Gerard JACAS
La conducta violenta del ser humano es sumamente compleja; responde a una interacción constante de estímulos y respuestas, las más de las veces, involuntarias o no deseables. Por lo tanto, si consideramos al individuo, cuando viene al mundo, como un ser carencial, cuya conducta emerge, día a día, a medida que va tomando contacto con la realidad, resulta excesivamente ingenuo pretender interpretar, a estas alturas, la violencia como un factor inherente a la propia naturaleza humana.
Sin embargo, no faltan quienes, persuadidos por afanes cientifistas, recurren a determinismos genéticos o psicológicos para explicar el comportamiento humano violento. De este modo, el reduccionismo biológico, presupone que la violencia deriva de un cierto factor de agresividad contenido en el código genético y que, desarrollado en alto grado, deviene un «factor de criminalidad», que puede manifestarse, en último término, como conducta «delictiva». Este instinto agresivo transmitido en la herencia, incide sobre el sistema nervioso y endocrino, conformando una estructura somática y temperamental determinada, que, a su vez, conducirá al individuo a cometer actos violentos. A conclusiones semejantes se había ya llegado a principios del siglo XX, recurriendo a ciertos métodos morfológicos, como los utilizados en frenología, que establecían una posible vinculación entre la forma del cráneo y el comportamiento, o los empleados por Krestchmer y Sheldon para apuntar un cierto paralelismo entre cierta constitución corporal –que ellos denominan mesomórfica– y una supuesta tendencia temperamental a la agresividad, la violencia y la delincuencia. Todas estas teorías, centradas en la herencia, venían a proponer, en suma, una tipología precisa de lo que se dio en llamar, en su época, el «criminal nato». En realidad, se trata de absurdas afirmaciones dogmáticas insostenibles desde cualquier óptica, incluida la científica, a pesar de que pretenden ampararse en la ciencia, dado que los genes o la dimensión somática o temperamental no son, en modo alguno, portadores de violencia, aunque si de un potencial que permite, ulteriormente, desarrollar ciertas conductas básicas de hostilidad o de cooperación y apoyo mutuo, según el medio sociocultural en que se desenvuelvan.
De igual modo, para el darwinismo social, la supositiva carga de violencia que lleva implícita nuestra naturaleza es generadora de conflictos y rivalidades, conducentes a una lucha constante e imperecedera, al trasponer la noción darwiniana de «competición» del orden natural, al social, en el que la lucha por la supervivencia se convierte en pugna atroz por el poder y «los más aptos», en «los más fuertes, económica, política y culturalmente».
También los hay que para acreditar el carácter conflictivo de las relaciones humanas acuden a impulsos psíquicos inconscientes de los que el hombre difícilmente puede sustraerse. De este modo, para el freudismo, la violencia observable en las sociedades humanas es el resultado de la proyección exterior del instinto destructivo del que cada uno es supuestamente portador, en contraposición al instinto de vida. Según estos teóricos, la conducta del hombre viene determinada, pues, por la constante conflictividad de nuestras pulsiones inconscientes.
Salta a la vista que semejantes doctrinas, que pretenden reducir el comportamiento humano, y la violencia en él manifiesta, a simples paralelismos somático-temperamentales o a reacciones genético-biológicas e impulsos psíquicos inconscientes –hay, incluso, quienes lo interpretan como resultado de complicados procesos físico-químicos– no sirven más que para garantizar «moral» y «científicamente» un modelo de sociedad que tiene la competencia por ley y el dominio de unos sobre otros, por norma, puesto que si la violencia es concebida como algo natural, el hombre, como tal, sólo podrá desarrollarse en el marco de una sociedad donde la rivalidad, la competitividad y la agresividad se hallen institucionalizadas. Si semejante desatino fuera cierto, si la violencia nos fuera inmanente, deberíamos renunciar, definitivamente, al ideal de una sociedad humanitaria y armónica, puesto que de alcanzarla «contranaturaleza», el ser humano nunca encontraría en ella la satisfacción necesaria, viéndose así frustrados sus impulsos y se vería condenado a una existencia infeliz, por «antinatural». Por el contrario, si es nuestro deseo vivir conforme a nuestra «naturaleza violenta», deberemos aceptar la estructura organizativa de la sociedad disciplinaria actual, que posibilita la extroversión de esa supuesta violencia congénita.
