Francisco CARRASQUER
Hoy lo tenemos cerca, a nuestro poeta. Nace, vive, trabaja, canta y muere en Barcelona. Y todo entre el 1894 y el 1924. 30 años aprovechados, ¡por Júpiter! O hay que decir por Apolo. O por Dionisos. En todo caso, unos años, más que hirvientes, escaldados, y menos consumados que consumidos. Podría ser interesante poner a nuestro Joan en una pequeña galería de espejos en compañía de unos cuantos grandes poetas, como él, y muertos también jóvenes. Vamos a poner cinco: los dos más grandes de nuestro romanticismo poético (en varones, que en hembras, Rosalía de Castro no les va a la zaga): Espronceda (1808-1842) y Bécquer (1836-1870) mueren cuatro años menos jóvenes, pero tienen algo en común con el autor de La rosa als llavis, como veremos; nos quedan Vallejo (1892-1939), García Lorca (1898-1936) y Miguel Hernández (1910-1942). Con éste tiene importantes parecidos: ambos son de extracción muy humilde y ambos nacen y se hacen poetas. Pero hay también dos notabilísimas diferencias: que el uno procede de un medio rural y el otro de un medio urbano, lo que –añadido a otras incidencias personales e históricas– condicionan la incompletud de Miguel frente a la relativa completud de Joan. Expliquémonos: en otra ocasión, puse ya en parangón esta diferencia entre García Lorca y Hernández. La obra del granadino no nos parece que hubiese de valer más en calidad, de haber llegado a viejo. Con lo que nos ha dejado, creemos que nos ha dado toda la medida de su genio. Mientras que la obra del oriolano nos parece que se queda corta. Nos deja la impresión de que un poeta de tanta vena como él, no nos ha legado toda la riquísima mena de su virtual poesía, depurada de toda ganga y hasta nos parece estar seguros de que, de haber vivido más, nos habría regalado una poesía más hecha, más honda y más alta todavía. Decía más o menos en ese aludido texto que Miguel Hernández, por mucho que hubiese sabido quemar etapas, nunca podría haberse puesto a la altura, a edad igual, que García Lorca a sus años (aun quitándole a éste los cuatro últimos años para enrasarlos). Y no hablo de alturas de genialidad, sino de sabiduría poética, de inspiración disciplinada hasta ser libre y de ser universal por ser tan propia.
Pues bien, Salvat Papasseit tuvo más suerte que el autor de El rayo que no cesa (y no es sarcasmo hablar de suerte en vida tan baqueteada como la de Salvat Papasseit). Si bien, en este extremo, no tuvo la de Federico –familia culta, ambiente intelectual, círculo de amigos artistas y, sobre todo, Residencia de Estudiantes–, sí que pudo valerse, sin embargo, de aquel caldo de cultivo intelectual y artístico de la Barcelona de los años 20, momento único para un jovencito concentrado y arrebatadizo como Salvat Papasseit. El vanguardismo de aquellos años en el recinto cultural, no por breve menos exaltante, de aquella élite barcelonesa, tan prendida de modernismos y futurismos como prendada de libertad, fue la forja ideal para la fragua anunciadora de incendios de aquel sensible Joan, al soplo de fuelles creadores tan reavivantes como Nietszche, Ibsen, Gorki, Tolstoi, y entre los carbones ya encendidos de amigos revolucionarios de verdad, como un Ángel Samblancat, que no revolucionarios de profesión ni de partido. Y así como, siendo enfermizo, nadie ha cantado tan vital, carnal y triunfalmente el amor como Salvat Papasseit, así también, siendo como era hijo de fogonero de barco y huérfano de padre a los 7 años, nadie ha entonado tan fuerte ni en tan definitivo lenguaje universal el himno a la vida. ¿Quién, si no él, ha sido capaz de proclamar tan vibrantes afirmaciones del vivir como éstas? Principio de poema:
Res no es mesquí
ni cap hora és isarda
ni es fosca la ventura de la nit.
Y final de otro:
—Vosaltres restareu,
per veure el bo que és tot:
i la Vida
i la Mort.
Con esta enorme arenga omniesperanzada se despide el poeta ya tuberculoso irreversible, como aquel «Hijo de Hombre» de Augusto Roa Bastos. Pero, ¿por qué digo que Salvat Papasseit es un poeta nato y hecho? Xenius (Eugeni d’Ors) nos dejó escrito:
L’impulsiu, com l’Orador, neix.
Pero l’Energic, com el Poeta, es fa.
Está bien esa distinción entre el impulsivo y el enérgico; es como distinguir entre temperamento y carácter, o entre talento y genio. Pero yo creo en el poeta nato, también. Si no, no podría creer en mis dioses poéticos: Vallejo el peruano, García Lorca el granadino, Hernández el oriolano y Salvat Papasseit el barcelonés. Lo que pasa es que yo no creo sólo en el nacer si no potenciado por el hacerse. Como Miguel Hernández, Joan Salvat Papasseit «contrae» ya desde niño el virus de la palabra escrita y la pulsión intuitiva de la expresión poética desde que aprendió a hablar. Pero ni éste ni aquél habrían llegado a ser tan logrados poetas si no se hubieran hecho a sí mismos, si no se hubiesen pasado tantas horas leyendo, escuchando y emborronando papel para trasponer las limitaciones de cultura y tradición con los esforzados andadores de su empecinamiento entusiasta y sus antenas más sensibles aguzadas hasta el paroxismo. Pero Salvat Papasseit pudo correr más y más recto al no entretenerse como el otro en mimetismos gongorizantes ni en escuchar a los relumbrones de la hora madrileña. Salvat Papasseit no forzó tampoco la voz para hacerse oír a toda costa. Habló siempre sin máscaras resonadoras, sin coturnos medradores ni megafonías seudoheroicas. Desnuda la palabra y recta del corazón desnudo. Por eso fue tan sincero y tan sencillo, tan directo y tan libre. Individualista acérrimo por sus derechos, pero solidario por deber de socio, de amigo y de amante. Nunca fue déspota ilustrado con su pueblo, siempre fue pueblo sin dejar de ser tábano y «saeta de fuego».
Se acuerdan con César Vallejo su grafología y hasta un poco su talante anguloso y trasfondado. No tiene Salvat Papasseit, ni mucho menos, el abisal genio de Vallejo, pero le gana en suerte el no haberse dejado atrapar en el cepo del dogmatismo. Como poeta libre, hay pocos que le ganen a Salvat Papasseit. Y no sólo en lengua catalana. Y no sólo en palabra, sino en contenido. De todos modos, en la poesía catalana es un fenómeno único de vitalidad y de libre albedrío, de dinamita destructiva y de revolucionario amor.
He aquí unas cuantas frases en que se autodefine:
«… Amo a los insurgentes más que a los conformistas y oprimidos. Procesado y llevado al banquillo de los acusados por una causa noble, he sido condenado por un Jurado de indoctos y un Tribunal de viejos. Yo, ahora, voy contra ellos y la llamada Justicia. Y no soy un programa, sino una realidad, una forma tangible antes que una imagen. No quiero agradecer nada a aquellos con quienes he ido, pues no he tenido maestro. Yo no prometo nada, sólo ando… Ya no quiero alistarme bajo bandera alguna. Son el verdadero distintivo de las grandes opresiones. Incluso el Socialismo es una nueva forma de opresión, pues es un nuevo estado que sigue al Estado. Ahora seré el glosador de la divina Acracia imposible en la vida de aquellos hombres que no sienten el deseo de una Era mejor»
Publicado en Polémica, n.º 41, marzo 1990