Rosalía de Castro: la loca de la esperanza

Antonina RODRIGO

Rosalía de Castro había nacido el 24 de febrero de 1837, en Santiago de Compostela, el año que Larra acaba con su vida de un pistoletazo. En su entierro se revela un muchacho que lee unos versos ante la tumba de «el pobrecito hablador»; este joven se llama José Zorrilla. Un año antes que Rosalía, había nacido en Sevilla Gustavo Adolfo Becquer. Con Rosalía y Bécquer se cancela el romanticismo español, del que ello dos, serán su figuras más representativas.

Rosalía

Rosalía

La llegada al mundo de Rosalía no fue acogida con la alborozada ternura de la mujer transformada en madre por primera vez. Hija de soltera, su gestación, como el parto, fueron clandestinos, algo furtivo que hubo que esconder para evitar la vergü̈enza pública y el deshonor familiar del mayorazgo de los Castro.

Pocas horas después de nacer, ante de que apuntaran las primeras claridades, María Francisca Martínez, la fiel sirvienta que ayudó al alumbramiento, sale cautelosa de la casa con el pequeño bulto de la recién nacida y se dirige a la capilla del Hospital Real, hoy Hostal de los Reye Católicos. Una lluvia fina y mansa acompaña a María Francisca, por las calles, hasta la plaza del Obradoiro. La mujer le da los nombres de «María, Rosa, Rita hija de padres incógnitos, cuya niña llevó la madrina, y va sin número por no haber pasado a la inclusa…», así consta en la partida de nacimiento.

Para evitar sospechas, la niña no vuelve al lado de la madre. María Francisca se la lleva consigo, hasta que se hace cargo de la pequeña su tía Teresa Martínez Viojo, hermana del padre en Castro de Ortoño, en el Valle de la Amahía. Pasarán unos años antes de que la madre, María Teresa de la Cruz de Castro y Abadía, reconozca a su hija y le dé su apellido. La futura poeta será desde entonces Rosalía de Castro; en los documentos oficiales, en lugar del segundo apellido aparece la hiriente frase «hija natural» o «hija ilegítima». Su infancia transcurre en las tierras de Padrón, hasta que madre e hija se trasladan a Santiago. En 1850, encontramos ya huellas de su estancia allí. Después de la escuela primaria manifiesta una precoz facilidad para versificar. También le gusta declamar, costumbre muy popular en la época, en fiestas y tertulias. Esta afición está a un paso del teatro y, en aquel tiempo, era el teatro mismo. Rosalía interviene en las obras que montan en el Liceo de la Juventud. En 1854, interpreta el papel principal del drama Rosamunda, de Gil de Zárate. El Liceo de la Juventud, era una sociedad cultural que desarrollaba toda clase de actividades artísticas: concierto, exposiciones, representaciones. Allí conoció Rosalía a los poetas Aurelio Aguirre y Eduardo Pondal. El 8 de septiembre de 1853, asistió Rosalía con Eduarda, hermana de Pondal, a las fiestas de Nuestra Señora de la Barca, en Muxía (La Coruña), donde una virulenta epidemia de tifus contagió a las dos jóvenes. Eduarda murió y Rosalía, a pesar de su precaria salud, pudo salvarse. La estancia en Muxía, le inspiró la ambientación de su novela La hija del mar.

El año de 1853 iba a ser para los 16 años de Rosalía el tiempo inolvidable de su toma de conciencia, para una participación y compromiso futuro. Las malas cosechas y la desesperación de los famélicos campesinos, «hizo bajar a nuestras ciudades, como verdaderas horda de salvajes, hombre que jamás habían pisado las calles de una población». Aquella situación social impresionó tanto a las gentes que ha quedado en el acervo popular como dolorosa leyenda. Y todavía la joven poeta vive otra experiencia que sacude su sensibilidad: la celebración del llamado «banquete de Conjo», organizado por un grupo de poetas, para rememorar la represión conocida por los «mártires de Carral», ocurrida diez años antes. Estudiantes y obreros confraternizaron y, por primera vez, se habló de una Galicia oprimida como nación.

