José Luis MARTÍNEZ
Para C. por los días de El primer hombre y por las cosas de la vida…
Las filosofías valen lo que valen los filósofos. Cuanto más grande es el hombre, más verdadera la filosofía.
Albert Camus
Hay ideas, hay libros y hay autores que requieren del fino bisturí y de toda la habilidad de los comentaristas para desentrañar la profundidad de lo pensado y la transcendencia de las verdades desveladas. El pensamiento se torna entonces huidizo e indeciso, se pierde en las afueras del tiempo y de la Historia y al final resulta estéril para remontar y comprender las urgencias de la vida. Es cuando aparece esa filosofía de carne congelada y desvarío académico que deambula por los laberintos grises de la erudición sin esperanza y renuncia a tocar la vida con los dedos. Son esas obras de obras también, que crean un inmenso laberinto de espejos borgiano donde una voz sin rostro le hace guiños mefistofélicos a nuestra vanidosa inteligencia. Obras concebidas para la posteridad, para la eternidad, para ser leídas con los ojos de Dios, sin vocación alguna de arraigar en el tiempo de los hombres, en sus esperanzas e ilusiones o, al menos, en alguna esquina apartada de su muerte. Obras al fin, donde el autor se come al hombre, como a tantos poderosos el poder o a tantos millonarios su fortuna, y dejan entonces de ser testimonio y grito, presencia arrebatadora de las noches y los días…
Frente a ello y/o a pesar de ello, hay obras y autores que no requieren ni necesitan de la artificialidad del comentario experto para que uno pueda acercarse a ellos. Sólo demandan la humana complicidad del lector, una especie de baile o de tertulia… Para que a veces nos sorprendan con la irreverencia y la osadía de que las palabras vuelan más allá de los estrechos márgenes del libro, se confunden con el río de la vida, y participan entonces con nosotros del sufrimiento y del gozo.
Albert Camus es uno de esos autores de frente limpia y mirada a los ojos. Su obra, y sin duda su vida –o al menos su actitud pública ante la vida, ya que su vida no nos pertenece y por tanto no tiene ningún sentido juzgarla–, participan plenamente de aquello que decía Oswald Spengler: «Comprender el mundo es estar a su altura». Lo cual, visto desde nuestra perspectiva de lectores fin de siglo tocados por el dai-mon de Camus, y sin hacer uso de demasiados alardes hermenéuticos, es como expresarlo de la otra manera, es decir, que estuvo a su altura, a la altura de su mundo, en la medida en que intentó desesperadamente comprenderlo. Y no otro debería de ser el destino y el orgullo de esas criaturas celestes que se nombran a sí mismas artistas e intelectuales.
Toda la creación y la reflexión camusiana es un testimonio de ese esfuerzo de comprensión. Su obra es una flecha que atraviesa la realidad y se hunde en las profundidades del misterio. La voluntad creadora, para Camus, no debe estar nunca al servicio de posiciones ideológicas que cercenan las fuerzas de la naturaleza, de la pasión y de la vida. El mundo del artista no ha de ser otro que el mundo de la discusión viva y de la comprensión. Frente a la aberrante monadología del discurso ideológico de su tiempo –véase si no Sartre y toda la camarilla intelectual al servicio del folclorismo sanguinario de la revolución estalinista–, que sólo supo depositar sus flores en el templo hegeliano de la Historia, Camus se abre a un mundo complejo, sin inocencia, pero donde todavía alienta la pasión del hombre, el asombro griego ante la phisis, y la consideración de que nada es posible sin atender a la mirada de los otros hombres. «El gran drama del hombre de Occidente es que entre él y su acontecimiento histórico ya no se interponen las fuerzas de la naturaleza ni las de la amistad. Con las raíces cortadas y los brazos resecos, el hombre se confunde ya con las horcas que le tienen destinadas… Los hombres de hoy pueden, tal vez, dominar todo en ellos, y esa es su grandeza. Pero hay, al menos, algo que la mayoría de estos hombres no podrá jamás volver a encontrar: la fuerza para amar que les arrebataron».
