Pepe GUTIÉRREZ-ÁLVAREZ
Niccola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, dos emigrantes italianos en Estados Unidos en la década de 1920. Obreros y militantes anarquistas, les tocó vivir en una sociedad sometida a una clase dirigente conmocionada por la revolución soviética, que consideraba a cualquier obrero como un peligro inminente, más aún si era extranjero y anarquista. Su destino fue la silla eléctrica.
Cuando fue estrenada a finales de los años setenta, Sacco y Vanzetti (Italia, 1971) suscitó tanto interés como habían causado otras películas importantes del llamado «cine político», como La batalla de Argel o Z, que tuvieron un éxito impresionante en Francia, donde un comentarista consideró que eran «retumbos del mayo del 68».
Durante mucho tiempo el «cine político» careció de posibilidades en el mercado, salvo en momentos coyunturales como antes de la «Gran Guerra» en Hollywood (La huelga obrera de Intolerancia es su capítulo más célebre), con la victoria del New Deal (Las uvas de la ira, de John Ford), o al principio de la Segunda Guerra Mundial con los alegatos antifascistas e incluso socializantes de Fritz Lang, Alfred Hitchcock, y otros). Claro que estas películas, así como las obras más radicales del cine negro, o las películas liberales de denuncia, se atienen a unos presupuestos que en ningún momento cuestionan el «sueño americano» y dan por sentado que si existe un mundo mejor, ese es el que ofrece la democracia norteamericana. El éxito de Costa-Gravas, Resnais, Boisset y otros, mostraron que era posible otro tipo de cine más radical y anticapitalista y que, además, tenía su público.
No fue ajeno a este éxito la existencia de una demanda popular de películas corno Z (un thriller al que se le añadía un elemento de denuncia con un buen guión, en este caso de Jorge Semprún antes de rendirse a los encantos de Wall Street), que trataba de buscar su inspiración en la mejor tradición del cine negro norteamericano de los años dorados de Hollywood, pero también en el cine de denuncia política desarrollado a principios de los años sesenta en Italia por Francesco Rosi, que en Salvatore Giuliano (1961) consiguió crear un poderoso precedente que, a su vez, se apoyaba en las expresiones más combativas del neorrealismo que había producido también un «cine político» tan notable corno Roma, cittá aperta. En los años de la restauración conservadora, este cine supo remodelar sus esquemas y convertirse en un instrumento especialmente incisivo en la «contestación» contra una globalización hecha a la medida de las multinacionales mediante una inteligente descripción de la realidad, como es el caso del Ken Loach contra el thacherismo, o del Bertrand Tavernier de Hoy comienza todo. Pero ésta es, por decirlo de alguna manera, otra historia.
El director
Uno de los cineastas más distinguido del género fue Giuliano Montaldo (1930), que comenzó como secundario y ayudante de dirección con Carlo Lizzani, Francesco Maselli y Gillo Pontecorvo, y tuvo su debut en un largometraje de cierta reputación Tiro al piccione (1961), un polémico análisis del fascismo centrado en las relaciones entre los partisanos y los jóvenes fascistas de la República de Saló (sus protagonistas fueron Walter Chiari y nuestro Francisco Rabal). Luego realizó un notable retrato de una joven arribista en Una bella grinta (1965), donde se describe el comportamiento de un empresario sin escrúpulos para prosperar. Más tarde, abandona sus inquietudes iniciales y trata de realizar un cine comercial, pero también la producción antibelicista ambientada durante la II Guerra Mundial, Dios está con nosotros (1970), título que evoca un lema nazi, y que incide sobre las oscuras connivencias de las autoridades militares aliadas con los prisioneros nazis. Se trataba de una película vigorosa con Richard Johnson, Franco Nero y Helmuth Griem.
Sin embargo, estas experiencias le permiten realizar Sacco y Vanzetti, abordando de lleno un asunto que el poderoso cine norteamericano no se había atrevido a tocar más que con algunas alusiones (recuerdo una añeja comedia con Henry Fonda en la que se dice que «éste chico hizo de abogado defensor de Sacco y Vanzetti»; posiblemente un detalle incorporado por alguien que, como el escritor y guionista Maxwell Anderson, estuvo muy implicado); tampoco fue capaz de abordar la historia del cantante y sindicalista Joe Hill asesinado legalmente, y no digamos el caso de los «mártires de Chicago». y aunque existe un telefilme que cuenta la historia del incendio de la fábrica de algodón el 8 de marzo que motivó que este día fuera internacionalmente declarado «de la mujer trabajadora»; se trata de un modesto telefilme (El incendio de la fábrica Triángulo, Mel Stuart, 1978).
