Eduardo DE GUZMAN
Cuando en abril de 1931 se proclama la Segunda República, España es una nación pobre y atrasada, con un bajo nivel de vida y rastros del feudalismo medieval en sus estructuras económicas y sociales. Aunque continúa siendo un país esencialmente agrario –sólo en Cataluña y Vasconia existen unas incipientes organizaciones industriales que viven al amparo de las elevadas barreras arancelarias– abundan los hombres sin tierra en las tierras sin hombres. Existen amplias zonas donde aún reinan el analfabetismo y el hambre física. Si en Castilla, Extremadura y Andalucía predomina el latifundismo con fincas de enorme extensión superficial poco y mal cultivadas, en el Norte, fundamentalmente en Galicia, el minifundio hace que las gentes se maten de trabajar sin lograr lo suficiente para malvivir. Existe un abismo con las condiciones existentes en el resto de la Europa occidental y la emigración trasatlántica sigue siendo la única salida válida para buena parte de la juventud.
Todo esto es consecuencia inevitable y lógica de nuestro calamitoso siglo XIX. Mientras Inglaterra, Francia, Alemania e Italia crecen, se desarrollan y prosperan en el curso de la centuria, España retrocede y sufre dos invasiones extranjeras, tres guerras civiles, varias contiendas coloniales e infinidad de asonadas y pronunciamientos que perpetúan los sistemas oligárquicos y autoritarios. Todos los intentos de apertura democrática son aplastados por la fuerza y seguidos siempre de interminables dictaduras que desencadenan monstruosas represiones para perpetuar el dominio de las clases privilegiadas y cortar de raíz las ilusiones no solo del proletariado, sino también de las clases medias burguesas.
Nadie ignora las causas del general empobrecimiento ni la manera de hacer progresar al país. Con acierto predicaron los regeneracionistas la necesidad de echar siete llaves al sepulcro del Cid, levantando como bandera salvadora la exigencia de escuelas y despensa. Había que empezar por lograr que los españoles comiesen a diario para acabar con su debilidad física y aprendieran a leer y a escribir para poner término a su debilidad mental. Estaba perfectamente claro el camino a seguir. Aún distando mucho de una revolución social al estilo de la triunfante en Rusia en 1917, urgía una revolución burguesa que asentase el nuevo régimen sobre los más firmes cimientos.
Así piensan y así lo dicen no sólo en su propaganda durante las dictaduras de Primo de Rivera y Berenguer, todos los prohombres republicanos, sino en declaraciones, programas y discursos parlamentarios una vez proclamada la República. En sus escritos y palabras exponen lo que creen y parecen dispuestos a llevar a la práctica. Por desgracia no tarda en surgir un obstáculo inesperado y sorprendente: la juridicidad. La juridicidad es la Circe que, en 1931, embruja a los republicanos españoles, de igual forma y manera que la moral embruja a los filósofos según la conocida frase de Nietzsche. Para los miembros del Gobierno Provisional de la República –y de todos los gobiernos que le siguen a lo largo de los dos bienios– la máxima preocupación estriba en comportarse en toda ocasión y circunstancia de perfecto acuerdo con las más escrupulosas normas del Derecho. Saben que es necesaria una profunda modificación de las estructuras sociales del país; pero consideran imprescindible que esa revolución pendiente sea pacífica, incruenta y, sobre todas las cosas, que se desarrolle dentro de los angostos cauces de la legalidad. Como esa legalidad no existe, pues la monarquía se ha hundido con Alfonso XIII, es preciso crearla con las leyes que aprobarán las futuras Cortes Constituyentes. ¿Cuanto pueden tardar? Posiblemente unos meses tan solo, y ¿qué importa aguantar medio año más a un pueblo que lleva siglos esperando?
