Álvaro MILLÁN
Todo resulta irónico: Adolfo Suárez, el inventor de la llamada democracia española, agoniza en la cama de un hospital, incapaz de recordar quién es y qué fue lo que inventó. Mientras tanto, Mariano Rajoy, actual usuario-administrador del invento, perpetra una agresión salvaje contra más de un millón de personas congregadas en Madrid como colofón de las Marchas de la Dignidad, dejando claro que esta democracia nunca pasó de ser una burda pantomima para afianzar en el poder a una casta política que lleva más de tres décadas refocilándose en la corrupción y exhibiendo su ineptitud y falta de escrúpulos. Y queda claro también que el invento de Suárez probablemente sobreviva a su creador, pero también agoniza.
No es nuevo que los regímenes que agonizan recurran en su desesperación a una violencia desproporcionada y sin sentido. El recurso a la fuerza bruta es lo único que puede proporcionar una ligera y breve sensación de seguridad a quienes ven cómo tiembla el suelo bajo sus pies, y perciben el desprecio y el odio de un pueblo harto de aguantarlos.
Lo sucedido en Madrid este 22 de marzo es algo más que la puesta en escena de la Ley mordaza de Rajoy-Fernández Díaz. Es el fin de todos los disimulos y todas las apariencias. La apoteosis del fascismo en su versión siglo XXI. Y que nadie espere encontrar una respuesta adecuada en los medios de comunicación. Siempre han estado al servicio del Sistema, pero ahora, estrangulados por la crisis y necesitados de las ayudas y subvenciones que les permiten seguir a flote, se han convertido, también sin más disimulo, en un aparato de propaganda que intenta salvar el culo de quienes untan sus manos con el dinero que recortan a los ciudadanos. Mientras los medios de la derecha pura y dura insultan, amenazan y procuran asustar a sus parroquianos identificando a los que protestan con una horda de bárbaros que intenta asaltar la civilización democrática, los medios llamados progresistas procuran convencer a sus –cada vez menos– seguidores de que hay que seguir «creyendo en nuestra democracia» y «respetando las leyes que nos hemos dado y la constitución que nos ampara», todo un sarcasmo si le ponemos como música de fondo el silbido de las pelotas de goma y los gritos de los ciudadanos arrastrados por el suelo.
Pero el gran recurso de este régimen en avanzado estado de ruina no es la fuerza, sino el recambio. Un sistema político, como cualquier maquinaria, necesita de cuando en cuando de un recambio para seguir funcionando. Los cambios de Gobierno hacen lo que los cirujanos estéticos, proporcionan al Sistema una nueva imagen aunque en realidad no hagan más que esconder sus arrugas y disimular sus grietas. Es este el mejor momento para recordar que acabar con el Sistema no consiste en vencer al Partido Popular. Eso ya lo hemos hecho y ya sabemos que no sirve para nada. El Sistema se acabará cuando caiga el PP y ningún recambio del Sistema pueda ocupar su puesto para seguir cantando la misma canción con diferente música. Al PP no debe sucederle ningún recambio que suponga la pervivencia del Sistema. Después del PP, los movimientos sociales, la ciudadanía en su conjunto debe imponer un proceso constituyente que abra el camino hacia un cambio radical de modelo social, político y económico. Después del 22 de marzo es más evidente que nunca que eso sí es posible.
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