El filme de Montaldo es, sobre todo, una adaptación simplificada del argumento minuciosamente documentado de Herbert Ehrmann, según el cual el robo y asesinato de un pagador en South Braintree (Massachussets) de los que se culpó a los dos anarquistas italianos, fueron en realidad obra de una organización criminal conocida como «la banda de Morelli». La trama nos lleva a escenas de la lucha de clases en Boston, con un conflicto de lucha social contra el cual Frederick Katzmann, un fiscal al servicio del poder, educado en Harvard, capaz de firmar la condena a dos inmigrantes «subversivos» que ya son personajes de la historia universal: Sacco y Vanzetti.
Ambos serán los chivos expiatorios del reaccionarismo desenfrenado que asoló Estados Unidos en la década de 1920, aunque la trama también abunda en detalles que recuerdan la situación italiana marcada por un «mayo rampante», mucho más prolongado y radical que el famoso mayo francés del 68. Por ejemplo, hay una clara inspiración retórica en la decisión que adopta Montaldo de detallar la muerte del camarada de Sacco y Vanzetti, Andrea Salsedo, en una de las primeras secuencias. Dicha muerte fue la de un defensor de la acción directa «ejemplar», y cuya detención por la policía sólo puede entenderse dentro del contexto de la venganza gubernamental contra los inmigrantes revolucionarios. En su momento, dicha muerte fue considerada un suicidio, a pesar de que la izquierda no acabó de creerse el dictamen oficial. Montaldo está tratando indudablemente de ligar su muerte con el «suicidio» también dudoso de Giuseppe Pinelli, un militante anarquista italiano cuya muerte en 1969 «inspiró» la obra teatral de Dario Fo, Muerte accidental de un anarquista, un referente muy presente en la película.
La crítica
En la valoración crítica de esta película se pasa de una sobrevaloración en su momento causada por la pasión política, mientras que luego parece subestimada como si, pese al valor de su contenido, se tratara de una mala película. Convendría hacer algunas precisiones. En principio es una película importante que aborda una historia «maldita» y lo hace valientemente, o sea a sabiendas de que puede ser condenada al ostracismo. Su éxito refleja las inquietudes de un amplio sector del público, y no precisamente el que apreciaba el cine más convencional y comercial.
Aunque la historia de Sacco y Vanzetti era relativamente conocida en los círculos más politizados, la película la dio a conocer a sectores muy amplios de la sociedad. Se trataba de la historia de un crimen legal, en definitiva, de una derrota, pero el mismo hecho de que se realizara casi medio siglo después, resultaba enaltecedor. Como indicio de su peso en la historia popular podemos considerar los comentarios de los desencantados protagonistas de Reencuentro (Laurence Kasdan, The big chill, EE UU, 1983), en la que uno de los personajes (Glenn Close) rememora su sueños idealistas como abogada ansiosa de defender causas justas como la de Sacco y Vanzetti.
Cierto, Sacco y Vanzetti no aparece entre las grandes películas de este tipo de cine, está muy lejos por ejemplo del vigor y realismo de La batalla de Argel. También carece del lirismo y la fuerza poética y humana de Joe Hill, realizada el mismo año por el sueco Bo Widerberg (el autor de Elvira Madigan, un éxito juvenil de los setenta), no obstante, se trata de una película eficaz y cumple con creces su didáctico objetivo, alcanzando también algunos momentos de particular esplendor, emanado especialmente de la categoría humana y personal de los protagonistas de la historia. Está reforzada además, como documental que es, con imágenes de época, donde se aprecian las enormes manifestaciones de solidaridad internacional que el caso provocó en todo el mundo.