Hay en toda la obra de Camus un sentido trágico acerca de la condición humana que remite a los clásicos griegos y a eso que él intentó articular a través del mito de Némesis, y que sería algo así como una cosmovisión mediterránea. El mundo mediterráneo, el mar, el sol, las playas de Argelia, la sombra silenciosa y aristocrática de los olivos, la urgencia de la luz que todo lo fecunda, la presencia tan contundente del mundo femenino… son referencias esenciales de la ética y la estética camusianas. Su universo se nutre de estas fuentes que ya aparecen con todo su esplendor en las primeras obras de juventud: El revés y el derecho y Nupcias, textos primerizos donde está presente toda esa avaricia de vivir, donde la voz es búsqueda incesante de palabra y de silencio, donde el desorden es clarividencia que convoca a la plenitud de todas las potencias creadoras y el instinto de ser se derrocha en la elegancia y la contundencia del estilo. Hay, en estas primeras obras, una sabiduría que nunca es desencantada, que no le tiene miedo a la vida, que quiere vivir y acepta el duelo, con sus opacidades y sus límites, con lo que tiene de desesperación y desmesura: «No hay amor a la vida sin desesperación de vivir» dice en El revés y el derecho con el orgullo del que planea salir airoso de una emboscada…
Frente al sentido trágico y derrotado de la vida de cierto existencialismo victimista adolescente, y también frente a lo que Camus ve en el cristianismo de sentimiento de huida hacia otros mundos, de impotencia en suma para afrontar la sola realidad de éste; frente a la enajenación en la deshumanizada dialéctica de la Historia y contra esa soledad que se acepta resignada mente como melancólica consciencia de un trágico destino; frente a todo ello, Camus proclama y alienta el canto de la rebeldía.
Toda su obra, que ya había sido intuida de forma casi visionaria en su juventud, en aquella casa frente al mar que compartía en Argel con dos amigas y donde se podía leer en el pórtico de la entrada: «esta es una casa para ser feliz», como replicándole al viejo Platón desde el otro lado del Mediterráneo aquello de: «aquí no se entre sin saber geometría», se nutre de esa vivacidad retórica y bulliciosa que otorga el ser habitante del Mare nostrum, del mar civilizado proviene y de la voluntad de decir no al estado de cosas, a ese estado de injusticia permanente que llamamos realidad y que niega tantas veces a los hombres el privilegio de comportarse como caballeros…
El Mediterráneo y la rebeldía son las dos alas del vuelo camusiano. Él mismo ilustrará todo su recorrido a partir de los mitos griegos de Sísifo, Prometeo y Némesis.
Sísifo, el héroe absurdo
El mito de Sísifo remite al absurdo, a la rebeldía metafísica, y describe con lucidez y con pasión toda la reflexión del nihilismo contemporáneo. A este periodo pertenecen: El extranjero, Calígula y El mito de Sísifo.
Lo que plantea Camus en esta última es una cuestión moral: ¿cómo vivir? O, más bien, ¿cómo vivir sin creer ni en Dios ni en la razón? O ¿cómo darle sentido a la vida cuando el absurdo muestra tan rotundamente todas sus caras? «Juzgar si la vida merece o no merece la pena ser vivida, es responder a la cuestión fundamental de la filosofía». Así comienza El mito de Sísifo. El origen del absurdo «nace de esa confrontación entre la llamada humana y el silencio irracional del mundo». El absurdo es un punto de partida, una situación originaria del espíritu y del mundo. El absurdo es el paso imperdonable del tiempo, es el sin sentido de la muerte, es la carnicería que asola Europa en la época en que Camus está redactando el libro…
El absurdo es lo irracional, lo incomprensible, lo injustificable, la impotencia de la razón para: dar cuenta del sentido del universo. La pregunta de Heidegger «¿por qué, el ser y no más bien la nada?», La Náusea de Sartre, también son la expresión del absurdo… «absurdo es ese divorcio entre el espíritu que desea y el mundo que decepciona, mi nostalgia de unidad, el universo disperso y la contradicción que los encadena…». Absurda es la indiferencia de Meursault, el protagonista de El extranjero, que siente precisamente como tal, por habitar un mundo falto de sentido y de ilusión…
Absurdo es el futuro sin esperanza, el pasado que no fructifica, que no alcanza el sentido a través de la recreación de la memoria; el tiempo perdido es absurdo, el que no se humaniza ni se hace narración y transparencia de las cosas, el que no es potencia y presencia del ahora.
