La Alta Velocidad Española. Un ferrocarril movido por el interés

Esteban GUIJARRO

AVETras el accidente del Alvia el pasado 24 de julio en Santiago se ha abierto el debate sobre las medidas de seguridad, sobre las repercusiones en el cada vez más esperpéntico proyecto de la «Marca España». También es momento de analizar las motivaciones e intereses que nos han llevado a convertirnos en el país con la red ferroviaria de alta velocidad más extensa de Europa y el segundo del mundo después de China. 

En sus orígenes, los sistemas de transporte nunca se orientaron por una finalidad social, ni aquí ni en ninguna parte. Los intereses que movieron su desarrollo fueron principalmente comerciales, industriales o aristocráticos: las rutas marítimas son un ejemplo no menos claro que las dos primeras líneas férreas de nuestro territorio, la industrial Barcelona-Mataró o la Madrid-Aranjuez, que unía dos de las residencias de la monarquía. Tampoco hay que pasar por alto la necesidad de mantener unidas las metrópolis con las posesiones coloniales.

Hoy, estos objetivos se mantienen en las políticas de transporte de la Unión Europea y de sus estados miembros, cuya finalidad principal es obtener beneficios para sus socios privados, las transnacionales y acabar con los logros que la lucha social ha conseguido con mucho tiempo y grandes esfuerzos.

El ferrocarril concretamente, por su capacidad de transporte masivo que reducía notablemente los costes y su estructura de enlace entre los grandes centros de población, se convirtió en un modo popular de transporte. Construido en principio fundamentalmente mediante concesiones, tuvo que ser nacionalizado en todos los estados europeos en el periodo de las grandes guerras: las empresas privadas no eran capaces de mantener el sistema de transporte por ferrocarril ni estaban dispuestas a asumir los costes de construcción y mantenimiento de las infraestructuras sin embargo, se embolsaban las subvenciones públicas que recibían.

Sin embargo, hoy se pretende reavivar este sistema fracasado y se considera novedosa y prometedora la construcción por este método del tramo que unirá Figueres y Perpignan como parte final de la polémica línea de alta velocidad Madrid-Barcelona. El fracaso de este sistema se hace patente incluso en el caso de infraestructuras viarias: se están ampliando los periodos de concesión de la explotación de autopistas para beneficiar al capital privado, alegando en algunos casos que no han tenido la utilización esperada como excusa para que los concesionarios puedan conseguir los beneficios previstos. De este modo se demuestra que su construcción no respondía a una necesidad real, y se pone en entredicho además el dogma de que el capital privado, al quedarse con lo público, lo que aporta es el riesgo, pero no existe tal riesgo puesto que se respaldan con el erario público.

Las grandes infraestructuras de transporte se construyen en función de los intereses de las multinacionales y no de los ciudadanos. En la actualidad, el transporte sirve al proyecto de globalización neoliberal, facilitando por ejemplo que los centros de producción puedan ser instalados donde los costes de producción sean más baratos, por alejados que estén de los centros de consumo, y se puedan trasladar a voluntad, favoreciendo fenómenos como la deslocalización y la consiguiente presión sobre los trabajadores, amenazados permanentemente con la pérdida de sus puestos de trabajo.

En los últimos años, hemos visto cómo la construcción de infraestructuras venía dirigida por los grandes grupos de presión capitalistas: el paso desde el fomento exclusivo de la carretera al supuesto interés que la Unión Europea y, por supuesto, los sucesivos gobiernos españoles, han mostrado por el ferrocarril desde principios de los años noventa, viene dictado por los grandes capitales de la construcción. La realización de infraestructuras se ha convertido en un fin en sí misma, y también aquí podemos ver situaciones paralelas en el Plan Hidrológico Nacional o en las guerras financiadas en una parte importante por grandes capitales de la construcción a cambio de contratos de reconstrucción de las infraestructuras, cuya destrucción se convierte en un objetivo militar prioritario.

En un mundo en que la contaminación se ha convertido en uno de los principales problemas de la salud humana, la tercera parte de las emisiones de CO2 proceden del transporte. La contaminación es uno de los componentes de los llamados costes externos del transporte, es decir, los que no pagan los usuarios pero repercuten en el resto de la sociedad, entre ellos los asociados al cambio climático, los efectos sobre el paisaje y los ecosistemas o los accidentes, que mataron a más de 40.000 personas en el año 2000 en la UE.

