Francisco CARRASQUER
El realismo que esconde la mano
Hay que combatir los prejuicios, sobre todo en política, que pueden ser causa de mucho dolor y mucha muerte. Y uno de los prejuicios más tenaz y escandalosamente orquestados es el tratar al ácrata de irrealista. Cuando al que discute con un anarquista se le acaban todos los argumentos, suele blandir éste como último recurso apabullante: «Todo eso está muy bien, pero es demasiado bonito para ser verdad; no nos engañemos, hay que ser realistas…»
Y sigue lo que se entiende en [mala] política por eso de ser realista: que no se puede hacer nada sin orden y que no hay orden sin autoridad, sin un rígido sistema de premios y castigos, sin jefes y maestros, sin líderes y capitanes, sin cárceles y policía, sin paniaguados, eminencias grises, hombres de paja y verdugos… Que el hombre es egoísta por naturaleza y está lleno de innobles apetitos: de mando y posesión, de vanidad y lujo, cuando no de crueldad y servilismo… Que en su indefensión está acosado por necesidades: de afirmación, de seguridad… Que necesita ser amo o esclavo (Hegel), padre o hijo (Freud), sacerdote o fiel, gurú o papanatas (cualquier religión)… y que la política es el arte de lo posible, del pacto y del compromiso, del ten-con-ten y la maniobra, del tacto y la táctica, de la maquinación y la estrategia… En fin, de la guerra en la paz –como apunta Clausewitz– y de la virtú del Príncipe por encima del bien y del mal para sujetar a sus súbditos por debajo del bien y por encima del mal, según Maquiavelo avisa…
Si así hablaran sólo los fascistas, no nos sorprendería lo más mínimo. Entender así la política es abogar por la Gran Solución: la dictadura. Pero que hablen así también los izquierdistas, y no digamos ya los revolucionarios, que hablen así los que pugnan y propugnan por una sociedad más racional, es negarse a sí mismos como políticos. Porque la verdad es que la política no es el arte de lo posible (iqué saco roto!) sino de lo inminentemente necesario en cuanto universalmente conveniente y óptimo, según consenso social y popular acuerdo. Pues lo posible igual puede ser positivo que negativo, malo que bueno. Y si lo reducimos a tendencia, el posibilismo no deja de teñirse de cierto sentido peyorativo, tanto que se acerca a oportunismo. ¿O es esto lo que nos quieren decir cuando nos hablan de realismo político?
Pero, ¿qué es realismo? Hay un realismo conformista que se traduce en un atenerse a los hechos y a las cosas tal como son, sin aspirar a modificarlos, y menos a violentarnos por medio de los propios deseos hechos acción y empresa, actitud ésta práctica y comodona, norma o conjunto de normas recibidas y adaptadas a la situación por ley de inercia de la gran rueda de la fortuna en sociedad. Pero luego está el realismo político más o menos impregnado del pesimismo y naturalismo maquiavélicos que, en su versión más gris, es un realismo intranscendente, anodino y parasitario que anquilosa; pero en su versión más peligrosa, o sea, con la ambición por espoleta, es pretexto para justificar toda intriga malsana, toda traición aviesa y todo chanchullo seudofatalista.
Hay, sin embargo, un realismo verdadero que acuña la idea de REALIDAD con el troquel de VERDAD. Y a este realismo se atiene el anarquista o ácrata desde siempre. Es más: no hay reformador, innovador, renovador o revolucionario que no entienda así su realismo, en el fondo. Es decir: como un conocimiento de lo real puesto a prueba al contraste de lo verdadero. Por consiguiente, todo activista político entregado a reformar, innovar, renovar o revolucionar la comunidad en que vive, con el expreso y confesado propósito de mejorarla, se adscribe ipso facto a ese realismo. Porque, de lo contrario, sería tanto como aceptar la realidad tal cual es, sin abrigar proyecto alguno de mejora o perfeccionamiento, sin empeño de cambio. y por aquí no querría pasar político alguno. Y, sin embargo, lo que mejor define a esta especie es aquello de «tirar la piedra y esconder la mano», para que se crea que la pedrada viene del cielo (o de la «naturaleza humana», que es igual). Y que «una cosa es predicar y otra dar trigo», eso lo ha distinguido muy bien siempre el pueblo, para que se llame a engaño.