El absurdo es, en definitiva, la constatación de que el mundo no tiene sentido por sí mismo, el sentido no emana vaporosamente de la realidad del modo que le gustaría al supuesto observador imparcial, a la inhumana imparcialidad, sino que el mundo tiene el sentido que se le da. El mundo es porque se humaniza. Es la huella que tejen sus habitantes. Y esa es, justamente, la rebeldía que encarna el Sísifo de Camus.
Frente al Prometeo encadenado, símbolo de los hombres castigados por los dioses, mediador entre lo humano y lo divino, portador del fuego de la transcendencia, Camus opta por Sísifo, condenado por los dioses a subir eternamente la roca hasta la cima de la montaña desde donde volverá a caer por su propio peso. Parece que no hay castigo más terrible que este trabajo inútil y sin esperanza, pero Camus afirma al Sísifo «que niega a los dioses y levanta las rocas. Él juzga que todo está bien. Ese universo, a partir de entonces sin amo, no le parece ni estéril ni fútil. Cada uno de los granos de esa piedra, cada esquirla mineral de esa montaña llena de noche, forma por sí solo un mundo. La lucha misma hacia las cumbres basta para llenar un corazón de hombre».
La rebeldía del hombre ante el absurdo, como la de Sísifo, consiste en afirmarse y perdurar en la propia humanidad sin necesidad de ninguna justificación transcendente. La rebeldía es vivir en el desgarramiento que supone el conflicto entre mi ansia de infinito y plenitud y la presencia constante y desesperanzada de la propia muerte. Es también la constatación de la imposibilidad de la razón para dar cuenta de lo real, para dar el cobijo necesario a lo humano. La rebeldía es la aceptación afirmativa del absurdo.
Hay que imaginarse a Sísifo dichoso, dice Camus. Su alegría silenciosa es la imagen de la conciencia que asume que su destino le pertenece. Su roca es su argumento. Un sí jubiloso que afirma la llamada a habitar la tierra… «El cuerpo, la ternura, la creación, la acción, la nobleza humana, volverán entonces a ocupar su lugar en este mundo insensato».
La rebeldía metafísica camusiana está teñida de nostalgias argelinas. La patria del hombre también es su nostalgia, y es allí donde los hechos adquieren su significación y el tiempo transcurre con mansedumbre.
La reflexión de El mito de Sísifo y El extranjero es el resultado del primer combate con la vida de Camus. Detrás está el barrio pobre de Belcourt, donde transcurrió su infancia entre la mirada cómplice de una madre silenciosa y la ausencia del padre muerto al que nunca llegó a conocer; donde se encontró cara a cara con la miseria y con la solidaridad que ésta, a veces, es capaz de engendrar; donde la tuberculosis le fue sumiendo desde muy joven en pequeños silencios de vida… Y, junto a ello, esa inquebrantable voluntad de vivir, de formar parte de la naturaleza y de la alegría, y de confundirse con el mundo.