En este panorama, hay que diferenciar los costes que generan los diferentes modos de transporte: la carretera es responsable del 83% de estos costes, el avión del 16% y el ferrocarril tan sólo de un 1%. Sin embargo, estos estudios no tienen en consideración la diferencia evidente entre el ferrocarril convencional y el tren de alta velocidad, que no comparte las ventajas del primero: sus infraestructuras planas y prácticamente rectilíneas son muchísimo más costosas y tienen un tremendo impacto ambiental, y para conseguir la velocidad que pretenden es necesaria una gran cantidad de energía y, por supuesto, evitar las paradas intermedias, de modo que los territorios que sufren el mayor impacto se ven además privados de cualquier posibilidad de acceso.

La lucha social por el ferrocarril

La lucha en defensa del ferrocarril ha mantenido, durante años, una doble vertiente: el mantenimiento del ferrocarril público, orientado a satisfacer las necesidades de la población, y la lucha contra el modelo elitista y devastador de la alta velocidad. Se trata, en definitiva, de la lucha por un modelo de transporte y por un modelo social, en el que los intereses legítimos de la comunidad prevalezcan sobre los intereses económicos de unos pocos.

El tren de alta velocidad sólo es accesible a la parte de la población que vive en las grandes ciudades, y no a todos, puesto que incluso donde para sus tarifas son prohibitivas para la mayoría. Sin embargo, quienes no tienen acceso a este modo de transporte han financiado su construcción y la compra del material, y siguen financiando con sus impuestos la parte del billete que no paga el usuario: es una falacia interesada la supuesta rentabilidad del tren de alta velocidad y su carácter de no deficitario.

La otra gran falsedad de éste se refiere a la adopción del ancho de vía europeo, que lo hace incompatible con el resto de líneas. Supuestamente, este cambio de ancho tiene como objetivo permitir que los trenes puedan cruzar la frontera; sin embargo, este problema no existe para los trenes de viajeros, puesto que hay sistemas de ejes desplazables funcionando desde hace muchos años en trenes de viajeros; el proceso tarda unos pocos minutos y supone un retraso inapreciable en trayectos internacionales. El problema afecta en todo caso a los trenes de mercancías, que sin embargo no pueden circular por las líneas de alta velocidad.

La única razón para adoptar este ancho de vía es aislar las líneas de alta velocidad de las convencionales, justificando la construcción de infraestructuras paralelas que condenan a las líneas ya existentes y a sus usuarios: el tren de alta velocidad Madrid-Sevilla supuso un trasvase de viajeros desde el avión, mientras que la gente que utilizaba el tren se ha visto expulsada a la carretera: se han duplicado los servicios para los que más tienen, reduciendo las posibilidades de la inmensa mayoría.

Eso es acorde con la política ferroviaria de los últimos años: puesto que el tren es más cómodo que la carretera, debe quedar reservado a las elites, quien no pueda permitírselo debe buscar medios de transporte «alternativos». El efecto buscado es un aumento de la fractura social que tiene su reflejo en el lenguaje: los usuarios de la alta velocidad no son viajeros, sino clientes. Pero hay otros elementos tal vez más significativos: el cliente del AVE es atendido por una numerosa tripulación que está pendiente de su comodidad, mientras que en Cercanías ya ni siquiera va el interventor en el tren: en su lugar hay guardas jurados, que recuerdan a los usuarios su condición de sospechosos.

La competencia entre modos de transporte es un absurdo en un mundo que debería estar buscando modos de gestionar sus escasos recursos, entre los que se encuentra el medio ambiente, el terreno o la energía. Más absurdo aún es pretender además que esta competencia se establezca entre modos tan dispares como son avión y ferrocarril. En su lugar se debería buscar una planificación eficaz, que permita el acceso a todos, independientemente de donde residan, a un transporte seguro, ahorrando energía y respetando el medio ambiente. Así pues, la lucha por el ferrocarril ha mantenido de forma conjunta dos objetivos fundamentales: el enfrentamiento a la privatización y la defensa de los servicios públicos, con una orientación social, y la transformación del modelo de transporte, reclamando la reapertura de las líneas cerradas y el fomento de un sistema seguro y ecológicamente sostenible.