Los gobernantes republicanos desaprovechan una ocasión magnífica y quizás única. Pueden realizar sin graves dificultades todas las medidas que España necesita, cuando las derechas, desmoralizadas y desconcertadas por la marcha del rey, no están en condiciones de oponer una resistencia seria. Resoluciones tajantes que pueden ser adoptadas por decreto para desmontar la maquinaria financiera del viejo régimen, se aplazan para que sean legalizadas por un futuro Parlamento. Aunque existe el propósito y la promesa de un cambio profundo en la sociedad, no se modifica absolutamente nada. La administración pública, la justicia, la propiedad de la tierra, la banca, las grandes industrias y la diplomacia continúan en las mismas manos. Por falta de decisión, o por creer que les sobra tiempo, los gobernantes republicanos en vez de hacer la revolución burguesa prefieren esperar a legalizarla. Se quedan, pues, a mitad de camino. Olvidando que, como dijo Saint-Just hace ya ciento cincuenta años, las revoluciones a medias sólo sirven para cavar la tumba de quienes las inician.
Pero aparte del sorprendente obstáculo de la juridicidad hay otro, también de capital importancia: que los frigios convertidos de la noche a la mañana en entusiastas republicanos trabajan desde el primer momento para lograr que el nuevo régimen no vaya demasiado lejos. En un libro publicado en 1961, Miguel Maura, nombrado ministro de la Gobernación el mismo 14 de abril, confiesa sincera y claramente sus propósitos al describir su actuación en los primeros días de la Segunda República:
«Dos caminos se ofrecían ante nosotros: uno, prescindir de todos los servidores del régimen caído, introducir en la Administración y esencialmente en sus cargos más importantes a los adictos incondicionales de la República y emprender después la transformación económica y social del Estado; el otro era respetar las bases del Estado monárquico, su estructura tradicional y acometer paulatinamente las necesarias reformas».
El Gobierno Provisional, descarta el primer camino y acepta, por influencia de su presidente Alcalá Zamora y su ministro de Gobernación, el más beneficioso para las clases dominantes y el más perjudicial para los trabajadores que habían traído la República y serían más tarde los únicos en defenderla incluso a costa de la propia vida.
Ya antes de unirse las Cortes Constituyentes al camino que se proponen seguir los gobernantes republicanos da sus frutos naturales y lógicos tanto en las ciudades como en los campos. En la primavera de 1931 los muchos millares de empleados y trabajadores de la Compañía Telefónica se declaran en huelga en petición de unas modestas mejoras salariales. Están seguros de vencer, no sólo porque las asiste la razón, sino porque la empresa contra la que luchan carece de toda posible defensa desde el punto de vista nacional. La Compañía Telefónica es fruto de un contubernio entre la dictadura primorriverista y la multinacional ITT. El contrato que entrega a una empresa norteamericana las comunicaciones españolas ha sido duramente criticado por todos y hace sólo un año que Indalecio Prieto lo calificó de auténtico latrocinio, en una famosa conferencia dada en el Ateneo madrileño. Planteado el conflicto, parece lógico y obligado que los gobernantes se pongan del lado de los empleados y obreros españoles y en contra de una empresa extranjera. No obstante, el gobierno provisional y, en su nombre y representación, el ministro de la Gobernación, Miguel Maura, se declara abierto y decidido partidario de la Telefónica. La huelga es declarada ilegal y los trabajadores –de CNT y UGT en su casi totalidad– son perseguidos a sangre y fuego. Los directores de seguridad dan órdenes tan brutales como la de detener a todos los empleados de la empresa en una provincia determinada en cuanto se cometa algún acto de sabotaje, para obligarles a denunciar a los culpables, o que los guardias permanezcan escondidos para disparar por sorpresa contra cuantos se acerquen a un registro o a un poste telefónico. El conflicto se prolonga durante varios meses y da lugar a huelgas generales en Sevilla, Zaragoza y Barcelona; cuesta medio centenar de obreros muertos, pero al final la multinacional norteamericana, consigue su propósito. Este conflicto significa la ruptura del nuevo régimen con la inmensa mayoría de los trabajadores. La ruptura se hace más profunda con los sucesivos enfrentamientos de la fuerza pública y el proletariado. (Cuando Miguel Maura tiene que dimitir en octubre de 1931, tras seis meses de actuar como ministro, han caído ya ciento ocho trabajadores y los obreros industriales ya saben que los gobernantes republicanos –aunque entre ellos haya tres ministros socialistas– defienden resueltamente los intereses de sus enemigos de clase.)
