Manuel SALAS
Quizás, una de las voces más legítimas y autorizadas para recordar o hablar en torno a la guerra civil, sea la de quienes sufrieron en su propia carne la brutal dentellada de las armas. Estamos hablando de los mutilados e inválidos de aquella epopeya, algunos de los cuales todavía arrastran las secuelas de su disminución física o el imborrable trauma de sus personales tragedias. De «Breve historial de la Liga de Mutilados e Inválidos de la guerra de España», próximo a aparecer, hemos recogido algunos datos e informaciones.
Es muy significativo conocer la preocupación de un puñado de hombres, para prevenir la situación de quienes, a medida que la guerra iba extendiéndose por nuestro suelo y a causa de ella, quedaban prácticamente inútiles para el desarrollo de una vida normal. Y si ya en agosto de 1938, en el I Congreso de la Liga, como prueba del espíritu abierto de la misma, se afirmaba que «en su día, todos los mutilados e inválidos deberían ser atendidos en idénticas condiciones y con los mismos derechos, ya que, ante todo, se trataba de españoles que merecían el respeto de la colectividad», no es menos cierto que la dantesca odisea de la derrota superó todas las previsiones y situó a los vencidos en condiciones verdaderamente inconcebibles.
No nos detendremos a considerar el empeño puesto por la Liga, desde el primer momento, para recabar de las autoridades republicanas españolas la atención y protección necesarias, la incesante petición de ayuda a entidades y organismos internacionales, y la organización de albergues y actividades que hiciesen más llevadera su existencia. Sí debemos destacar la tenacidad mantenida para restablecer una situación de igualdad jurídica frente al desprecio y abandono respecto a los «caballeros mutilados» del bando fascista, entre los cuales nunca hubo una palabra de aliento o esperanza hacia los mutilados del ejército republicano.
Tan pronto se produjo en España una situación democrática, a la muerte del dictador, se hicieron gestiones para recabar en estricta igualdad, todos los derechos concedidos y que siguen beneficiando los «caballeros mutilados» y sus derechohabientes. En escritos dirigidos al Presidente Suárez, en diciembre de 1976, febrero de 1978 y mayo de 1980, se pedía que «para afirmar las buenas intenciones que se proclaman para el futuro político español, fuesen derogadas las leyes que impedían el derecho a la libre opinión, reunión y asociación reconocidos en todos los países democráticos. Una prueba del trato discriminatorio que existía por parte de los sectores influyentes en la vida del país, queda expresada en estos párrafos que reproducimos de una de las citadas cartas:
A los mutilados e inválidos republicanos, a las viudas de quienes cayeron en defensa del Gobierno legalmente votado por el pueblo se les ha dejado, para vergüenza de España, en el más completo de los abandonos desde que terminó la guerra civil. En quienes triunfaron, no se vio ningún espíritu de concordia, ninguna manifestación de solidaridad, ningún sentimiento de justicia, y mientras los vencedores celebraban a su manera, lo que para ellos representaba feliz término de la guerra, a los vencidos, a los que habían combatido por el derecho y la legalidad, a los mutilados republicanos y a las viudas de guerra, se les ofrecía la posibilidad de sufrir y de morir por falta de medios, se les abría la mendicidad como única perspectiva y se les condenaba, no tan sólo a ellos sino igualmente a los hijos que los mutilados y las viudas debían atender a los más terribles sacrificios. Desde 1939 hasta la fecha, el olvido de nuestra existencia ha sido una constante realidad en la política del régimen. Hoy cuando España aparenta buscar un nuevo camino hacia la democracia, se decide reconocer nuestra existencia. Pero, ¿qué se nos ofrece para compensar las injusticias de que fuimos objeto? A decir verdad, nada. Y decimos nada, Señor Presidente, para mantenernos en la línea de corrección que nos impusimos al escribir estas líneas. Tenemos ante nosotros una España, que también es nuestra, en la que se habla de reconciliación, de olvido del pasado, de justicia y de verdadera hermandad entre los ciudadanos. Se nos dirá que España avanza sin lugar a dudas hacia la Democracia, con libertades políticas y sindicales y una serie de medidas que manifiestan las buenas intenciones de quienes dirigen los destinos del país… «Sin pararse en la circunstancia de que durante cuarenta años no se nos otorgó la menor pensión ni ayuda, el Gobierno español nos concede actualmente una pensión que se calcula partiendo de una cantidad muy inferior a la que desde 1939 perciben los mutilados e inválidos que combatieron en la «zona nacional». Mantener a estas alturas el principio de que para una misma invalidez pueda haber distintas pensiones, denota que se persiste en el camino del error y que se sigue considerándonos como mutilados e inválidos de segunda clase que no merecen los mismos derechos ni atenciones. Nosotros persistimos en la afirmación de que mientras los mutilados e inválidos republicanos y las viudas de guerra sean objeto de discriminación, y la ayuda que se les concede sea inferior a la que perciben los llamados «caballeros mutilados», no se habrá dado el paso esencial que franquee la línea divisoria que durante tantísimos años enfrentó a los españoles.