Los hitos más recientes de esta movilización han sido las Manifestaciones convocadas por numerosas organizaciones sociales, sindicales, ecologistas y vecinales, en Zaragoza (octubre de 2003) y Madrid (noviembre de 2004), bajo el lema «por un ferrocarril público y social, seguro y sostenible». Pero la base es la lucha mantenida desde los territorios por las Plataformas en Defensa del Ferrocarril, que sin perder de vista el problema en toda su generalidad, lo han acercado a la población enfrentándose a las situaciones específicas que afectan a las zonas concretas: cierre de líneas y estaciones, privatización de dependencias, desaparición de servicios, falta de mantenimiento, insuficiencia de trenes, etc.

Esta constante movilización no ha sido estéril. La Ley del Sector Ferroviario ha sido impuesta finalmente, pero hace ya años que está en la intención política, y podría haber sido una privatización drástica y salvaje como en tantos otros lugares, donde se ha producido como consecuencia desde la destrucción del ferrocarril hasta dejarlo reducido a su mínima expresión, como es el caso de Argentina, hasta su completa desaparición, como en Nueva Zelanda, donde el estado ha tenido que recuperar lo poco que quedaba para tratar de volver a ponerlo en funcionamiento.

La ley del sector ferroviario

El 29 de octubre de 2003, la mayoría absoluta del PP aprobó en el Congreso la Ley del Sector Ferroviario, publicada como ley 39/2003, de 17 de noviembre, que establece la segregación de infraestructura y transporte y las bases de la privatización, para entregar al capital privado lo que hemos pagado y mantenido entre todos.

Se trata del mismo modelo que ha fracasado en Gran Bretaña, donde la segregación supuso una fragmentación en más de cien empresas, el abandono del mantenimiento, la pérdida de la seguridad y, finalmente, el colapso de todo el sistema. Es el modelo que está fracasando también en la energía y en las telecomunicaciones. Lógicamente, este fracaso no afecta a las empresas privadas que se siguen enriqueciendo con la apropiación de los bienes sociales.

El proceso de aprobación de la Ley del Sector Ferroviario, al que se dio sin justificación posible carácter de urgencia, contó con la oposición no sólo de numerosos colectivos sociales; también la mayor parte de los partidos políticos se posicionaron en contra, incluido el PSOE, y presentaron en el Congreso Enmiendas a la Totalidad y Propuestas de Veto en el Senado, solicitando la retirada del entonces Proyecto de Ley. Seis Comunidades Autónomas interpusieron asimismo recursos de inconstitucional contra esta Ley, recursos en los que participó el PSOE. Sin duda, al llevar a cabo todas estas actuaciones, no estaban contando con la posibilidad de alcanzar el poder.

La llegada del PSOE al gobierno en marzo de 2004 no podía abrir grandes esperanzas de cambio en la política de transportes que mantuvo el PP; no podemos olvidar que, en sus anteriores mandatos, establecieron las bases de la segregación con la creación en RENFE de una estructura de Unidades de Negocio diferenciadas, iniciaron el proceso de desmantelamiento con el cierre de líneas aprobado en Consejo de Ministros en 1996, llevó a cabo los primeros expedientes de despidos colectivos en la empresa iniciados en 1992, e inauguró la primera línea de alta velocidad aislada del resto de la red. Tampoco se pueden olvidar las reformas laborales, las reconversiones industriales o los procesos privatizadores. Si el PP avanzó por el camino abierto por el PSOE, habría sido ingenuo pensar que no había de suceder lo mismo en esta ocasión.

El 7 de mayo de 2004, el Consejo de Ministros acuerda aplazar la entrada en vigor de la Ley del Sector Ferroviario hasta el 31 de diciembre. En palabras de la Ministra de Fomento en su discurso de investidura, la intención era analizar su contenido y proponer las modificaciones necesarias; como una de las razones se alega que esta Ley había sido «contestada por diversos colectivos sociales, incluida gran parte de los trabajadores del sector».

El 30 de diciembre el último Consejo de Ministros del año aprueba el Reglamento del Sector Ferroviario y los estatutos de las entidades ADIF y RENFE-operadora, en que queda segregada RENFE, documentos que se publican al día siguiente y que entran en vigor de forma inmediata, junto con la propia Ley, con la misma precipitación que acusaron al proceso de aprobación.