En el campo sucede algo parecido. El 14 de abril de 1931, las tres cuartas partes de los españoles viven en poblaciones menores de 20.000 habitantes y la mitad de la población activa –alrededor de cuatro millones– trabajan en la agricultura. La mayoría de esos campesinos viven mal, muy mal, no sólo porque España no es el paraíso terrenal cantado por el Rey sabio, sino por el injusto y desproporcionado reparto de la propiedad. En 1930, concretamente, 17.347 grandes propietarios son dueños del 42 por 100 del suelo cultivable, mientras que 1.699.585 pequeños propietarios no disponen más que de un 32 por 100. En la provincia de Badajoz, por ejemplo, con una población de 702.418, personas, de los que tres cuartas partes dependen del agro, 417 terratenientes son dueños del 36 por 100 del suelo y en Andalucía los latifundios comprenden el 45 por 100 de la superficie catastrada. (Un cuarto de siglo después, en 1959, los técnicos agrarios sostienen que en dicho año, el 1,8 por 100 de los españoles dominan el 52 por 100 del suelo, mientras el 98,2 por 100 restante no dispone más que del 47,6). .
Los dos millones de jornaleros agrarios trabajan únicamente siete u ocho meses al año, percibiendo siempre salarios insuficientes para la simple subsistencia; aparte de ellos existe un millón y medio de propietarios de tan reducidas parcelas que ni trabajando hasta matarse toda la familia, consiguen vivir con un mediano desahogo, y son varios cientos de miles los colonos, aparceros, yunteros, rabassaires, etc., víctimas en general de abusivos contratos de arrendamiento, los amenazados en cualquier instante por el desahucio de los campos que llevan en cultivo, de generaciól1 en generación, durante decenas e incluso centenares de años.
Hace mucho tiempo que en España se viene hablando de una radical transformación de las estructuras agrarias, con la que todos están conformes en teoría, sin que nadie haga nada por llevarla a la práctica. Lejos de solucionar el problema, en 1834 la desamortización de Mendizábal, lo agrava por la forma de realizarla, dando lugar a una nueva oligarquía agraria tanto o más perjudicial que las existentes con anterioridad. Aunque durante la segunda mitad del pasado siglo y el primer cuarto del actual se han llegado a preconizar medidas tan extremas como la nacionalización o socialización de la tierra, todo sigue sin hacer en 1931 . La República tiene la obligación moral y material de hacerlo, no sólo porque la Reforma Agraria figura en todos los programas republicanos o simplemente liberales, sino porque la persistencia de las viejas oligarquías aristocráticas en el agro constituye una amenaza latente para el nuevo régimen. Acabar de una vez con seculares injusticias en la distribución de la tierra significará por un lado asestar un golpe mortal al caciquismo tradicional, culpable, en buena parte, del atraso de España, y por otro crear una clase media agrícola, compuesta por millares y millares de pequeños propietarios que asentará definitivamente un régimen democrático y republicano en España.
Por desgracia, los gobernantes quieren legalizar la reforma agraria antes de emprenderla y transcurre todo el año 1931 sin hacer absolutamente nada, ocupadas las Cortes en discutir la Constitución y sus leyes complementarias. En los primeros meses de 1932 se empieza a discutir un proyecto de Reforma limitado y conservador; pero los debates son tan lentos y tropiezan con tales inconvenientes que sólo se aprueba el9 de septiembre, yeso porque la intentona monárquica de agosto del mismo año hace ver a republicanos y socialistas, la urgencia inaplazable del problema. Desgraciadamente y aunque para entonces ya se han perdido dieciséis largos meses, la Reforma es mucho más limitada y sobre todo más lenta de cuanto pudiera figurarse por anticipado. La expropiación de las tierras ha de hacerse mediante indemnización a los antiguos propietarios de acuerdo con los datos catastrales, y como la Hacienda nacional no está precisamente sobrada de recursos, los más optimistas calculan que no podrán asentarse más arriba de 40.000 campesinos por año, 10 que implica que en el mejor de los casos tardará medio siglo en estar completada. (Ese mejor caso no se da, naturalmente, porque en 1933, triunfan las derechas y la Reforma Agraria queda totalmente paralizada; incluso la expropiación sin indemnización de las fincas de la grandeza de España –incluido como un apéndice de última hora, a la ley– se convierte en simple papel mojado.)
