Gregorio GALLEGO
Mi visión de la guerra es la visión de un pacifista activo que se vio involucrado en la contienda sin tener una conciencia clara de lo que podía ocurrir. Con todo, no es una visión imparcial, pues formaba parte del Movimiento Libertario, estaba convencido de que las cosas no marchaban bien y en mi espíritu batallaba el inconformismo que radicalizaba a toda la juventud española. Y digo bien: a toda la juventud española. Pues si en la izquierda fermentaba una actitud revolucionaria, muy crítica con respecto a la política social de la República, en la derecha se perfilaba ya una actitud claramente fascista decidida a romper el marco democrático y encaramarse al Poder por la vía directa del golpe de Estado.
No voy a hacer un examen de conciencia, porque a estas alturas, con los cincuenta años que nos separan de la ruptura fratricida, sería simplemente un ejercicio de buena voluntad, ya que soy consciente de que los anhelos y pasiones de la juventud no se corresponden con una persona de mi edad que ha sufrido las brutales consecuencias de aquel desgarramiento entre hermanos. Pero sí quiero dejar constancia de que si a los veinte años, que cumplí exactamente el 19 de julio de 1936, era pacifista, antimilitarista y socialista libertario encuadrado en las filas del anarcosindicalismo, hoy sigo siendo lo mismo, porque si han cambiado muchas cosas en nuestro país, no han cambiado lo suficiente para que nos sintamos satisfechos.
Desde mi atalaya del hombre que vivió la guerra a su pesar, pero convencido de que no podía aceptar la imposición militarista sin renunciar a su dignidad de hombre libre, participé en la lucha desde el primer momento y defendí con apasionamiento y tesón, tanto con la pluma como con el fusil, el derecho de nuestro pueblo a organizar democráticamente su vida y transformar la sociedad, una sociedad que, dicho sea de paso, no gustaba a la inmensa mayoría de los jóvenes de mi tiempo. No gustaba a los falangistas, ni a los socialistas, ni a los comunistas, ni a los anarquistas. Entonces, ¿a quiénes gustaba…? El tema es tan complejo que hoy mismo, a pesar de las toneladas de historia que se han escrito, no ha sido aclarado. Sin embargo, yo pienso que la clave de este asunto hay que buscarla entre los oligarcas clericales y militaristas de la época, todos ellos defensores de un tradicionalismo apolillado que la República con sus moderadas reformas y sus instituciones laicistas había puesto en crisis. Ni siquiera esta casta, pues casta era, la casta de los grandes terratenientes, los grandes financieros, y los detentadores de privilegios históricos, había asimilado el reformismo burgués y modernizador de Azaña, Lerroux, Martínez Barrio, Sánchez Román, Ortega y Gasset y el magnífico grupo de intelectuales que apoyaron la República con su enorme talento.
Sin embargo, pugnaban otras corrientes menos conformistas. A la derecha estaban los que consideraban la democracia parlamentaria una herejía o un vicio contra natura. Y a la izquierda del conglomerado reformista los alucinados por la utopía revolucionaria, los que soñábamos con una España más justa y exigente, los que no considerábamos suficientes los mecanismos de la democracia parlamentaria y luchábamos por una auténtica democracia social que devolviera a nuestro pueblo el pulso para superar la decadencia y enfrentarse con los que le retenían en la inercia miserable y en la resignación de la miseria.
En estas condiciones la ruptura era inevitable. Y no lo era solamente en el entramado político, sino también y más radicalmente en el entramado social. Las dos Españas habían volado los puentes del diálogo y hacían uso del recurso a la fuerza. La acción sustituía al verbo y las palabras se cargaban de fanatismo y violencia. Se imponía el lenguaje de las pistolas, al que no tardaría en suceder el de las ametralladoras, los cañones y la destructiva aviación. Había estallado la guerra civil, la lucha entre hermanos.
Pero lo peor no fue la guerra civil, con ser lo peor y lo más inmoral que el hombre puede hacer. Lo peor fueron las consecuencias, el lastre de odios que dejó en las conciencias, las enormes destrucciones que produjo, la consunción de la riqueza acumulada, el exilio de los cientos de miles de españoles que pudieron escapar a la venganza de los vencedores y los millones que quedamos a su merced, atrapados de tal manera que durante décadas no podríamos librarnos de la condición de vencidos a todos los efectos. Fuimos esclavos en los campos de concentración y en los batallones de trabajo. Franco había prometido a los capitalistas y financieros que le apoyaron en la sublevación grandes beneficios con su victoria y los pagó generosamente con nuestro trabajo y servidumbre. Los vencedores pudieron reconstruir sus casas, levantar sus haciendas y enriquecerse con los negocios del estraperlo, los salarios ínfimos y la brutal represión que acallaba cualquier protesta.
