Armando LÓPEZ
Que Mayo de 1936 constituye un hito importante, trascendental, en la historia del Movimiento Libertario, es algo que no puede ponerse en duda. Esa fecha configura el deseo, firme y unánimemente sentido por los militantes confederales, de superar las crisis de tendencias que la CNT venía arrastrando desde su fundación en 1910. El Congreso que el día 10 de Mayo de ese año se inició en el Teatro Iris Park de Zaragoza, tenía que decidir sobre la orientación futura de una organización estimada en un millón de trabajadores, cuya dirección se disputaban maximalistas y posibilistas.
Importa, y mucho, recordar el esfuerzo que la mayoría de compañeros, de uno y otro sector, realizaban para encontrar líneas de cordialidad y sinceridad, imprescindibles en una acción que se intuía peligrosa y decisiva para las clases populares. Pero, como en todo cuerpo vivo de recias y acusadas peculiaridades, el deseo no bastaba para convertirse en realidad. Sobre el ambiente de aquellos tiempos planeaban los enconamientos cainitas, los insultos y las calumnias. Las heridas abiertas eran profundas y de difícil cicatrización. Y pese a que en la mente de los militantes responsables estaba el decidido propósito de olvidar agravios, persistía un justificada temor de que radicalismos intemperantes pudieran malograr los buenos propósitos. Los ecos y la influencia negativa que produjo la publicación de un artículo firmado por Federica Montseny en El Luchador, de tan vitriólica intención como podrá comprobar el lector si sigue leyendo, iban a gravitar largo tiempo sobre la polémica a desarrollar. Decía, remedando a Zola:
«YO ACUSO. iYo acuso, sí! Yo acuso a los culpables de esta iniquidad (las deportaciones) … Y voy a acusar no sólo al Gobierno de una república … Yo acuso, en primer lugar, a los treinta firmantes del manifiesto famoso … iDe los moderados no hay ninguno en la cárcel! En segundo lugar, a los que en conversaciones particulares, con Menéndez, con Ayguadé, con Companys, con Lluhí y Vallescá y con Maciá, les ilustraron debidamente sobre el pasado, el carácter y la actuación nefasta de algunos de los que ahora van con rumbo a Bata … acuso a los que, en estos últimas días, cuando en la montaña catalana había diez pueblos sobre las aromas y por la revolución social; cuando en casi toda España se esperaba una sola indicación para lanzarse a un movimiento de conjunto; cuando la CNT veía ante sí una posibilidad de realizar su ideario, traicionaron una vez más su movimiento … Ah, señor Menéndez y señor Moles y señor Maciá: ¿podrían ustedes decirme qué enchufe, qué sinecura, qué ventajoso empleo le han prometido a Emilio Mira, secretario del comité regional de la Confederación del Trabajo de Cataluña por su admirable labor de apagafuegos desde su secretaría, por sus malabarismos tendentes a retrasar todo acuerdo con vistas a prestar solidaridad a los rebeldes del Alto Llobregat; por su actitud contraria a todo paro solidario y por cuanto hizo para conseguir que el acuerdo de huelga, tomado en principio y puesto en marcha en Barcelona, no se extendiera a toda Cataluña? Esto bien vale por lo menos un sueldo mensual de quinientas pesetas … ¿Podrían ustedes decirme, señor Menéndez, señor Moles y señor Maciá qué diputación, qué ministerio, o gobierno civil le han prometido ustedes a Ángel Pestaña, secretario del Comité Nacional de la Confederación Nacional del Trabajo, por haber saboteado hábilmente el acuerdo de paro; por no haber lanzado el manifiesto a que se comprometió; por conseguir, en una palabra, ganar tiempo antes de tomar ningún acuerdo frente al levantamiento del Alto Llobregat; después perderlo de forma que la huelga de solidaridad fuese tardía e imposible, que los de Figols ya estuvieran vencidos y que en Barcelona y en el resto de España, la gente, desorientada, indecisa, se reintegrase al trabajo? Oh, esto bien vale más de mil pesetas mensuales, pues es una faena superior. El señor Azaña ha puesto de moda los términos taurinos!».
(Desde luego, la historia tiene su ironía. Véase, sino, como Federica hubo de encajar el boomerang de sus furibundas imprecaciones, cuando por mandato orgánico tomó posesión del Ministerio de Sanidad y Asistencia Social y sus «compañeros», los que antes habían aplaudido sus exabruptos, la sometieron a la humillante inquisición acusatoria de traición y apostasía).
