15 años empuñan el fusil en luchas de «liberación» o en conflictos entre naciones o etnias.
Según la UNICEF, la mortalidad infantil en países como Alto Volta, Afganistán, Sierra Leona, Kampuchea, es de 200 por mil, es decir, 20 veces superior a la mortalidad infantil que se registra en los países desarrollados.
Publicado en Polémica, n.º 38, junio 1989