Una joven hermosa y fea

En la primavera de 1856, Rosalía de Castro se traslada a Madrid. Vive en casa de su tía, Carmen Lugín de Castro, madre del escritor Pérez Lugín. Rosalía tiene 19 años, es una joven delicada de salud, consecuencia de su latente tuberculosis. Físicamente era alta, delgada, de tez morena, de negros y profundos ojos, pómulos salientes, boca grande y labios carnosos. No era una belleza al gusto de la época; el criterio de sus contemporáneos es que era una mujer poco agraciada: «una joven hermosa y fea al mismo tiempo», dice Unamuno. Pero, como veremos después, Rosalía con su suave sonrisa, como arma de encuentro, su dulzura e inteligencia debía ser una mujer de gran seducción.

Existe disparidad de opiniones a la hora de enjuiciar el motivo que llevó a Madrid a la poeta. Se cree que iba a gestionar la revocación de intereses familiares, pero hay quienes piensan que fue para estudiar música y otros suponen que quería dedicarse al teatro. A lo largo de su vida hay huellas de lo profunda que fue para Rosalía esta afición.

A través de los años se ha fomentado la imagen de una Rosalía introvertida desde su primera juventud, indefensa ya frente a la melancolía, la tristeza y el «dolor de vivir», que le hacía esquivar toda relación social. Pero, lo cierto es que, a su llegada a Madrid, se relaciona de inmediato con un grupo de escritores y poetas: Eduardo Chao, Ventura Ruiz de Aguilera, Rodríguez Correa, Eulogio Florentino Sanz, este en pleno éxito como autor dramático… El interés literario y la indudable atracción que debía irradiar Rosalía, en su nuevos amigos, hacen posible que antes de un año le editen entusiasmados sus poesías bajo el título de La Flor cuya aparición fue comentada con ditirámbicos elogios por el periodista Manuel Murgía, que escribía en La Iberia. Era Murgía un hombre diminuto y feo, de espíritu apocado. Hijo de un farmacéutico compostelano, siguió esa carrera que abandonó después por la literatura y el periodismo en Madrid. La dedicación literaria la alternó con su labor de archivero, en la que llegaría a dirigir el Archivo de Simancas y el Archivo General de Galicia. Parece ser que, a raíz de la aparición de la elogiosa crítica al libro La Flor de la poeta gallega, se comprometían, casándose el 10 de octubre de 1858, en la madrileña iglesia de San Ildefonso.

Es el propio marido de Rosalía de Castro el primero en perpetuar una estampa lúgubre de su mujer. Este hombre, al parecer, estimuló sus dotes literarias, e hizo posible y rescató parte de la obra de Rosalía, dejando de ella una semblanza tan dramática, en la que no reconocía ni las juveniles alegrías e ilusiones de su más temprana juventud: «Desde los primeros pasos –escribe Murgía– se habrá dicho a sí misma que ni buscaba la gloria ni la amaba en manera alguna… Tuvieron que arrancárselos de entre sus débiles dedos indiferentes, y gracias a esa misma indiferencia se publicaron sus primeras poesías». Son razonamientos del más melancólico y trasnochado romanticismo. Rosalía, al relacionarse con sus compañeros y darles a conocer sus poesías, asumía un compromiso y demostraba que no era indiferente, sino una mujer con perspectivas, proyectos, naturales ambiciones y capacidad de entusiasmo. Rosalía no fue una flor marchita en la primavera de su vida. Ella escribió:

Aquellos días hermosos y brillantes

en que las ansias mías eran quejas amantes,

eran dorados sueños y santas alegrías.

La mujer, escondida, como la violeta

«Lejos de su casa y de los cuidados maternos –escribe Murgía–, sufriendo como pocos las influencias del cielo madrileño, los íntimos dolores que la afligían –y que sólo podía hacer tolerables un rayo blanco de juventud–, las incertidumbres que llenaban su alma sin horizontes ni esperanzas, las tristezas de la ausencia rindiéndola a su peso, la hirieron tan sin piedad, que hubo momentos en que pudo esperar confiada que las horas de su dolor serían breves y que pronto las puertas de la eternidad se le abrirían de par en par».