¿Por qué no decir, pues, las cosas por su nombre? Así, cuando un político –en ciernes o en ejercicio, qué más da– le dice a un anarquista que no es realista, tendría que decirle que no es un logrero, un aprovechado, un pescador en río revuelto, un oportunista, un zancadillero, un trapisonda y un marrullero, que sólo cree en una realidad: la negativa como él. Y aun es esto demasiado parcial. Porque la realidad es esencialmente neutra, la realidad es un peso muerto, masa, y sólo la verdad la «panifica» y la «iza» a la vida. Pero si se hace la realidad negativa, es fácil cargarle el muerto a esa realidad, y so pretexto de esa negatividad, afirmarse como el que tiene el secreto de lo positivo para escalar el poder. Por eso a esos políticos realistas les horroriza tanto la apertura y el arrancar sellos y precintos, revelar códigos de cifrado y desvelar falsos misterios O aventar inanes sagrarios.
El realismo filosófico y el Poder
Resulta, pues, que todo ese realismo está basado en lo contrario de lo que todas las filosofías han llamado verdad: en la falsedad. Sabido es que la verdad tiene dos caras con sendos contrastes: frente a mentira, falsía, felonía, mala fe, embuste, engaño, estafa, fraude, escamoteo, etc., su punto teórico de aplicación contrastante: lógica, ciencia o filosofía; y frente a apariencia, ficción, ilusión, alucinación, delirio, ensueño, fantasía, quimera y fábula, su punto de aplicación práctico: revolución, justicia social y libertad.
Pues bien; tanto si nos atenemos al realismo clásico de la adaequatio rei el intelleetus, como al de las verdades de razón adecuadas a las verdades de hecho, o aun al principio de verdad en Spinoza: el orden y la conexión de las ideas han de ser los mismos que el orden y la conexión de las cosas, o en fin, como la verdad-descubrimiento de Heidegger, para quien la esencia de la verdad es la libertad, aunque una libertad que NO se tiene, sino que NOS tiene, etc., siempre constatamos que no se puede ser realista mintiendo, que la primerísima condición de la verdad es lo real y de lo real lo verdadero, pero que sólo es verdadero lo real hacia el bien, si queremos resumir en una breve fórmula todas las filosofías de la verdad, desde Aristóteles hasta Sartre, pasando por William James y Wolft, Russell y Wittgenstein.
Ya sería hora de que la filosofía se definiese de una vez como «apta para transformar el mundo» y que acabara así con todas las mentiras y supersticiones engendradas desde Sócrates y Platón en torno al lenguaje político de los filósofos. Si algún interés tiene la misión de la filosofía de hoy, no puede ser más que el de hacer realidad aquel desideratum marxiano que el mismo que lo formuló aplastó en el huevo, quién sabe si por incapacidad personal (y no filosófica): transformar el mundo transformando la idea que tenemos de la política, pésima idea que les podemos agradecer a los epígonos de Platón y Hegel clásicos y modernos. Lo que se impone a los filósofos, ya los no filósofos, es ir al toro de la realidad siendo realistas, cogiéndolo por los cuernos de la verdad siendo ácratas (y no sólo llamándoselo, que se puede ser sin llamarse, pero al revés es lo más frecuente).
No deja de ser tan curioso como deprimente que, hasta ahora, la inmensa mayoría de los filósofos hayan admitido el poder político como algo de cajón. Creo que si a fines del siglo XVIII empezó a resquebrajarse el imperio teológico sobre la filosofía, ahora, a fines del XX sería ya el momento de que, en filosofía, se entrara a saco con la «naturalista» idea del poder y se quedara el poder filosóficamente solo, incluso sin la imaginación y otras zarandajas con que últimamente se le ha querido echar un último cable. La idea de poder no casa ni con libertad ni con amor, las dos grandes salidas teológicas de unas y otras filosofías. A este propósito sería hora de decir, por ejemplo, que la verdadera negación del amor es el poder, eso sí. Porque el odio es sólo la otra cara o el reverso, del amor; pero si el amor es la afirmación del tú, el poder es incontestablemente su negación. Sobre el mismo eje del amor podríamos hacer pivotar lo que tiene de posesión, y en cuanto tal posesión, máxima recíproca. Puede darse cierta adhesión positiva en el amor, pero jamás podrá adherirse nada positivo en torno a un (imposible) amor que se llamase Poder.
