Antonio NOGUEIRA
1. Una cuestión de Estado
La Europa de Maastricht –de la moneda común, de los criterios de convergencia– es una cuestión de Estado, por encima de diferencias ideológica, políticas y personales, como bien se vio en el primer debate de investidura de Aznar. La Unión Europea no se discute ni tampoco la conveniencia de estar entre los países que formen parte del núcleo inicial de los integrados plenamente en la Unión Económica y Monetaria en 1999 (en la llamada «tercera fase»), en la que empezará a utilizar la moneda única.
El consenso entre fuerzas políticas de signo distinto no puede producirse más que en el terreno ficticiamente neutral de lo técnico.
A pesar del consenso, aquí y en los restantes países europeos, la así llamada «opinión pública» ha mostrado, cuando se han celebrado referéndums, una notable división entre partidarios y contrarios del actual proceso de integración europea que ha resultado en una cierta igualdad numérica.
De vez en cuando los medios nos obsequian con los lamentos de los que se llaman a sí mismos europeístas ante el escepticismo de los ciudadanos, y se preguntan de qué forma acercar a la población la idea de Europa. Hay que reconocer que intentar explicar las grande ventajas de la integración europea y la moneda única y, además, ponderar la bondad del cumplimiento de los acuerdos de convergencia, es tarea prácticamente imposible, entre otras cosas porque para explicar algo hay que saberlo y las cosas no están nada claras.
Lo que sí parece claro, por ahora, es que el proyecto de la unión europea presenta los rasgos propios de lo tecnológico: es inevitable, misterioso y deseable.
2. La idea de Europa
La abundante literatura apologética intenta –lógicamente– confundir Europa con el proyecto de Maastricht. El razonamiento para los españoles suele ser de esta guisa: «Europa contribuyó a la consolidación de nuestra joven democracia. Al proyecto político se le une el económico como la base necesaria para aquél. La UE (Unión Económica y Monetaria) es la culminación en el terreno económico y financiero, del proceso de integración europea».
A todo esto hay que responder que el Tratado de Maastricht, como hito fundamental en el llamado proceso de integración europea, consagra una concepción de la Unión Europea que difícilmente se podría tachar de democrática.
Es natural que los ciudadanos no hayan leído el Tratado de Maastricht. propiamente llamado Tratado de la Unión Europea (TUE), y, aún menos, la Resolución del Parlamento Europeo sobre el Tratado de la Unión Europea (RPETUE). Esto viene a cuento porque en dicha resolución e expone que el TUE «no ha superado el déficit democrático parlamentario» y tiene deficiencias serias y graves en número de 21 (no se mencionan las leves). Digamos, de paso, que este déficit democrático se refiere básicamente a las escasas competencias que se otorgan al Parlamento Europeo como órgano de representación ciudadana.
3. Economía, política y democracia
Si nos centramos en el ámbito de lo económico podemos, por nuestra parte, señalar algunas características significativas de lo acordado en Maastricht.
La política monetaria que diseña Maastricht establece un sistema Europeo de Banco Centrales (SEBC), y un Banco Central Europeo (BCE): en particular (Artículo 107):
«En el ejercicio de las facultades y en el desempeño de las funciones y obligaciones que les asigna el presente Tratado y los estatuto del SEBC, ni el BCE ni los bancos centrales nacionales, ni ninguno de los miembros de sus órganos rectores podrán solicitar o aceptar instrucciones de las instituciones u organismos comunitarios, ni de los Gobiernos de los Estados miembros, ni de ningún otro órgano. Las instituciones y organismos comunitarios, así como los Gobiernos de los Estados miembros, se comprometen a respetar este principio y a no tratar de influir en los miembros de los órganos rectores del BCE y de los bancos centrales nacionales en el ejercicio de sus funciones».
O dicho más brevemente, los bancos centrales nacionales y el BCE son autónomos respecto a las instancias políticas. Por ejemplo, desde enero de 1995, el Banco de España es autónomo para fijar la política monetaria como conjunto de instrumentos para lograr la estabilidad de precios.
Afirmar la autonomía del Banco Central significa independizar su actuación de la directrices del Gobierno y, en especial, de «la política». En efecto, un argumento que se suele emplear es que los políticos tienden a actuar muchas veces en base a intereses electoralistas a corto plazo, mientras que las decisiones económicas tienen que guiarse por criterios técnico, racionales. Aunque la primera parte de la afirmación sea cierta, desde una perspectiva democrática, la argumentación utilizada resulta sorprendente, puesto que la legitimidad del poder (político, pero también económico) viene dado por la democracia parlamentaria… a menos que se suponga que lo económico es un ámbito técnico, y por lo tanto indiscutible y no sujeto a interpretación política alguna.