La Ley del Sector Ferroviario afecta también a las demás empresas públicas ferroviarias; de forma directa a FEVE, aunque su futuro no queda definido, pero también a los ferrocarriles que dependen de las administraciones autonómicas, como Ferrocarrils de la Generalitat de Catalunya, Ferrocarrils Valencianos o Euskotren, e incluso de los ferrocarriles metropolitanos. En mayo del 2004 el Parlamento Vasco aprueba una Ley que establece la segregación de Euskotren, aunque sólo define la empresa de infraestructuras, Eusko Trenbide Sarea, en la que integra las infraestructuras del Metro de Bilbao; la empresa encargada del transporte queda indefinida y sujeta a la Ley estatal del sector.

Al tiempo que entra en vigor la segregación de RENFE y se pone en marcha el proceso de privatización del ferrocarril, el Ministerio de Fomento presenta su propuesta de Plan Estratégico de Infraestructuras y Transporte, abierto a consulta de los sindicatos mayoritarios y de la CEOE, cuyos planteamientos son aceptados de forma inmediata. El proceso de información pública abierto a los ciudadanos, establecido por Orden Ministerial que se publica en el BOE del 21 de febrero de 2005, se limita a un mes, en lo que pretenden que sea un puro trámite que justifique el supuesto talante abierto y dialogante del gobierno.

Este Plan de Infraestructuras sienta claramente las bases de la política continuista del PSOE: la primera fase, que alcanza hasta el 2008, completará las infraestructuras aprobadas por el PP; a partir de aquí se someterá a revisión y se analizarán los efectos de lo que ya se ha hecho.

A pesar de que reconoce la insostenibilidad del actual sistema, y el agravamiento que supone continuar desarrollándolo, opta por no modificarlo porque entiende que sería arriesgado acometer reformas que no se han llevado a cabo hasta ahora; renuncia por tanto a los objetivos ambientales y de sostenibilidad social, que quedarían en el mejor de los casos para una incierta etapa futura.

Como justificación para no emprender ninguna medida seria, el PEIT se parapeta en que no se va a producir un cambio de comportamiento de los usuarios de forma espontánea. La internalización de los costes externos, repercutiendo en un abaratamiento de las tarifas de los modos más sostenibles, y el establecimiento en el ferrocarril de servicios adecuados a las necesidades de la población, repercutirían de inmediato en un desplazamiento de la demanda que justificaría, incluso para los economistas más recalcitrantes, la inversión en mejoras en los trazados, en el material y en los servicios.

En cuanto a la seguridad, decide recortar las inversiones en eliminación de pasos a nivel, el punto negro en la accidentalidad achacada al ferrocarril; en su lugar, las actuaciones se limitarán a señalizar los pasos, descargando así la responsabilidad en las víctimas.

Sin embargo, sí establece el incremento de la participación del sector privado mediante fórmulas de Asociación Público-Privada y por el sistema de concesiones. En definitiva, el objetivo del Plan es buscar nuevas fuentes de enriquecimiento para algunos, en particular para las grandes constructoras de infraestructuras, y la privatización de los servicios públicos, en consonancia con la política comunitaria de cumplimiento de las decisiones del Fondo Monetario Internacional y del Banco Mundial.

Cuando la Comisión Europea habla de sostenibilidad, se refiere a la capacidad de mantener el crecimiento del transporte de forma continuada; de hecho, en los criterios de ampliación de la UE uno de los objetivos que se establecen a los nuevos estados miembros, en los que el ferrocarril sigue siendo el modo de transporte prioritario con una clara orientación social, es deshacerse de parte de él para permitir el libre desarrollo de la carretera.

La lucha por el ferrocarril público no ha terminado con la entrada en vigor de la Ley del Sector Ferroviario. El objetivo de los diferentes gobiernos, sean autonómicos, estatales o comunitarios, es imponernos la voluntad y los objetivos de quienes, desde el poder económico, les dictan sus políticas. Y esta voluntad pasa por la desregulación de todos los sectores de la producción, la privatización de los servicios y empresas públicas, el enriquecimiento a costa de lo que es de todos, la explotación de las personas y de los recursos.

Nuestra obligación es hacerles frente y seguir luchando por un transporte público con orientación social, seguro y con objetivos ambientales: un ferrocarril de todos y para todos.

Publicado en Polémica, n.º 84, abril 2005

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