Con ese ambiente enrarecido se llegó al 10 de Mayo de 1936 –fecha memorable para los trabajadores del mundo–, iniciándose, en el ya desaparecido Iris Park de Zaragoza, el Segundo Congreso Extraordinario de la CNT. Duró diez días y abarcó un amplio e importante temario. Con más calor que ecuanimidad, se estudió la propuesta de una alianza revolucionaria con la UGT; se polemizó, con más o menos acierto, sobre la concepción anarcosindicalista del Comunismo Libertario. Se historió minuciosamente el proceso escisionista y fue este tema, junto con los movimientos de 1932, 1933 y 1934, en los que se implicaba también el examen de los años republicanos, los que atrajeron principalmente la atención de los congresistas. Apasionados fueron los debates, pero, justo es decirlo, prevaleció el espíritu de concordia y el deseo de restañar las heridas. Finalmente, tras prolongada discusión, se llegó, aunque por diferentes caminos, a la coincidencia sobre la peligrosidad de prodigar lo que para unos eran simples algaradas y, para otros, revoluciones. Y mientras los moderados atribuían esa peligrosidad e inoperancia a la profusión incontrolada de la «propaganda por el hecho» y la «insurrección permanente», los maximalistas intentaban achacar los fracasos únicamente a la falta de fuerza y de disciplina. Por ello, el compañero que con más tesón defendía esta postura lanzó la propuesta de establecer una milicia popular que se habría de organizar militarmente. Proposición que dio pie a que otro compañero le preguntara si ya tenía pensado el color del fajín que habría de lucir. Y otra ironía de la historia: fue precisamente quien hizo la pregunta el que durante la guerra y por méritos propios, que conste, pudo ostentarlo de derecho.
El Congreso fue clausurado, con un gran mitin, el día 12, e intervinieron, si mis recuerdos no me traicionan, Horacio M. Prieto, en su calidad de secretario del Comité Nacional de la CNT, junto con Vicente Ballester, de la Regional Andaluza, Miguel Abós, por la de Aragón, Acracia Bartolomé, por la asturiana, Domingo Torres, por la Regional de Levante, David Antona, de la Regional del Centro, y Juan García Oliver, por la de Cataluña.
Relatar los acuerdos recaídos haría cobrar excesiva extensión a este trabajo. Por otra parte, cabe decir que no hubo tiempo para ponerlos en práctica, ni siquiera para digerirlos. El 18 de julio rompe todos los esquemas previstos y deja en el aire, para mejor ocasión, los acuerdos del reciente Congreso, obligándonos a pasar de los emocionados e ilusionados proyectos acordados en Zaragoza, a la trágica realidad de una sublevación militar, encargada de sellar, sin más, la verdadera unidad, la de lucha y sacrificio, y de señalarnos en toda su crudeza la exacta dimensión, trascendencia y responsabilidad de la nueva situación que, obligadamente, hubimos de asumir.
Los acontecimientos vienen a subrayar, dolorosamente, el abismo que separa los sueños teóricos de las implacables y concretas realidades del momento, Por ello, los que entonces tratan de hacer aparecer a la organización confederal como conculcadora de los principios que informaron su creación no tienen, a mi juicio, grandeza suficiente para valorar, ni aun entender, el sacrificio que supuso para la militancia libertaria la aceptación del reto de los militares sublevados y las subsiguientes implicaciones. Los que aún hoy persisten en su propósito anatematizador ignoran el determinismo histórico vital que la obliga, la absuelve y magnifica: éste no es otro que la rebeldía activa, no pasiva ni teórica, contra el fascismo. ¿O acaso pretende alguien lícita, siquiera posible, la turbia postura del abstencionismo o la aún más abyecta y vil del sometimiento?
Tan sólo los interesados en minusvalorar la gesta de los trabajadores españoles pueden considerar nuestra guerra como algo efímero o circunstancial. Sepan las nuevas generaciones –y lo decimos sin arrogancia y con la más estricta modestia– que el 18 de julio de 1936 abre y cierra época, marca el antes y después en la historia obrera y revolucionaria del pueblo español. La fecha dio magnitud e importancia a sus aspiraciones. No se puede, pues, borrar de las páginas de la historia, de un simple manotazo, como si de mera anécdota se tratara, la importante y fundamental participación de los trabajadores y de su organización mayoritaria en la responsabilidad conjunta de administrar los intereses del pueblo español. Como diría el malogrado escritor libertario Albert Camus: «Los cargos se ocuparon y sirvieron con toda honradez; no para servir al gobierno, sino a la justicia; no a la política, sino a la moral; no para la dominación del pueblo, sino para su grandeza».