Murgía parece recrearse pintando con los tintes más desoladores la angustia de Rosalía y de su situación familiar. El hombre es una pura contradicción. Habla del presagio de la muerte que en todo momento rodeó a Rosalía, de la fragilidad de su salud y sin embargo no siente remordimientos por hacerla soportar cinco partos, uno de ellos doble. Cree que la mujer debe estar confinada en el hogar, pero fomenta en Rosalía su vena literaria. «Por más que la comparación sea vulgar –escribe Murgía–, siempre se dirá de la mujer que, como la violeta, tanto más escondida vive, tanto es mejor el perfume que exhala. La mujer debe ser sin hechos y sin biografía, pues siempre hay en ella algo que no debe tocarse. Limitada su acción el círculo de la vida doméstica, todo lo santifica desde que entra en su hogar, y su felicidad debe consistir en llenarla sin vanagloria ni remordimiento. Trasládase toda entera a sus hijos, vive en su corazón, sin que sus penas sean otras que las que lo hieren o con ellos se relacionan». A estos criterios de Murgía, que eran los que regían en la época y han continuado vigentes hasta nuestros días, Rosalía parece responder explícitamente en estos versos:

Del derecho y del revés,

matrimonio, un dogal es…

Rosalía de Castro vivió desde dentro, intensamente, el problema de la mujer. Gran parte de su obra está dedicada a la proyección de la mujer, sobre todo a la campesina de su tierra gallega, víctima de una sociedad a la que no cuestiona por falta de armas culturales para romper las normas establecidas. La poeta fue la primera en denunciar la doble explotación a que estaban sometidas como trabajadoras y amas de casa. Esas «viudas de vivos y muertos», dirá en uno de su más vibrantes poemas, capaces de soportar estoicas largas ausencias, cuando el hombre emigra. La poeta gallega conoció la soledad y la emigración «en el desierto de Castilla»:

Tornó la golondrina al viejo nido 

y al ver los muro y el hogar desierto, 

preguntole a la brisa: ¿Es que se han muerto? 

y ella en silencio respondió: iSe han ido 

como el barco perdido 

que para siempre ha abandonado el puerto!

Hasta 1871, en que Manuel Murgía es nombrado jefe del Archivo General de Galicia, no regresa Rosalía definitivamente a su tierra. Al año de su matrimonio, en 1859, la poeta volvió a Santiago, para dar a luz a su hija Alejandra, a la que siguieron Aura, los gemelos Gala y Ovidio, Amara, Adriano y Valentina. En el transcurso de estos años los cambios de domicilio y los viajes son constantes y también las separaciones, por las actividades profesionales del marido. Desde Madrid, La Coruña, Santiago, Lugo, son desplazamientos gallegos de Rosalía, para recuperar vida. Viaja también por Extremadura, Andalucía, La Mancha y Levante. Residiendo en Simancas, tiene lugar el encuentro de Rosalía con una cuadrilla de segadores gallegos. La poeta se dirige a los labradores en su lengua vernácula y se interesa por sus vidas, el trabajo y el salario que perciben: «diez y seis cuartos diarios y la comida». La comida: «un plato de sopa» a mediodía y otro a la noche y un trozo de pan duro, como desayuno. La explotación a la que son sometidos sus paisanos la llena de indignación y estas vivencias serán la génesis del contestatario poema:

Castellanos de Castilla,

tratad bien a los gallegos:

cuando van, van como rosas;

cuando vien, vien como negros!

Cantares gallegos

En Cantares Gallegos (Vigo, 1863), su primer libro de poesía gallega, Rosalía recrea el paisaje, el dolor, la alegría, la tragedia de la emigración, las costumbres, el folclore, la saudade… Este libro constituye la epopeya popular de las gentes de su tierra. La reivindicación del pueblo galaico y de su lengua «que avenlaxa –escribe en el prólogo– as demais línguas de doçura e armonía». Cantares gallegos, es la voz de su pueblo, en un lenguaje de conmovedora sencillez, en medio de las ampulosidades de la época. «Cuando todos declamaban, ella se atrevió sencillamente a hablar», afirmó, certero, Díez Canedo. Las gentes gallegas reconocieron la identificación de Rosalía de Castro con sus problemas de la forma más genuina, olvidando la autoría de sus versos, reconociendo en sus cantares la voz anónima, nacida de los arcanos del sentir de todo un pueblo.