Aunque no me considero un testigo de excepción, sí creo tener algunas razones para globalizar la guerra civil y sus secuelas en todas sus consecuencias. Viví las luchas sociales y enfrentamientos políticos que preludiaron la guerra civil como periodista con vocación de escritor, pues ya había publicado mi primera novela corta. Enterré mi pacifismo, apenas se produjo el Alzamiento, para luchar aliado de los que defendían la República con las armas en la mano. Formé montón con los que en los aciagos días de noviembre del 36 hicieron imposible que nuestro Madrid fuera humillado por el Ejército de África que mandaba el general Varela. Y como testimonio de lo que digo ahí está mi libro Madrid, corazón que se desangra… y mi novela Asalto a la ciudad. Por primera vez sentí la angustia de la derrota en la defensa de Teruel y en la batalla del Alfambra, donde la aviación alemana mostró su enorme eficacia. El recuerdo que me queda de aquella batalla es el frío, el barro y el terrorismo aéreo. La Brigada en la que combatía como oficial de enlace había sido casi destruida y dispersada entre fangales.
Poseído de gran pesimismo a la vista de que nuestro potencial combativo disminuía a medida que el del enemigo se acrecentaba, regresé al frente de Guadalajara. Allí me sorprendió el final de la guerra. Decir que me sorprendió es un eufemismo, pues era algo que se veía venir después de la pérdida de Cataluña y la desgraciada peripecia que se produjo en Madrid entre «negrinistas» y «casadistas». Nuestra derrota estaba a la vista por más que yo me negara a creerla. El día 28 de marzo de 1939 me hallaba en uno de los observatorios de primera línea que en el parte de la noche anterior había registrado un movimiento extraordinario de vehículos en la retaguardia enemiga. En nuestro sector se vivía una situación de alarma desde que. cesaron los combates en Cataluña. El ejército enemigo estaba acumulando fuerzas y nosotros estábamos reforzando las fortificaciones en previsión de una ofensiva inmediata. Aquel invierno habíamos trabajado duramente para no ser sorprendidos. Sinceramente no esperaba que el jefe de la Brigada, Alfonso Pérez, me comunicara que regresara inmediatamente al puesto de mando, ya que se había recibido un telegrama que nos ordenaba levantar bandera blanca y rendirnos al enemigo. ¿Qué había pasado desde la noche anterior en que el jefe de la 12 División, el socialista Liberino González, nos había dicho que debíamos estar preparados para iniciar un repliegue organizado en el momento que el enemigo desencadenase la ofensiva prevista…?
Confieso que no estaba preparado para recibir la orden de rendición sin condiciones. Conocía el pensamiento de Cipriano Mera y Liberino González, dos hombres fuertes del sindicalismo anarquista y socialista respectivamente, y no esperaba nada que se pareciera a una entrega. Ambos eran partidarios de agotar la resistencia hasta arrancar al enemigo garantías mínimas de respeto a los vencidos y, en caso contrario, seguir luchando hasta el repliegue definitivo en la base naval de Cartagena, para dar tiempo a que el medio millón de personas más o menos comprometidas en la defensa de la democracia española pudieran salir del país.
¿Qué había pasado para que esto no fuera posible? Por el camino iríamos conociendo lo sucedido. La resistencia de Madrid se había hundido. En Andalucía y Extremadura el enemigo avanzaba incontenible. Al parecer, el mando republicano había desistido de seguir luchando.
La huida fue tan brusca como había sido la noticia de la rendición. Apenas si tuve tiempo de recoger algunas cosas de mi indumentaria y meterme en el coche del jefe de la Brigada. No había tiempo para reflexiones. Todo estaba perdido. Según me dijeron, teníamos de plazo hasta el 31 de marzo para embarcar en los puertos de Valencia y Alicante y hacia allí nos encaminamos. Pero no tardaríamos en comprender que no había plazos ni condiciones. La evidencia se nos presentó en Tarancón, donde los legionarios italianos habían tomado posiciones con fuerzas motorizadas y habían paralizado la enorme riada de coches y camiones que se dirigían hacia los puertos de Levante. Algunos vehículos se volvían hacia los lugares de origen para no caer en poder de los italianos. Nosotros, el comandante de la Brigada, el sargento de escolta, el chófer y yo, cambiamos rápidamente impresiones y decidimos continuar a pie con la esperanza de poder llegar al deseado puerto. La hazaña no nos parecía imposible. Éramos jóvenes, estábamos avezados a la lucha y confiábamos en la suerte.