Contra tales despropósitos, debemos pensar que el hombre es un ser tendencial que se realiza en contacto con los demás. Las relaciones entre el «Yo» y el «Tú» se producen en el contexto del mundo, donde se dan las condiciones que le permiten al hombre la posibilidad de obrar humanamente, es decir, de ser dueño de su propia conducta, de entablar relaciones solidarias con los demás o, por el contrario, de quedar expuesto a la alienación y a convertir las relaciones intersubjetivas en unas relaciones de abuso y dominación. Así, como que lo realmente inherente a cada individuo es una neutra capacidad de desarrollar comportamientos y no los propios comportamientos, éstos serán violentos o no según las condiciones ambientales.
Si una sociedad se fundamenta en la desigualdad, en la propiedad, en la acumulación de bienes y de fortuna, en resumen, en el poder, entonces se genera, como lógica consecuencia, un obrar humano competitivo marcado por la violencia. Violencia para obtener ese poder y violencia por ejercerlo contra las voluntades restantes, imponiendo unas relaciones asfixiantemente opresoras, lo que no permite descansar pacíficamente nunca, porque en estas condiciones la liberación humana se vuelve un cometido lento y tempestuoso: una violencia que se resiste desde abajo a la violencia ejercida desde arriba, requiriéndose mutuamente. La situación esclava del mundo actual necesita, para no ser un fracaso, de la co-implicación de fuerzas opuestas, representada por los «coeficientes de agresividad» (violencia de los opresores) y por los «coeficientes de resistencia» (violencia de los oprimidos), sirviendo de manera eficaz a una absurda dialéctica, que proporciona el justo equilibrio a una sociedad, cuya expresión de su más pura esencia es la violencia. El pacifismo, contrariamente a lo que podríamos pensar, no es la forma de romper semejante subordinación dialéctica, es un modo de violencia «defensiva» (desobediencia civil, cadenas humanas, sentadas, huelgas de hambre, etc.) que, por definición, no persigue la destrucción de la violencia opresora, a la que se opone, sino únicamente resistirse a ella, aceptando implícitamente los criterios de rivalidad estipulados por la ordenación social vigente, en la que el pacifismo representa el polo de oposición indispensable para su perpetuación.
A estas dos categorías contrapuestas corresponde la distinción hecha por Genet entre «violencia» y «brutalidad», a propósito de la actitud, nada meritoria, que tuvo la opinión pública alemana ante la Rote Armee Fraction y su encarnizada lucha contra el Sistema. Según el escritor francés no se puede juzgar a la ligera la acción violenta de estos grupos armados, su entramado constituye un fenómeno mucho más complejo, que no puede apreciarse a simple vista. Para empezar, hay que volver la vista hacia la propia vida cotidiana (violencia y vida son casi sinónimos, dice) para darnos cuenta de que la violencia forma parte de un proceso irreversible, aunque no deseable, ya que viene determinada por la brutalidad del Sistema. Cuanto más flagrante y cruel es la brutalidad, más urgente y necesaria se vuelve la violencia redentora, si tenemos en cuenta que la brutalidad sólo posee un único objetivo: negar o interrumpir el acto libre. El gesto brutal del poder se revela en la usurpación de la propiedad, en el paro, en el despido libre, la marginación y, en último término, en el confinamiento y la destrucción del individuo, que necesariamente provoca la reacción violenta, que pasa a denominarse terrorismo, palabra cuya semántica Genet aplica más apropiadamente a las brutalidades del poder.
Ahora bien, reducir la cuestión a una empecinada dialéctica entre violencia (la de los oprimidos) y brutalidad (la del Estado), implica renunciar a la solución definitiva y admitir, aunque sea inconscientemente, el Estado de cosas imperante.