Frente al destino trágico que nos depara el combate incesante con los dioses, Camus el rebelde rechaza la divinidad para aprender a vivir ya morir, para compartir las luchas y el destino común con los otros hombres. Sísifo sabe que para la urgencia y la grandeza de ser hombre ahora, hay que negarse a ser un dios. No es el superhombre de Nietzsche el que habla aquí desde la vieja conciencia gastada de Occidente para usurpar la jerarquía del cosmos e instalar su poder en el cielo. Más allá del nihilismo «elegimos Ítaca, la tierra fiel, el pensamiento audaz y frugal, la acción lúcida, la generosidad del hombre que sabe. En la luz, el mundo sigue siendo nuestro primer y último amor. Nuestros hermanos respiran bajo el mismo cielo que nosotros; la justicia vive. Entonces nace la extraña alegría que ayuda a vivir y a morir y que en adelante nos negaremos a dejar para más tarde.
El hombre rebelde
Después de Argelia, París. Después del combate con los dioses, el combate con los hombres. El ensayo El hombre rebelde será la ilustración teórica del segundo ciclo camusiano, en el que se incluyen La peste, El estado de sitio y Los justos. Si El mito de Sísifo respondía al deseo de superar la absurdidad del absurdo, El hombre rebelde pretende dar cuenta de la época, «es un esfuerzo para comprender mi tiempo», escribe Camus. Son los años cincuenta, el tiempo de las ideologías, y ya no importa tanto el problema del suicidio como el escándalo de las masacres de los pueblos y de los asesinatos políticos.
En los años posteriores a la guerra Camus frecuenta los círculos intelectuales parisinos. Trabaja para la editorial Gallimard y sale a tomar copas con Sartre y Simone de Beavoir por los cafés del boulevar Saint-Germain. La actitud correcta entre los camaradas de izquierda es la aceptación de la política de bloques y el alineamiento con la revolución comunista. Oponerse o criticar la revolución es estar en contra de la libertad y la democracia. La ideología es un acto de fe y la revolución un fin en sí mismo, lo cual deslegitima cualquier otra consideración que no se encamine a la consecución del gran nirvana proletario. Denunciar los campos de concentración o la dictadura policial soviética, y oponerse a cualquier forma de violación de la libertad individual y de la vida, no son más que delirios pequeñoburgueses, enemigos imperialistas de la gran cruzada revolucionaria. Y, mientras tanto, los cadáveres se van acumulando en los arrabales de la Historia…
Camus se irá distanciando poco a poco de esta actitud de la inteligencia de izquierdas. El hombre rebelde, crónica desencantada de los desvaríos revolucionarios, pretende ser un análisis en profundidad de las ideas que han desencadenado esta situación y un revulsivo que permita escapar del absolutismo ideológico y del imperio del terror al que la Historia nos ha conducido. Se hace necesaria una crítica de las ideas revolucionarias y de la revolución soviética y francesa en particular. Entre tantas banderas portadoras de ideales y felicidad, y sin embargo tan escandalosamente teñidas de sangre, es necesario que aflore un poco de verdad. «Sólo hay una cosa en el mundo que me parezca más importante que la justicia: si no la verdad en sí misma, al menos el esfuerzo hacia la verdad. No tenemos necesidad de esperanza, sólo tenemos necesidad de verdad. Y no «dialéctica»».
El análisis que hace Camus en El hombre rebelde parte de las ideas expuestas en El mito de Sísifo. El hombre rebelde es aquel que dice no a su condición de ser mortal, de ser para la nada; en definitiva, el que reniega de la precariedad del absurdo. La rebeldía niega a Dios para afirmar la condición de género humano. La negación se transforma en una afirmación de la libertad, de la propia conciencia de sí, y de la capacidad de recrear nuestro propio destino. «Me rebelo, luego existimos».