Y en esta encrucijada nos asalta esta pregunta: ¿no es infinitamente más nocivo –si no ya criminal– el apetito de poder que el de propiedad o posesión? O de otro modo dicho: ¿no habría sido cien mil veces más revolucionario y liberador hacer que hubiese prevalecido la idea de Bakunin contra todo poder y contra el Estado, su institución, que la de Marx contra el capital privado y la explotación económica, que, de paso, también habría quedado eso suprimido, con el Estado. Al fin y al cabo, explotar económicamente a un obrero o campesino no es nunca tan grave como encarcelarlo, amordazarlo, torturarlo y matarlo. En última instancia, no es el capital privado el que nos hace gastar en armamento a todo el mundo contribuyente en peso unos 70 millones de pesetas por minuto, sino el poder: ni es otra cosa que el Estado (o la fatídica pugna entre los Estados) lo que nos aboca a la suicida locura de la guerra nuclear, peligro sin precedentes para el mundo entero que puede desaparecer en un santiamén sin resurrección posible. Verdad es que, como decimos en otro lugar, tener conciencia de su facultad de suicidio podría ser el momento a partir del cual la humanidad podría aprender a ser libre; pero no de ese modo, no dependiendo el suicidio de unos pocos que detentan el poder y pueden apretar el botón de la muerte del planeta sin contar con la humanidad cuya representación usurpan. Estos monstruosos resultados deberían bastar para renegar definitivamente del Estado que los causa y engendra. ¿No es éste un humanicidio en potencia, ante el cual aún habrá idiotas que llamen a eso realismo.
El fatídico Poder no es fatal
El poder es el terror organizado y la entronizada violencia. De acuerdo. Son habas contadas: si el hombre es y debe ser libre, todo poder es antihumano. Esta es la realidad. Y la verdad que de esa realidad se desprende es que LA AUTORIDAD ES SIEMPRE UNA BRUTAL SOLUCIÓN DE FACILIDAD. No obstante, viene el realista vulgar y dice: «Como la ambición de poder ha existido siempre, no podemos prescindir del poder, porque no podemos prescindir de nuestra propia naturaleza».
Lo mismo debería decir el esclavista, hasta Lincoln: como siempre ha habido esclavos, no podemos prescindir de ellos (incluso los más profundos filósofos de Atenas debieron razonar poco más o menos así). Y hasta si se me apura, lo mismo puede decir el antropófago o caníbal en su comunidad: como siempre… O podríamos excusarnos todos del mismo modo dejando decir a los armamentistas: como siempre ha habido guerras… Y en cambio, todos estamos en contra de la esclavitud, la antropofagia y las guerras, y creemos que con derecho, y hasta con derecho a llamarnos realistas.
Es un hecho que en muchos países ha dejado de existir la propiedad privada, al menos en cuanto sistema de explotación. Y ¿por qué no habría de poderse dar también una sociedad sin la explotación –infinitamente más grave– del poder? El hecho de que el hombre se sienta impelido –por instinto, por herencia o por ambientación (como en las alergias)– a mandar, a imponerse sobre los demás, no quiere decir que haya que consentir, y menos propiciar, semejantes pulsiones; así como por no constamos cuán egoístas somos todos, tengamos que cantar loas al egoísmo. Lo que sí hemos de hacer es, conociendo estas limitaciones o factores negativos del hombre, usarlos como fuerza dinamizadora para obtener buenos resultados, como los factores negativos en álgebra producen el signo +, y como los buenos navegantes saben avanzar con los vientos contrarios.