Rosalía de Castro le dedicó el libro a Fernán Caballero por gratitud: «Señora: por ser mujer y autora de unas novelas hacia las cuales siento la más profunda simpatía, dedico a usted este pequeño libro. Sirva él para demostrar a la autora de La Gaviota y de Clemencia el grande aprecio que le profeso, entre otras cosas, por haberse apartado algún tanto, en las cortas páginas en que se ocupó de Galicia, de las vulgares preocupaciones con que se pretende manchar mi país».

Su segundo gran libro de poesía gallega lo publica Rosalía en La Habana, en 1880, bajo el título de Follas Novas. Los temas predominantes son el costumbrista, el social y el metafísico. El tiempo le ha dejado erosiones físicas y el dolor de su cuerpo y la tristeza de su alma han invadido su numen. Ella lo explica en el prólogo: «Fueron escritos en el destierro de Castilla, pensados y sentidos en las soledades de Castilla y de mi corazón; hijos infelices de las horas de enfermedad y de ausencias, reflejan, quizá con demasiada sinceridad, el estado de mi espíritu, unas veces; otras, mi natural disposición (que no en balde soy mujer) a sentir como propias las penas ajenas…». En Follas Novas ha desaparecido «da frescura propia de vida que comenza»:

Aquellas risas sin fin,

aquel brincar sin dolor,

aquella loca alegría,

¿por qué acabó?

En este libro encontramos a la Rosalía cantora dolorida del propio sufrir y el de su pueblo. En Fullas Novas existían muchos puntos para sostener la tesis de que la tristeza y la melancolía eran la sustancia anímica de Rosalía. Pero es curioso que no se tenga en cuanta el testimonio que su hija Gala dio a Victoriano García Martí para el prólogo de las Obras Completas de la poetisa: «Desmienta usted que mi madre era triste. Era alegre, muy alegre, y extremadamente acogedora y simpática». Se percibe en las palabras de Gala desesperación por reivindicar el auténtico talante de su madre.

Olvide que el autor es una mujer

A poco que nos adentremos en la vida y la obra de la poeta gallega, comprendemos la autenticidad testimonial de Gala, que conocía desde su más íntima saudade, la fragilidad y la fortaleza, la ternura y el carácter de su madre. Su obra: cinco libros de poesías, cuatro novelas y un libro de narraciones, es considerable, teniendo en cuenta que Rosalía muere cuando aún no ha cumplido los 48 años; que fue una mujer que mantuvo un duelo con la enfermedad durante toda su vida, que tuvo una carga de hijos y una economía poco saneada, y que, además, sostuvo una lucha a brazo partido con el medio ambiente. No sólo Rosalía fue precursora de la métrica del modernismo, fue también precursora de un feminismo sin pancarta, soterrado, pero fehaciente, como correspondía a una época donde la manifestación pública de la mujer era algo inconcebible. La poeta gallega lo sabía y por ello advierte al lector, en el prólogo de su primera novela, La hija del mar, (Vigo, 1859): «…olvide, entre otras cosas, que su autor es una mujer. Porque todavía no les es permitido a las mujeres escribir lo que sienten y lo que saben». Rosalía no escondió nunca su condición de escritora, se enfrentó a cara descubierta a la ideología dominante y asumió la reacción pública. En su obra está latente la discriminación de que fue objeto como mujer y como escritora, o si se prefiere, como mujer-escritora. Por boca de uno de sus personaje novelesco, dice: «Porque el patrimonio de la mujer son los grillos de la esclavitud».

Si yo fuese hombre

En una carta a su marido se rebela contra la libertad de movimientos que le impiden sus faldas: «Si yo fuese hombre, saldría en este momento y me dirigiría a un monte, pues el día está soberbio; tengo, sin embargo, que resignarme a permanecer encerrada en mi gran salón». Pero más clarividente de un texto, con claras alusiones autobiográficas, en donde sale al paso de las absurdas murmuraciones que despierta su condición de escritora. En él refleja su agudo sentido de la injusticia y una buena dosis de ironía. Utiliza la forma epistolar y pone en boca de otra mujer su propio criterio. Bajo el título de Carta a Eduarda, quizá en recuerdo de la amiga muerta, le cuenta:

