El terrorismo como negocio. El confidente Juan Rull y su banda

Cipriano DAMIANO

En ocasiones se producen hechos que, al hacerse públicos, llegan a sorprender por lo inusitado. Con harta frecuencia se procura extender sobre los mismos un sudario de silencio como el culpable se obsesiona en ocultar las huellas de su crimen.

Juan Rull

Juan Rull

El hedor apesta y hay que neutralizarlo. No apagados aún los ecos de determinados sucesos acaecidos en el vecino país y cuyas resonancias parecían alcanzar a algún estamento autóctono, orígenes y circunstancias permanecen sin esclarecer. Y cabe recordar. Cabe recordar, porque el hombre sigue empeñado en ser la única bestia que tropieza reiteradamente en la misma piedra.
Al hablar de la época del terrorismo en Barcelona se la centra a menudo en el último decenio del XIX y primero del siglo XX. Se arrastraban por entonces las secuelas de la llamada «propaganda por el hecho», pero se excluye con frecuencia la que le seguiría con posterioridad, ya oficializada desde el poder y que parece devenir como consecuencia de la primera. A este tenor habría que remontarse a uno de los procesos más célebres de los sustanciados en la Audiencia barcelonesa con la sentencia y ejecución de Juan Rull, agarrotado el 8 de agosto de 1908 en Barcelona.
A Juan Rull Queraltó, zapatero de oficio, se le consideraba astuto, frío y calculador. Su capacidad de disimulo y fingimiento le lleva a trabar relaciones con Eusebio Güell, que no vacila en presentarlo al gobernador civil. La extraordinaria vivacidad y la fuerza sugestiva de Rull harían todo lo demás. ¿Sus pretensiones? De una de las 57 preguntas que fueron sometidas a la consideración del jurado en el proceso que se le siguiera a los implicados, se desprende que:

Juan Rull se lucraba fingiendo poder, como conocido anarquista, descubrir y señalar a los autores de los explosivos que anteriormente habían producido males, daños, terror y alarma en Barcelona, así como también para evitar posteriores hechos de igual naturaleza, produciendo engaño a las autoridades a las que ofreció sus servicios. Fueron estos los gobernadores civiles señores Duque de Bivona, Manzano y Ossorio y Gallardo:

¿Cuántas criaturas inocentes habrían sido delatadas? ¿Qué infinitas tragedias no se habrían cernido sobre humildes hogares ajenos a hechos provocados y ejecutados por el propio delator? Dice un cronista de la época (Tomás Caballé i Clos) que

agobiada la ciudad por continuo estallido de bombas mortíferas cuyo origen permanecía en el mayor misterio, concibió Juan Rull el propósito de sacarle pingües beneficios materiales a esta circunstancia, fingiendo servicios policíacos. Y, siendo el terror manantial que le reportaba dinero, cuando no estallaron bombas terroristas «auténticas», tomó la «precaución») de hacerlas estallar él, valiéndose de otras personas de su «banda»), que las fabricaban, toscamente por cierto, y las colocaban.

Se le condenó por haber mandado colocar las siguientes:

El 24 de diciembre de 1906, en el portal de la casa número 7 de la Rambla de San José.
El 26 del mismo mes, en un urinario que existía en la Rambla de las Flores, hiriendo a Benito Llop.
El 20 de enero de 1907, en la escalera de la casa número uno de la Rambla de Canaletas, hiriendo a Arturo Vives y Domingo Brugués.
El 27 del mismo mes, en el portal de número treinta de la Rambla de las Flores, dos bombas de las cuales sólo estalló una, lesionando a Miguel Cervantes. Trasladada la otra al campo de experimentación, al provocarse que estallara, hirió a un capitán y a un soldado.
El 8 de abril, una en el portal de la casa número 26 de la calle Boquería, causando lesiones graves a Ramona Farré Terrés, a consecuencia de las cuales falleció, a María Rodó (a la que hubo que amputar el brazo derecho), a Juan Rico (al que se le amputó una pierna), a María Moncunill, a Montserrat Comas y a Ángel Antón de Latorre, y otra en el Salón de San Juan, que sólo causó alarma.
El resto de los encartados aparecía como cuerpo auxiliar de Juan Rull, señalando a Hermenegildo Rull como responsable de la fabricación de bombas.

Según el mismo cronista

la figura de Juan Rull aparece como la de un «vividor» enemistado con el trabajo, ávido de conquistase por el mal procedimiento que fuese, existencia regalada y viciosa, con juergas continuas, mujeres y vino. Reuníase casi cada noche con sus amigachos, con su «banda», en una casa de trato entonces existente en la calle de Roca, donde apuraban «cenas de última hora», traídas de una taberna próxima.

Dictada sentencia condenatoria, se impusieron la siguientes penas:

Muerte en garrote a Juan y Hermenegildo Rull y a la madre de ambos, María Queraltó
17 años, 4 meses y un día a José Rull
17 año a Amadeo Trilla.
14 años, 8 meses y un día a Francisco Triguero.
4 meses y un día de arresto a Raimundo Burguet.
Fueron absueltos José Perelló y Jaime Perales.
Le fue conmutada la pena de muerte por la inmediata inferior a Hermenegildo y María Queraltó.
Juan Rull estuvo sosegado hasta el último momento (confiaba en el indulto debido a sus relaciones y manejos, pero la ejecución no fue eludida. Que yo sepa no hubo la menor sanción contra lo bobos o astutos responsables de que Rull hubiera desarrollado tan criminosa labor. Un testigo tan molesto, sin embargo, tenía que ser irremisiblemente ejecutado.

Publicado en Polémica, n.º 1, diciembre 1981

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