Si el hombre se ha desembarazado de Dios, entonces se abre el camino de la Historia; y la expresión de la rebeldía histórica es la revolución. El revolucionario entonces orienta su acción a la consecución de un estado de libertad y de justicia entre los hombres. Lo que ocurre, dice Camus, es que con la revolución se crea un nuevo absurdo: la legitimación del crimen. «Si Dios no existe todo está permitido», dice el Ivan Karamazov de Dostoiesky. El revolucionario ha convertido la legitimación del crimen en una moral provisional. El siglo XX ha asistido a la organización de los revolucionarios en Estados totalitarios que han aceptado los crímenes colectivos en nombre de supuestas utopías de felicidad. El revolucionario, dice Camus, ha traicionado la rebeldía metafísica al legitimar el crimen y ha divinizado la idea de la Historia y del Estado.
Hegel, Marx, y después el mesiánico materialismo histórico de los comunistas, han contemplado la Historia como el único lugar de la verdad. El éxito histórico, la utopía del futuro, se convierte en el principio moral de la conducta de los pueblos, al que debe someterse toda conducta individual.
La única tarea es, pues, alcanzar cuanto antes el final de la Historia, el futuro en el que por fin todos seremos redimidos del sufrimiento y de la injusticia para siempre. La guerra y la devastación se hacen fines deseables en el camino hacia la gloria. El absolutismo político y la propaganda han abierto una brecha para la peor inquisición, para la intolerancia y el odio. Se exalta el tribalismo nacionalista, el culto al Estado, que sólo se sacia con la sangre de otros pueblos. El hombre ya no cree en Dios. Se ha emancipado y se siente alegre aprendiz de proletario. La divinidad es ahora la Historia. «La razón histórica no es una razón que, según su función propia, juzgue al mundo. Lo conduce al mismo tiempo que pretende juzgarlo. Sepultada en el acontecimiento, lo dirige. Es a la vez pedagógica y conquistadora…».
Si se reduce el hombre a la historia, no tiene otras opciones que las de naufragar en el ruido y el furor de una historia demente o dar a esta historia la forma de la razón humana. La historia del nihilismo contemporáneo no es, por lo tanto, sino un largo esfuerzo por dar, mediante las solas fuerzas del hombre, o mediante la fuerza simplemente, un orden a una historia que no lo tiene… La razón histórica es irracional y romántica, y recuerda la sistematización del obseso».
El hombre rebelde no será bien recibido entre los intelectuales de la izquierda parisina. Supondrá la ruptura definitiva con Sartre y con muchos compañeros y amigos. Camus, que siempre se mantuvo en la esperanza socialista, se siente ahora incomprendido y solo. Sus compañeros más cercanos serán los libertarios franceses y españoles. Para él, España encama la grandeza y la desmesura, y los amigos libertarios y anarquistas son otros tantos Quijotes. A ellos se dirigen las arengas de sus mítines. «Camaradas españoles, ahora sabemos que el mundo es cobarde. La sangre, la lucha, el exilio y la furia, todo eso por ahora es vano. Cuando uno no tiene de su parte más que la justicia, la nobleza y el derecho es como no tener nada a ojos de los realistas. Y los realistas gobiernan hoy el mundo y se desgarran entre sí. Creísteis que vuestra tierra era la de Cervantes, la de Calderón y la de Machado. Todos los días nos demuestran que a ojos de los realistas no es más que la tierra del mercurio y de algunos puertos que interesan a los militares».
Y en sus diarios, desolado después de las críticas a El hombre rebelde, hace una referencia a la Revolución española como portadora de valores morales, así escribe: «El hombre no es nada sin los otros hombres. Por eso una revolución que se separe del honor traiciona sus orígenes» (véanse los movimientos libertarios españoles)».
Hacia el pensamiento del mediodía
Para Camus, El hombre rebelde, a pesar de todo, es uno de sus mejores libros. En la conclusión intentará esbozar el pensamiento del mediodía, menos analítico y más lírico y camusiano. Frente al exceso de Historia y de Razón, frente a la ciénaga de lo social y de lo colectivo donde el hombre desaparece sumergido, Camus reivindica la luz mediterránea, la estela griega, la idea de Némesis, la medida, el equilibrio con la naturaleza a través del retorno al espíritu griego. El cristianismo y toda la tradición occidental no han hecho otra cosa que alentar la idea, tan poco griega, de que el problema del hombre no es perfeccionar su naturaleza, sino escapar de ella. «El espíritu revolucionario rechaza el pecado original, y al hacerlo se hunde en él. En cambio, el espíritu griego escapa al pecado original porque piensa en él».