En Tarancón pude apreciar lo que significaba nuestra derrota. Acababa de llegar un tren de Madrid, un tren especial en el que viajaban funcionarios de la Administración, periodistas, militares y dirigentes políticos y sindicales. Los italianos los habían hecho viajar con sus equipajes y los estaban registrando para apoderarse de las joyas y objetos de valor. Y en este tumulto de mujeres que se resistían a ser registradas, niños que lloraban asustados y gritos de protesta, vi a un capitán de guardias de asalto que sacaba su pistola y se disparaba un tiro en la cabeza. En aquel momento recordé unas palabras del presidente Azaña: «Felices de aquellos que murieron sin mostrar el límite de su grandeza, pero desdichados de los que no murieron para desgracia suya».
Y nuestra desgracia no había hecho más que comenzar. Los miles de personas que sorteamos los controles de Tarancón, la capacidad de los legionarios italianos y el acoso de los que se habían lanzado a la calle para celebrar la victoria franquista, nos encontramos aquella noche en la carretera. Teníamos que llegar a Valencia fuera como fuera… Relatar lo que ocurrió aquella noche y días sucesivos sería recitar una pesadilla o iluminar una película de miedo. El día 30 de marzo, ya destrozados, con los pies en carne viva y muertos de hambre, nos encontramos en Puerto Contreras con algunos amigos que habían conseguido evadirse del puerto de Alicante y nos informaron de lo que estaba ocurriendo allí. Los italianos habían copado el puerto y no dejaban embarcar a nadie.
En estas condiciones de absoluta impotencia, decidimos regresar a Madrid, donde al menos teníamos familiares y amigos. Pero en Madrid las cosas no iban a resultar más fáciles. La ciudad estaba prácticamente ocupaba por las patrullas militares y no se podía dar un paso sin tropezarse con los ocupantes que realizaban la criba, una criba que en pocos días llenó una docena de prisiones y numerosos campos de concentración. Yo fui a parar al campo de concentración de Chamartín, el antiguo estadio del Real Madrid, convertido en centro de clasificación de militares. Allí pasé algunos días a la intemperie y apenas me hicieron la ficha correspondiente fui trasladado al nuevo manicomio de Alcalá de Henares, convertido en el purgatorio de miles de jefes, oficiales y comisarios del ejército republicano del Centro.
El manicomio de Alcalá de Henares, dentro de lo malo, no era lo peor. Por lo menos estábamos bajo techado y aunque la comida y el agua eran el problema nuestro de cada día, y para dormir teníamos que hacerlo de costado por falta de espacio, dentro del terreno acotado por las alambradas y bajo una estrecha vigilancia de fusiles y ametralladoras, gozábamos de la mayor libertad. Volvíamos a ser la familia antifascista que se regía democráticamente con un profundo sentido de solidaridad. Pero el campo no funcionaba bien fuera de las alambradas. Pasando por alto la comida, que consistía en medio chusco y una lata pequeña de sardinas en escabeche, la falta de sanidad y otras menudencias, el jefe del campo era un alférez falangista, malagueño creo, y con un odio feroz hacia sus paisanos vencidos. El caso es que empezó a aislar a los oficiales malagueños en un pabellón fuera de las alambradas. Al principio creímos que sería para trasladarlos a su tierra. Pero no tardaron en correr rumores, difundidos por los mismos soldados de vigilancia, de que los estaba fusilando. La reacción por nuestra parte no se hizo esperar y uno de los días nos opusimos espontáneamente a que se llevaran un grupo de malagueños. El jefe del campo nos amenazó con fusilarnos a todos y ordenó que nos encerrasen en los pabellones, sin comida, sin agua y sin poder salir a las letrinas. Aquella noche nos la pasamos cantando «Hijos del Pueblo» y «La Internacional». Éramos unos cuantos miles de hombres desesperados y nuestras voces debieron llegar a alguna parte, porque dos días después el alférez falangista desaparecía y se hacía cargo del campo un teniente coronel de caballería. ¿Qué había pasado? Sencillamente, que en los días que permanecimos incomunicados algunas mujeres habían ido a ver al embajador de Inglaterra y éste informó a Franco de lo que estaba sucediendo en Alcalá de Henares.