La violencia de los oprimidos es, en sí misma, una «resistencia», en tanto que brota de los efectos de la brutalidad opresiva que, por otra parte, no es autosuficiente, sino que, necesariamente, tiene su razón de ser en la estructura organizativa de la sociedad y se fortalece con la respuesta recíproca de los oprimidos. Se trata de dos fuerzas contrarias, pero complementarias, del Todo social: la violencia agresiva se ejerce, simplemente, como dominio y control, para fortalecimiento y perpetuación del poder, diluido en múltiples focos (lo que se ha dado en llamar «terrorismo empresarial», «terrorismo de las instituciones» y «terrorismos del Estado»). No obstante, quedaría parcialmente injustificada tal violencia dominadora, si a ésta no se le pudiera contraponer una inevitable violencia «resistente» de los que se enfrentan a la dominación. Sin esta «resistencia», la violencia agresiva no se vería plenamente legitimada, así que, tras la actitud indócil de los oprimidos se esconde la violencia necesaria para que su opuesta perviva, produciéndose entre ambas la estabilidad competitiva que se requiere. Si una huelga laboral, por ejemplo, es el exponente de la violencia de los oprimidos, en un momento dado, al oponerse sólo como resistencia a la violencia patronal, se cumplimenta el equilibrio conflictivo predispuesto para la supervivencia de este modelo de sociedad competitiva.
Así pues, si tenemos en cuenta que la violencia no se justifica en sí misma (es equívoco hablar de «la violencia por la violencia») ni en supuestos impulsos enraizados en la naturaleza humana ni tampoco la violencia de los oprimidos puede explicarse por la de los opresores y viceversa, entes bien, toda forma de comportamiento humano violento tiene su origen en «lo ambiente», es decir, en la estructura que hace posible tales relaciones faltas de armonía y cooperación, parece lógico pensar que la concordia deseable se halla sólo en la negación de las causas generadoras del conflicto y no en la aceptación necesaria de los efectos producidos.
Este mismo planteamiento lo acomete Bakunin, de un modo más o menos explicito, en su texto sobre el Estado, al puntualizar que éste no ha sido, históricamente, fruto de ningún contrato social, como presuponía en sus ensoñaciones filosóficas el absolutista Hobbes o el liberal anarcoide Locke, en vísperas de la revolución industrial, y, en consecuencia, su existencia no tiene por base la voluntad libre de los hombres en su encomiable deseo de formar sociedad. Al contrario, no debemos olvidar que el Estado nace con y por la violencia, investido de una doble función: regular la usurpación y el privilegio y, por otra parte, demoler la sociedad humana natural. Por lo tanto, no es causa sino instrumento en una sociedad constituida de tal modo que el hombre sólo puede sobrevivir frente a la vorágine del Estado a costa de emplear una violencia complementaria que para ser efectiva no ha de limitarse a repetir mecánicamente las fórmulas heredadas, es decir, oponerse reiteradamente a los efectos, en lugar de transformar las causas que los han engendrado. En este sentido, nos advierte Bakunin que el Estado ha de ser combatido «no por tiránico sino por innecesario». Combatir su tiranía como un mal en sí mismo nos conduce a sumirnos en ese mar de competitividad y de ficción recíproca, que garantiza el ser mismo de esta sociedad depredadora.
No basta reaccionar contra los instrumentos de que se vale el poder para anonadar y destruir, se hace inevitable, además, llagar hasta las raíces que han permitido la brutalidad estatal, como garantía de una estructura previa, basada en la usurpación de la propiedad y bienes natural-comunales, generadora de desigualdades y privilegios, para cuya salvaguarda se fue perfilando la necesidad del Estado, con este contorno desbaratador de lo que Clastres llama sociedad primitiva sin fe, ni ley ni rey. Por este motivo, enfrentarse a su «no necesidad», es ir a la destrucción de los fundamentos que lo hacen necesario y al sustituir las causas, han de variar, indefectiblemente, los efectos. Sólo entonces, el Estado dejará de ser invulnerable y, lo que es más importante, dejará de ser esencial.
Cabría, concluyentemente, un único paradigma de violencia viable para la auténtica «pacificación» humana, la que conduce al cambio radical de la sociedad. La violencia «resistente» sólo puede resultar aceptable si, superando los viejos esquemas limitativos de la simple competición o rivalidad, pasa de «resistiva» a «globalizadoramente destructiva» del principio generador de violencia. La violencia únicamente se extinguirá cuando desaparezca el modelo de sociedad que la hace posible.
Publicado en Polémica, n.º 73, marzo 2001