Francisco CARRASQUER
El número de la revista Anthropos a él dedicado, me ha hecho pensar en el poeta levantino Juan Gil-Albert, a cuya recuperación asistí muy de cerca, puesto que puede decirse que el fenómeno arranca del libro-tesis de mi amigo J. Lechner, catedrático de Leiden, titulado El compromiso en la poesía española del siglo xx que todo hispanista que se respeta conoce, libro a cuya génesis y gestación asistí muy de cerca. Y es un poeta que merece ser recibido en nuestra galería de la poesía de la libertad por más de una razón, aunque bastaría con la simple de haber vivido libre. Ni siquiera en los tiempos en que la tentación del compromiso fue más fuerte, se sometió a esas ataduras de la consigna, ni a pesar de la enorme presión que se ejerció sobre él por parte de los comunistas se doblegó a su línea. En el libro de Lechner arriba citado está todo claramente explicado. Incluso la mala pasada que los del Partido le jugaron con aquello del premio literario que le escamotearon a favor de Pedro Garfias, él sí comunista convicto y confeso. Y por si hubiese alguna duda, recordemos lo que el mismo poeta dijo con ocasión de habérsele galardonado con el Premio de las Letras del País Valenciano en diciembre de 1982.
«Me siento –declaró entonces– como un anarquista casi en la medida en que soy un místico, y un místico en la medida en que soy un anarquista».
Frase que habría suscrito seguramente con otras palabras el gran renacentista español Miguel Servet. Y pensamiento reiterativamente confesado por escritores tan dispares como Ramón J. Sender y Juan Goytisolo, para quienes –entre otros que sería demasiado prolijo enumerar– un San Juan de la Cruz es la expresión más alta de la anarquía, precisamente porque es la voz mística más acendrada y graciosa que jamás el hombre haya conocido.
«El anarquismo –proseguía Gil Albert– no es el desorden, ni el misticismo es la beaterio. Son dos vivencias, más que concepciones que andan juntas, algo así como la suma libertad y la suma entrega. Suena a antitético, pero no lo es. En mí conviven con un aliento común».
Es como decir que libertad y amor no solo no son incompatibles, sino que son más que complementarios, simbióticos.
En aquel mismo acto del premio, en el marco de la jornada inaugural del primer Encuentro de Escritores del Mediterráneo, el lingüista y crítico literario César Simón, sintetizaba el contenido de la obra de Juan Gil-Albert con estas palabras:
«La actualidad de la obra de Gil-Albert se debe a una antropología y una ontología afirmativas, y al hecho de haberse escrito desde fuera de cualquier condicionamiento puritano… El escritor había apostado por la vida, en toda su integridad y complejidad, y de este asentimiento plenamente vivido y asumido habría que extraer las razones animadoras de su fuerte e inconfundible personalidad formal, es decir, literaria».
A esto me gustaría añadir que esa «fuerte» personalidad lo es en la medida en que su expresión ha hecho alardes de finura, estilización y suavidad. Es Juan Gil-Albert uno de los pocos casos bien logrados de revolucionario süave (con diéresis, para acentuar el sentido del calificativo). Y eso habrá que verlo sobre la marcha, sobre esa marcha sinuosa, profundamente alusiva y altamente estética de su poesía.
Publicado en Polémica, n.º 44, enero 1991
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