En 1932, debido a afortunadas condiciones meteorológicas se produce una cosecha excepcional –la más abundante en lo que va de siglo– pero eso no permite mejorar las condiciones de vida de la población campesina. Beneficia sí a los propietarios de la tierra, pero no a sus trabajadores. Cuando los jornaleros andaluces solicitan unas mejoras en sus condiciones de vida, Casares Quiroga declara la cosecha sagrada, inunda de guardias civiles las campiñas y mete en cintura, a balazos, al campesinado. Basta y sobra con señalar que el famoso comandante Doval manda desde Écija los numerosos hombres uniformados que protegen a los terratenientes y matan de hambre a los jornaleros. Pese a la buena cosecha, en enero de 1933 los labriegos gaditanos llevan seis meses sin recibir un jornal, lo que explica la explosión de Casas Viejas que es reprimida con el asesinato de una veintena de jornaleros hambrientos. (Todavía en 1936, meses después del triunfo electoral del Frente Popular, un gobernador civil de Albacete responde a las peticiones de los campesinos del pueblo de Y este con unas descargas de la guardia civil que ocasiona una treintena de muertos; ese mismo gobernador civil es luego enviado por Casares Quiroga a Toledo, donde el poncio provinciano se suma a la sublevación fascista del 18 de julio).
Nada se hace, pues, en favor de la España agraria en el primer bienio y lo poco que se hace –las llamadas leyes de municipios y del alojamiento de campesinos, que lejos de beneficiar perjudican a los jornaleros–, son derogadas en el segundo bienio. Incluso en esta etapa de encendida defensa de latifundios y terratenientes, un ministro de Agricultura de la CEDA, Jiménez Fernández, quiere aplicar la doctrina social de la Iglesia –que nunca tiene nada de revolucionaria– con una ley llamada de yunteros que pretende hacer menos insoportable la vida de los arrendatarios extremeños, es combatido ferozmente en su propio partido, lo que le obliga a dimitir. Uno de los diputados católicos dice públicamente, comentando el proyecto del ministro cedista:
—Si eso lo ha dicho el Papa, me hago cismático.
Otro de la misma significación es todavía más claro y rotundo:
—iA mí no me quita las tierras, ni Lenin ni el Padre Santo!
La República no quita las tierras a la oligarquía reaccionaria y caciquil. Tampoco mejora las condiciones de vida de los campesinos. Igual exactamente les sucede a los obreros industriales. Pudo y debió hacer mucho, aunque solo hubiera sido en defensa propia; pero no pasó de palabras bonitas y buenas intenciones. En general, la política social de la segunda República tuvo poco de positiva y mucho de negativa como los propios gobernantes han reconocido cuando ya resultaba demasiado tarde.
Publicado en Polémica, n.º 22-25, julio 1986
Eduardo de Guzmán (Palencia 1908 – Madrid 1991). Militante anarcosindicalista, fue periodista y escritor. Fue redactor-jefe del diario madrileño La Tierra, para el que realizó el famoso reportaje sobre la matanza de Casas Viejas. En 1935 formó parte de la redacción de La Libertad y también de Frente Libertario. En 1937 estuvo en la dirección de Castilla Libre. El 1 de abril de 1939 fue apresado en Alicante y pasó al campo de concentración de esa misma ciudad y después a la cárcel de Yeserías. En 1940 lo condenaron a muerte pero fue indultado en 1941 y recuperó la libertad en 1948. En 1951 fue acusado de espionaje e internado un año en Oviedo. Durante veinte años vivió de traducciones, reportajes, cuentos, guiones de cine y hasta novelas policiacas o del oeste, que publicaba con seudónimos. Desde 1969 trabajó en la agencia mexicana de noticias y colaboró en publicaciones de gran prestigio como Índice, Tiempo de Historia y Triunfo. En 1975 recibió el Premio Internacional de la Prensa, por su libro El Año de la Victoria.