«Pero, sobre todo, amiga mía, tú no sabes lo que es ser escritora. Serlo como George Sand vale algo; pero de otro modo, ¿qué continuo tormento!; por la calle te señalan constantemente, y no para bien, y en toda parte murmuran de ti. Si vas a la tertulia y hablas de algo de lo que sabes; si te expresas siquiera en un lenguaje algo correcto, te llaman bachillera, dicen que te escuchas a ti misma, que lo quieres saber todo. Si guardas una prudente reserva, iqué fatua!, iqué orgullosa!… Si vives apartada del trato de gentes, es que te haces la interesante, estás loca, tu carácter es atrabiliario e insoportable o pasas el día en deliquio poético y la noche contemplando las estrellas, como Don Quijote. Las mujeres ponen en relieve hasta el más escondido de tus defectos y los hombres no cesan de decirte siempre que pueden que una mujer de talento es una verdadera calamidad, que vale más casarse con la burra de Balaán, y que sólo una tonta puede hacer la felicidad de un mortal varón… Pero es el caso, Eduarda, que lo hombres miran a la literatas peor que mirarían al diablo… Únicamente alguno de verdadero talento pudiera, estimándote en lo que vales, despreciar necias y aún erradas preocupaciones; pero… ¡ay de ti, entonces!, ya nada de lo que escribes es tuyo, se acabó tu numen, tu marido es el que escribe y tú la que firmas… Por lo que a mí respecta se dice muy corrientemente que mi marido trabaja sin cesar para hacerme inmortal. Versos, prosa, bueno o malo, todo es suyo; pero, sobre todo, lo que parece menos malo, y no hay principiante de poeta ni hombre sesudo que no lo afirme… sin duda con el objeto de que digan que tiene una esposa poetisa (esta palabra ya llegó a hacerme daño), o novelista, es decir, lo peor que puede ser hoy una mujer…»

En otro pasaje de la carta, Rosalía manifiesta que además de las agitaciones de su espíritu, tenía que luchar con la que levantan en torno a ella cuantos la rodean. En 1881, a la poeta la hirieron las violentas reacciones que provocó el malentendido de su narración Costumbres Gallegas. Ante la incomprensión de su paisanos se prometió no volver a escribir en su lengua vernácula. Cuando el marido le pide que escriba un nuevo libro de poesías en gallego, la mujer da rienda suelta a sus sentimiento: «Se atreven a decir que es fuerza que me rehabilite ante Galicia. ¿Rehabilitarme de qué? ¿De haber hecho todo lo que en mí cupo por su engrandecimiento…? Pues bien: el país que así trata a los suyos no merece que aquellos que tales ofensas reciban vuelvan a herir la susceptibilidad de sus compatriotas con sus escritos, buenos o malos». Rosalía de Castro cumplió su palabra, su última obra poética fue escrita en castellano, bajo el título de En las orillas del Sar. Pero, no obstante, cuando ya se acercaba a la hora del ineludible final, Rosalía apuesta todavía y se autodefine loca por su inagotable esperanza. Esperanza en las gentes de su tierra, que la discriminarían hasta la tumba, como mujer y como escritora. En su partida de defunción se puede leer «Doña Rosalía de Castro» y, entre paréntesis, estas tres palabras: «sin otro apellido». El citado certificado no menciona su condición de escritora, mientras que, al nombrar a Manuel Murgía, su marido, dice: «célebre historiador».

La personalidad de Rosalía de Castro fue reivindicada seis años después de su muerte. El 25 de mayo de 1891, desde Padrón, donde Rosalía había muerto queriendo ver el mar, tras dos años de grandes sufrimientos a causa del cáncer de útero que padecía, fueron trasladados sus restos a la iglesia de Santo Domingo, en Santiago de Compostela, en olor de multitud. Rosalía de Castro, la forjadora de la lengua gallega, la que supo tocar y estremecer la médula de su pueblo, es una de las escasas mujeres que representan el símbolo del movimiento de liberación nacional de un país, de su país: Galicia.

Publicado en Polémica, n.º 17, mayo 1985

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2 comentarios en “Rosalía de Castro: la loca de la esperanza

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