Pues, bien: si hay algo hasta ahora que distinga, caracterice y tipifique al anarquismo de entre todos los demás movimientos sociales y políticos, es su lucha contra el Poder, contra la Autoridad como sistema, contra todo gobierno, contra todo lo impuesto desde arriba, contra toda cracia y arquía. ¿Es esta lucha irrealista? Hacerse esta pregunta sería como dar por entendido que es irrealista la lucha contra la injusticia, que es lo mismo que decir la lucha por la libertad y la verdad. Pero apeémonos de las grandes abstracciones y entremos con buen pie en las más pequeñas comunidades: en la familia, en un grupo afín, en el equipo de trabajo, en la empresa, en la escuela, en la comuna y en el municipio abarcable por su poca extensión. Todos los estudios de psicología de grupo demuestran que en toda unidad de convivencia y de cooperación por un objetivo común, cuanto más comúnmente se comparte y reparte la responsabilidad y el orden, tanto mejor es la calidad de la convivencia. Con la salvedad de que, en las pequeñas comunidades, un régimen autoritario (y aun peor de laissez-faire, laissez-passer) por lo general no pasa a mayores consecuencias y suele traducirse en simple malestar, embarazo o sentimiento de humillación personal; mientras que en macrosociedades políticas, dado que la autoridad tiende a abusar con más facilidad e impunidad (sin dar la cara, o dándose el abuso en cabezas menos visibles), las consecuencias son mucho más graves traducidas a represión colectiva, a clima social opresivo, haciendo posible la persecución del hombre por el hombre encarnizadamente sin que el hombre se vea, sino viendo tan sólo el prestigio o el interés del partido más fuerte.
Pues todo eso no está escrito, todo eso no es una maldición divina o el fatum a que nos tengan condenados los dioses; todo eso es un sistema irracional justificado con muchas racionalizaciones en el sentido psicoanalítico, es decir: justificaciones con visos lógicos de tipo determinista que en el fondo son mentiras del que va a caballo para que la cabalgadura no lo tire y la emprenda a coces con él una vez en el suelo. Porque, ¿quién puede creerse con dotes sobrenaturales para dárselas de guía y conductor de los demás, como si estos demás fueran de otra naturaleza inferior? De la esclavitud pasamos a la servidumbre, de la servidumbre o estado de siervo a la condición de criado y bracero, y de éstas a la de proletario (lo más bajo de la escala, la esclavitud más sórdida por la que ha atravesado la humanidad, la negación rotunda de lo que podemos llamar pueblo como portador de la más honda cultura), hasta la mezcla de hoy de un ex proletariado reaccionario en el mundo occidental y de un preproletariado en el Tercer Mundo prácticamente mediatizado por los nuevos poderes de ideología marxista. Pero ni la inconsciencia del primero ni la paciencia del segundo pueden durar. Tras las durísimas lecciones de esas masacres que rebasan la medida de las antiguas guerras de religión entre las diferentes camarillas rivales del Lejano Oriente, por fuerza la gente tendrá que despertar. Lo increíble es que haya hoy una sola persona sensata que siga llamándose comunista, después de haber visto lo que un Stalin, un Macías o un Pol Pot han hecho y deshecho. Eso se ha de acabar, al menos en grado tan escandaloso. Los faraones, los sátrapas, los mandarines, los procónsules, los caudillos y dictadores de toda laya han existido, ¡si lo sabremos nosotros, y no sólo de oídas, sino en la propia carne!: pero la gente va convenciéndose cada día más y en mayor número de que no hay necesidad, realmente, de sufrir tales desastres para vivir en sociedad. Y que así como vamos acabando con el analfabetismo iremos acabando con el poderismo. No hay nada humano ni divino que lo impida. Y con la desaparición lenta del poderismo se irá acabando el capitalismo, de paso. Porque la raíz de esto está en aquello, y no al revés, como creen los autoritarios socialistas –que no los socialistas autoritarios, por que de ser primero autoritarios lo que venga detrás es igual–. Y de la misma manera que la humanidad se ha liberado de la creencia en magos y brujas se irá liberando del poder de esos políticos que dicen tienen carisma.
Publicado en Polémica, 19, octubre 1985