Mientras en Alcalá de Henares empezaban a funcionar los consejos de guerra y los piquetes de ejecución, yo tuve la suerte de ser clasificado para ir a engrosar los batallones de trabajadores que estaban fortificando los Pirineos. Tras un breve periodo en el campo de concentración de Miranda de Ebro, fui destinado a un batallón de trabajadores que tenía su base en Rentería. Durante algunos meses fuimos huéspedes en un caserío de Gainchuizqueta que limitaba con la carretera general. Nuestra misión era descargar camiones de cemento y de piedra para las hormigoneras, cargar arena en Fuenterrabía, camuflar las fortificaciones recién terminadas con césped y achicar el agua en las galerías y, zanjas inundadas. El trabajo resultaba penoso, porque teníamos que trabajar empapados y el tiempo no era bueno. La alimentación era algo mejor que en los campos de concentración, pero absolutamente insuficiente para realizar trabajos que requerían gran esfuerzo. Sin embargo, debo decir que la solidaridad del pueblo vasco nos hizo mucho bien. El uniforme de prisioneros con la letra T estampada en el pecho y en el gorro redondo de presidiarios, nos abría todas las puertas en Rentería, Irún, Fuenterrabía, Lezo y el mismo San Sebastián. Algunas personas nos facilitaban comida y cigarrillos, las chicas de Rentería acudían algunos domingos a nuestro destacamento a llevarnos bolsas de galletas rotas de las fábricas donde trabajaban. El espíritu de resistencia contra el régimen impuesto nos devolvió el orgullo de la fraternidad democrática. ¿Que nos importaban a nosotros aquellas fortificaciones que intentaban aislarnos del mundo libre…? Aunque la mayoría de nosotros sentíamos aversión por Francia e Inglaterra y su política de «no intervención » en nuestra contienda, ya que éramos conscientes de que habían facilitado el triunfo del fascismo, a la vista de lo que estaba ocurriendo en Europa y de la condición de esclavos que nos habían impuesto nuestros vencedores, entre los vencidos fue surgiendo un movimiento de rebeldía más o menos organizado a lo largo de los Pirineos. La idea que circulaba entre nosotros era bastante quimérica y espectacular. ¿Por qué no organizar la deserción masiva a Francia…? Hasta entonces la mayoría de los prisioneros que habían desertado habían sido devueltos por las autoridades francesas. ¿Qué pasaría si nos presentábamos unos cuantos miles…? El núcleo encargado de organizar la deserción se hallaba en el Valle de Arán. Parece que había establecido contacto con las organizaciones de exiliados en Francia, las cuales estaban examinando nuestra propuesta de luchar contra el rodillo hitleriano. Pero la derrota de Francia llegaría antes de que nuestros compañeros del exilio se decidieran a ayudamos.
El hundimiento de Francia provocó una cierta parálisis en las fortificaciones. Los oficiales que las dirigían y los escoltas que cuidaban de nuestra vigilancia, se mostraban cada vez más abúlicos. ¿Para qué servía aquel enorme esfuerzo y derroche de materiales?, nos preguntábamos todos. De Francia ya no había nada que temer y los jerifaltes nazis entraban y salían como Pedro por su casa. Un día el jefe del sector, un capitán de ingenieros carlista, nos habló por primera vez de Gibraltar «como reivindicación permanente de España», y «del corrompido Imperio Marroquí». Por sus palabras parecía deducirse que sólo estaban esperando que nos decidiéramos a conquistarlos. Y muy ufano nos dejó entrever que no tardaríamos en partir camino del imperio, como así ocurrió. Las fortificaciones del campo de Gibraltar se habían puesto en marcha y reclamaban miles y miles de esclavos.
Esta es mi visión de la guerra que emprendimos con el aliento de una España nueva y la derrota que nos envileció en la servidumbre. Lo demás pertenece a otro capítulo apenas esbozado: la lucha clandestina por recuperar nuestras libertades y los largos años de prisión. Al iniciar la guerra tenía veinte años recién cumplidos y al recobrar la libertad tenía cuarenta y siete, salía enfermo y con la voluntad quebrantada. Mi balance personal no puede ser más desastroso para los que todavía sueñan que la violencia puede llevamos a alguna parte.
Gregorio Gallego (1916-2007) nació en Madrid. Muy joven se afilió a la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) y a la Federación Ibérica de Juventudes Libertarias (FIJL). Al estallar la rebelión militar fascista combate en Madrid contra las fuerzas sublevadas. Terminada la Guerra es detenido e internado en distintos campos de concentración y prisiones. Liberado en 1943 se integra en la lucha de la CNT clandestina. En 1944 es condenado a 30 años de presidio y no recuperará la libertad hasta 1963. En 1965 participó en el proceso del cincopuntismo, tras cuyo fracaso se alejó de la vida militante y se concentró en su labor literaria. Tras la muerte del dictador, colaboró en distintos proyectos, entre ellos la revista Polémica.
Publicado en Polémica, n.º 22-25, julio 1986
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