A la autonomía de los bancos centrales nacionales hay que añadirle la preponderancia del BCE y la moneda única, es decir, la pérdida de la soberanía nacional que aún quedaba en cada banco central europeo. Por cierto, que este aspecto suele ser lo que más les duele a los euroescépticos oficiales, en particular en Gran Bretaña y Francia. Porque la moneda es un símbolo de la soberanía y con los símbolo no se juega. O no se debería jugar, cosa que la visión técnica de la realidad olvida.
Otro aspecto destacable es el referente a la capacidad del poder político para actuar en el ámbito del Presupuesto del Estado, es decir, la necesidad de una «política fiscal permanente de equilibrio». Parece asumido que el presupuesto del estado deberá tender hacia la igualdad de gastos e ingresos, por lo que la actuación del Estado quedará limitada a fijar las partidas de gasto que debe suprimir (teniendo en cuenta que una parte muy importante del gasto público no puede reducirse al menos a corto y medio plazo) y las de ingresos que podría aumentar (en cuyo caso también las limitaciones son muy grandes).
En resumen, la separación entre lo económico y lo político sitúa a este último ámbito cada vez más huérfano de competencias, lo que es perfectamente lógico desde una perspectiva tecnocrática. En la misma perspectiva, los criterios de convergencias son igualmente indiscutibles: no son más que instrumentos para alcanzar las metas señaladas por el proyecto tecnocrático europeo.
4. El ciudadano y la tecnocracia
Podríamos imaginar cuál sería, en buena lógica democrática, la actitud de un hipotético ciudadano español, ferviente europeísta. Su mayor ilusión, que duda cabe, sería la de contribuir a que España cumpliera con los criterios de convergencia. Para ello, sigamos suponiendo, que el ciudadano ejemplar va a buscar asesoramiento. Si está afiliado a un partido (ejemplarísimo ciudadano) no ha de vacilar en consultar a la persona adecuada, por ejemplo, un funcionario del partido. Imaginemos el siguiente diálogo: El Ciudadano Ejemplar llega a la sede del partido:
—Buenas tardes, soy WYX militante del partido. Quisiera contribuir al cumplimiento de los criterios de convergencia de Maastricht.
—¿Cómo dice? —responde el funcionario del Partido (perplejo).
—Sí. He visto que España no cumple los criterio de convergencia y he venido a que me diga el partido cómo puedo echar una mano.
—¿¿¿Cómo??? —exclama el funcionario más perplejo aún.
Y así sucesivamente.
Ya sabemos que este diálogo no puede producirse, es algo así como una imposibilidad metafísica, puesto que sería confundir lo técnico con lo político. El ciudadano en las modernas democracias debe avalar con su voto la opción política preferida, y el gobierno de turno se encargará de tomar las medidas oportunas. En este caso, hacer del cumplimiento de los citados criterios cuestión de Estado.
Por cierto, que es difícil que el ciudadano, por muy ejemplar que sea, llegue a entender que problemas que le afectan, en particular el paro, no se consideren realmente importantes, puesto que no figura entre los repetidos criterios de convergencia. Como el agricultor difícilmente pueda considerar que dejar de ser agricultor sea el camino para una vida mejor, ni el ganadero que ha de matar sus vacas, ni… No hay realmente muchos motivos para ser un ferviente europeísta.
¿Dónde reside, pues, la fuerza última del proyecto tecnocrático de Maastricht? Paradójicamente en algo no técnico: en el poder de uno de los mitos más poderosos de nuestra cultura como es el mito del futuro, en este caso encarnado en la Europa de Maastricht. «El presente Tratado constituye una nueva etapa en el proceso creador de una Unión entre los pueblos de Europa…».
Por definición, el ciudadano es lego en cuestiones técnicas y en particular en las económicas, y ha de creer, como dicen los apologéticos, que la prosperidad (y el pleno empleo) está a la vuelta de la esquina europea, si se es capaz de hacer hoy los sacrificios para estar entre los países de primera división: «perder esta oportunidad –advertía Pedro Solbes– sin nada que ganar a cambio, sería una irresponsabilidad que no nos podemos permitir».
Y una estupidez, añadiría yo. ¿O no?
Publicado en Polémica, n.º 62-63, julio 1996
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