Para que España entre por vías de democracia honrándose con una decisión que haga olvidar el triste pasado que hemos vivido, nos permitimos sugerirle, Señor Presidente, la adopción de las medidas siguientes:
- Que se promulgue rápidamente un Decreto que otorgue a los mutilados e inválidos del Ejército de la República, y a las viudas de guerra, los mismos derechos que desde hace 40 años perciben los caballeros mutilados.
- Que se fije la retroactividad para el pago de pensiones a los mutilados e inválidos republicanos.
- Que además de la pensión éstos y las viudas de guerra, gocen de los mismos derechos que se conceden a los caballeros mutilados (tarifas especiales en transportes, casas de reposo, seguros, derecho a prótesis gratuitas, posibilidad de empleos especiales, etc.
El silencio administrativo fue la contestación dada por el entonces Jefe de Gobierno, Señor Suárez, aun cuando alguna de las peticiones formuladas por la Liga, fueran contempladas en diferentes disposiciones oficiales.
En enero de 1984, en pleno gobierno socialista, se remitió al Presidente González un documento que resumía las aspiraciones más acuciantes de ese colectivo, solicitando un plazo de seis meses para la resolución de todos los expedientes en curso de estudio, y relativos a mutilados e inválidos de guerra, mutilados civiles y viudas de guerra, teniendo en cuenta la avanzada edad de gran parte de los interesados, que, pese a las promesas hechas, todavía seguían esperando.
También el silencio administrativo fue la respuesta a estas peticiones, y sólo en febrero de 1985 el Presidente González recibía a una Comisión de la Federación escuchando con interés sus deseos, y dándoles garantías de que sus reivindicaciones serían estudiadas con el mayor interés y espíritu de justicia por los organismos competentes. A mediados de 1986, todavía no se habían conseguido los resultados perseguidos, motivando que la Federación multiplicase sus contactos con distintos líderes y organismos del panorama político español. No olvidaron ni al Honorable President Josep Tarradellas, con el que, en el exilio, habían mantenido estrechas relaciones, y que también se refugió en un inexplicable silencio.
Queda evidenciado también el escaso interés que los partidos y sindicales en el exilio dedicaron al problema de los mutilados e inválidos del ejercito republicano. No es objeto de estas líneas juzgar o explicar la lucha y la actitud de sus hombres frente a la dictadura franquista. Lo que sí podemos afirmar es que a nivel de organismos fue negativa. Cada uno estimó más positivo ayudar a los «suyos» a través de sus comités de ayuda, que coordinar todos los medios y todos los esfuerzos a través de un organismo aglutinador que garantizase una distribución más equitativa de las ayudas. Ideas como la celebración de festivales en beneficio de mutilados o inválidos o la edición de un sello especial para tal fin en las cotizaciones de sus afiliados respectivos, se perdieron en el olvido. Cabe decir que los mutilados e inválidos gozaron siempre de especial simpatía, reconociéndose que merecían el apoyo de la colectividad, pero, salvo raras excepciones, nadie se mostró a la altura de las circunstancias.
No se olvidaron las relaciones con partidos y organizaciones obreras de Francia y otros países, aún cuando se evitase solicitar una ayuda económica sino más bien un apoyo moral acerca de sus respectivos gobiernos para que concediesen beneficios y socorros, principalmente a cuantos por su situación física los precisaren. Tampoco el balance fue demasiado optimista, aunque haya excepciones, principalmente de organismos internacionales de ayuda que atendieron generosamente los problemas de los mutilados.
Quizás todas estas informaciones, sin duda interesantes y clarificadoras, sean más o menos conocidas, y se inserten en el doloroso cúmulo de penalidades padecidas por los vencidos, como una evidente injusticia.
Pero lo que sí es necesario dejar bien claro, lo que exige una afirmación categórica es dejar constancia de los sentimientos que animaban a la mayoría de los combatientes de la zona republicana, cuya lucha fue algo más que «un simple azar de las circunstancias». Venimos escuchando voces, leemos frecuentes alusiones al «coñazo» del cincuentenario de la guerra civil, a bien seguro de gentes que se han nutrido de las versiones interesadas o deformadas, o de quienes no padecieron directa ni indirectamente las secuelas de la misma. No es a ellos a quienes ofrecemos este análisis; pero sí que sería conveniente que conocieran que los «vencidos» han debido soportar largos años de «victorias triunfales, de paz, de nacional-sindicalismo y de transición», con riesgo permanente de detención y condenas, cuando no de más graves riesgos. Y quienes seguramente no movieron un dedo o discreparon de tan larga y penosa injusticia, se sienten ahora abrumados, reticentes, molestos y quizás hasta ofendidos porque esos hombres, los pocos que han tenido o tenemos la posibilidad de ofrecer nuestro testimonio, dediquen ahora tres o cuatro meses, en cincuenta años, a recordar aquella guerra, a examinarla y sacar conclusiones y enseñanzas para un futuro que necesariamente debe superar los errores que se cometieron, reafirmando el espíritu, el sacrificio y la fe de aquellos acontecimientos singulares, derivados de una guerra desencadenada contra la legalidad institucional y las libertades ciudadanas.