Ese y no otro fue el gran desafío que el Movimiento Libertario aceptó y esa su gran responsabilidad, demostrando, pese a los fallos y errores que su inexperiencia política propició, la capacidad constructiva y su entrega al servicio del pueblo. Reaparecerán, no cabe duda, viejas polémicas, tensiones no extinguidas o acaso inextinguibles. De una parte, los que pretenden involucionar la historia, retornando a las clásicas posiciones de crispaciones insurreccionales, a caballo de inefables teorías y confusos razonamientos. De otra, los que pensamos que esto no es ya posible, que la guerra nos señaló con toda claridad las responsabilidades que hemos de asumir y que anclarse en el pasado, decir que estamos donde estábamos, que nada ha cambiado, es no decir nada.
La guerra obligó a replantear estrategias y el tiempo, con rigor día a día acentuado, nos hizo ver a todos diáfanamente, la diferencia existente entre combatir y destruir y dirigir y administrar, a la vez que nos permitirá comprobar cómo se cernía sobre los libertarios, en el interior y en el exterior, el aislamiento promovido por gentes que no nos conocían, no nos entendían y, lo que es peor, nos temían y nos odiaban. En tal situación, convivencias, tolerancias y responsabilidades mutuas se erigieron en normas obligadas para sobrevivir, obligándonos al abandono de concepciones y actitudes para las cuales no habíamos tenido tiempo de encontrar las oportunas sustituciones.
Llegado el momento fugaz –históricamente hablando–, era natural que nuestra inexperiencia política nos llevara a tener que transitar por derroteros peligrosos e inexcusables, pues estaba en juego la desesperada y patética necesidad de escapar a una derrota que para nosotros, los libertarios españoles, huérfanos de ayudas exteriores, abandonados a nuestra propia suerte, significaba la muerte cierta con renuncia a toda esperanza futura. Tenía, pues, carácter premonitorio la consigna lanzada por Durruti a sus hombres de: «renunciamos a todo menos a la victoria», y entidad de lógica abrumadora la teoría de Juan Peiró acerca de la «correlaclón de valores». Ambas fueron claras proyecciones de luz sobre la sombría noche que habían creado los militares sublevados.
Para resumir la importancia y fundamentalidad de los acontecimientos que enmarcaron los años 1936 al 1939, recurriré a la opinión ajena. Nada más y nada menos que la del compañero Juan Peiró –para mí, por muchos motivos, uno de los militantes libertarios de mayor estatura moral–. Su obra, su vida y su muerte son el más elocuente testimonio del cumplimiento del deber. De un deber voluntariamente prolongado hasta el tormento y la muerte. Y que da el más rotundo mentis a los mezquinos y miserables que, irresponsablemente, apoyan sus «argumentos» en la falaz teoría de que el militante, forzosamente, ha de envilecerse en los cargos públicos. Esto dejó escrito Peiró en agosto de 1936: «Digamos sin reservas que la gloriosa CNT hace ahora un inmenso honor a su historia, pletórica de heroísmos y de generosas gestas. Y es en estas circunstancias que yo retorno al redil confederal, del que nunca salí en espíritu, y el retorno no es para actuar con las actividades de antaño –los años no pasan en balde y yo empiezo a sentir el paso de los mismos– y sí podríamos decir para aportar al acervo común aquello que todos los trabajadores tenemos el deber de aportar al mismo, para empujar el proletariado hacia la conquista de formas superiores de convivencia social». Así reiniciaba Peiró una colaboración en la Soli que se había roto en años anteriores por las intransigencias y fanatismos imperantes. Y en 1938, cuando ya no era ministro, cuando del sillón ministerial había vuelto a su puesto en la fábrica de vidrio, dejó dicho: «Quiera que no, el anarquismo habrá de contribuir a la reconstrucción económica de España; con la particularidad de que habrá de hacerlo tanto o más directamente que lo está haciendo ahora para ganar la guerra, o el anarquismo se hundirá como factor operante y como valor histórico».
Persisten, en mi criterio, la justeza de sus razonamientos. Su actualidad cobra mayor importancia en la misma medida que ganan, también, perspectiva histórica. Es el legado que los viejos militantes pueden entregar a la juventud, sin paternalismos ñoños ni tutorías injustificadas.
Publicado en Polémica, n.º 4-5, junio 1982