Frente al totalitarismo, más nórdico, el equilibrio mediterráneo. Frente a Hegel y Marx, Platón y San Agustín. «En la miseria común, la vieja exigencia renace entonces; la naturaleza se yergue de nuevo ante la historia… Arrojados en la innoble Europa donde muere, privada de belleza y de amistad, la más orgullosa de las razas, nosotros los mediterráneos seguimos viviendo de la misma luz. En el corazón de la noche europea, el pensamiento solar, la civilización de la doble cara (el norte y el sur) espera su aurora. Pero ya aclaran los caminos de la verdadera maestría».
Frente a la Historia que huele a sepultura, que finalmente niega la libertad, la rebelión, que quiere la pacificación de los hombres, que se obstina afanosamente en que los hombres accedan a su humanidad, acepta y afirma los límites del hombre, la comunidad de todos los hombres más acá de los límites, en nombre de la mesura y de la vida.
«Para corregir una indiferencia natural me situé a media distancia de la miseria y del sol. La miseria me impide creer que todo está bien bajo el sol y en la historia, el sol me enseña que la historia no lo es todo». Frente a la línea desnuda de la flecha de la historia, frente a las grises hojas de sombra que desgrana en nuestro tiempo la creencia en el futuro, Camus reclama la utopía para el presente. La verdadera generosidad con el porvenir consiste en darle todo al presente».
Camus alentó la idea de que los hombres han de perdurar, ante el cansancio de la historia, en su propia vocación de ser hombres. Su obra es una vela encendida al lado del fuego sagrado de la vida. Supo que las ideas no tienen ningún valor si no son capaces de mezclarse en los avatares del vivir. Como dijo Nietszche: «Hay que desconfiar de un pensamiento que no procede de la fiesta de los músculos». Su apuesta, su rebeldía, la verdadera generosidad, está en su obra, está en el arte, en aquel combate intolerable con las palabras del que hablaba el poeta Eliot, en el que el artista, que no reniega de su mundo, se esfuerza por elevarlo a su más alta expresión ya que existe en todo artista ese deseo de transcendencia, de surcar el infinito, de vincularse con lo sublime. con lo sagrado, con lo inhumano en suma; precisamente la inhumanidad de su tiempo le hizo a Camus volver los ojos hacia los otros hombres y afirmar, valientemente, que en el hombre hay más cosas admirables que despreciables, y que no es posible gozar de la vida sin los otros. «Toda filosofía es justificación de uno mismo. La única filosofía original sería aquella que justificase a otro».
Después de la lectura de Camus puede quedarnos la duda de en qué acertó o dónde se equivocó. de si la realidad se corresponde o no con lo que afirma su pensamiento, o de si los acontecimientos últimos del siglo le han venido a dar la razón. Pero de los que sí que tenemos absoluta certeza es del deseo que nos invade de que el mundo se vuelva más camusiano cada día…
Sería paradójico que a Camus la historia viniera a darle la razón. Mejor encontrarlo en otras orillas de la vida, o en aquellos textos de Nupcias, de El revés y el derecho, de El verano, donde la emoción de vivir es tan reciente que la existencia del pasado se hace innecesaria.
Su generosidad es la garantía de su voluntad de verdad. Su amigo, el poeta René Char, escribió los versos que quizás mejor expresen a Camus y lo que Camus quiso decirnos.
En la vida, da más de lo que recibes
y olvida.
Tal es la vía sagrada
Publicado en Polémica, n.º 66, junio 1998