Habremos de referirnos también al interesado espíritu de «reconciliación y olvido» de aquel enfrentamiento, reduciéndolo al marco estricto de los combatientes, y fundamentalmente a los mutilados e inválidos. Hemos de tener la gallardía de aceptar la verdad y la responsabilidad que nos corresponda, y no dejarnos deslizar por la cuerda floja de la ambigü̈edad. No puede aceptarse íntegramente la afirmación bastante generalizada, de que «debemos entender que los mutilados de las dos partes no tenemos la culpa de que el azar geográfico nos situara en diferentes sectores del país y por ello no somos responsables de una guerra en la que luchamos dentro de bandos formados por capricho de las circunstancias».
Sólo cuando se dice que «los mutilados no somos responsables de la guerra» se acerca a la verdad. La guerra la desencadenaron los militares sublevados contra la legalidad republicana, con el apoyo de reaccionarios y oligarcas dispuestos a sacrificar a todo un pueblo para conservar sus privilegios. De ahí que no seamos responsables de la tragedia y la ruina de España. Lo que resulta falso y no tiene sentido es decir que los combatientes de ambas partes «lucharon en bandos formados por el azar geográfico o de las circunstancias». No fue por «azar geográfico» que centenares de miles de ciudadanos salieran a la calle para oponerse a los militares sublevados y al naciente fascismo; ni fue un «capricho de las circunstancias» quien determinó a los militantes obreros a constituir los organismos encargados de restablecer el desarrollo de las actividades económicas y sociales destruidas por el alzamiento; ni cuantos fueron vilmente asesinados en los lugares donde imperó el terror de militares y reaccionarios cayeron por encontrarse casualmente en aquellas ciudades, ni era tampoco un accidente el hecho de abatirlos ante sus padres o hijos en su propia casa o arrancados de esta para asesinarlos cobardemente en las cunetas, o en las tapias de los cementerios.
De igual manera que es innegable el odio y la bestialidad desatadas para afirmar sus siniestros propósitos, no es menos cierto que cuantos se opusieron desde el primer momento a la sublevación estaban influidos de profundos sentimientos antifascistas y de defensa de la libertad. Sin esas arraigadas convicciones no se hubiera producido la espontánea formación de Milicias populares para sustituir al disuelto Ejército, ni la masiva inscripción de voluntarios para acudir a los frentes de batalla a defender su libertad y la de su pueblo. No fue un simple azar los millares de muertos caídos en defensa de sus ideales, ni se debe a una pura casualidad que seamos legión los inválidos que todavía arrastramos nuestro infortunio aceptándolo como una consecuencia de nuestro decidido empeño en mantener los postulados de libertad y justicia que se nos querían arrebatar.
Tampoco debemos descartar que, independientemente de lo arbitrario y absurdo que nos pueda parecer el propósito, en las filas del ejército faccioso hubiese quienes estaban persuadidos de que defendían una causa amparada por Dios, la Patria, la Ley y la Justicia, siendo su deber imponer sus creencias y negar al enemigo el derecho a expresar las suyas.
Hay que concluir, pues, que la lucha no se entabló entre dos bandos desorientados, sin objetivos o ideas preconcebidas; podría explicarse la indecisión en el bando republicano, por la brutalidad de la sorpresa; pero no cabe ningún paliativo en la coordinada y calculada estrategia de los sublevados, que falló únicamente por el arrojo y la convicción de los militantes obreros y de partidos, que no precisaron de órdenes ni planes estudiados para saber que estaban defendiendo su libertad y su propia vida.
Lo que sí resulta inconcebible es que entre esos «caballeros mutilados» del bando franquista no haya habido ni una sola voz que se atreviera a decir que los mutilados, inválidos y viudas de guerra del ejército republicano eran también víctimas de la misma guerra que a ellos les situaba en una situación de privilegio mientras que las «otras víctimas» padecían el más completo abandono y discriminación, tan sólo por el hecho de haber perdido transitoriamente la guerra. Lejos de nuestro ánimo cualquier invocación actual a la revancha; tan solo deseamos propiciar un trato de igualdad para todas las víctimas sin excepción. Y llegados a este punto, declarar con firmeza y claridad que, pese a todo, y sin el menor ánimo vindicatorio nosotros no podemos ni debemos olvidar algo que ya forma parte de nuestro propio ser.
Publicado en Polémica, n.º 26, diciembre 1986
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