Habría que explicar que Saco y Vanzetti fue una producción bastante ambiciosa, un ejemplo de la vitalidad (perdida) de la industria italiana en la época. Se rodó en buena parte en Estados Unidos, y Montaldo rechazó por esta vez las presiones de los productores de utilizar estrellas norteamericanas, e impuso un reparto compuesto por actores italianos, dejando el papel del juez Palmer a Ciryl Cusack, un soberbio actor irlandés que fue el rostro del Galileo de la primera Liliana Cavani. Incluso entre los detractores de la película se reconoce que sus dos protagonistas están geniales. Resulta difícil imaginar otro Bartolomé Vanzetti que no sea Gian Maria Volontè, posiblemente el actor más emblemático de este cine político, mientras que el mucho menos conocido Riccardo Cucciolla encarna a Nicola Sacco. Cucciola ya había hecho una interpretación antológica en la sentida, minuciosa (y torpe) evocación de los días de prisión de Gramsci en un injustamente olvidado film de Liliano del Fra. Las menos conocidas Rosanna Fratello y Armenia Balducci encarnaron a sus respectivas mujeres. La música corrió a cargo del celebrado Ennio Morricone.
El caso Sacco y Vanzetti
Su trama recoge, en forma de crónica con impactantes insertos de noticiarios y de diarios de la época, una aproximación a uno de los casos más famosos de «error» judicial deliberado que se han dado en la historia, en particular en Estados Unidos, donde ya existía el precedente de los «mártires de Chicago». Sacco y Vanzetti fueron dos de tantos italianos que emigraron a Estados Unidos a comienzos de siglo y que, por su militancia anarquista, acabaron en la silla eléctrica en 1927, tras haber sido acusados, juzgados y sentenciados por un robo y un homicidio que no cometieron y que tuvo lugar en una fábrica de calzado en South Braintree (Massachusetts). Fueron arrestados con el pretexto de llevar un Colt 32 sin permiso de armas, algo que en Estados Unidos era de lo más común. En su defensa, el abogado –el radical socialista Fred Moore– trató de mostrar sus coartadas mediante numerosos testigos, negando la mayoría de los testimonios que afirmaban haber visto a Sacco y Vanzetti en el lugar del crimen, pero la actitud xenófoba y racista del fiscal y del juez fueron determinantes. En realidad se trataba de atemorizar a las izquierdas que entonces subsistían fuera del marco institucional a través del sindicato IWW (Obreros Industriales del Mundo), de influencia sindicalista revolucionaria), y de un activo partido comunista. En la cárcel, el más débil de los dos, Sacco, sufrió una depresión nerviosa. El testimonio de un portorriqueño diciendo que él conocía a los verdaderos asesinos y que Sacco y Vanzetti eran inocentes dio esperanzas a Thompson –el nuevo abogado que asumió la defensa–. Encontró los suficientes elementos como para inculpar a Joe Morelli y su banda, pero el juez Thayer rechazó una revisión de la causa. Ni la Corte del Estado ni el gobernador, quien tuvo una entrevista con Vanzetti en la cárcel, aceptaron la petición de clemencia a pesar de las movilizaciones de protesta en todo el mundo. Para jueces como Thayer, como para el FBI, el problema no era tanto la Mafia y el crimen organizado, sino la izquierda militante; un dilema que queda debidamente apuntado en películas como Érase una vez en América (Sergio Leone, 1984), cuando el sindicalista (Treat Willians) es destruido, y obligado a servir a los grandes patronos protegidos por la Mafia, un detalle sobre el que abundan escritores como Dashiel Hammett.
Sacco y Vanzetti fueron ejecutados a pesar de la falta de pruebas, de los numerosos recursos, de las presiones internacionales. Nada libró a estos militantes anarquistas de la silla eléctrica, tras seis años encarcelados, en un acto político de represión ejemplarizante, que echa luz sobre el carácter de guerra civil con que la patronal y las autoridades norteamericanas abordaron las luchas sociales de la época. Hubo de pasar más de medio siglo para que Estados Unidos reconociera la inocencia de los dos condenados, algo que sin embargo todavía no han hecho los neoconservadores. La película está, además, claramente enfocada como un alegato contra la pena de muerte, así como un testimonio de una época de histeria reaccionaria, un precedente de la «caza de brujas» liderada por Joseph MacCarthy (con Wall Street).
Evidentemente, los espectadores «comprometidos» no pudimos ni podemos permanecer impasibles ante una película que nos suscita una apasionada solidaridad con los dos anarquistas y el rechazo indignado ante un orden corrupto y criminal. Se acusa a la película de un cierto maniqueísmo, ya que los personajes resultan planos, «de una pieza», los buenos son buenos y los malos son malos. Esto es cierto, sin embargo, también ocurre en los libros de historia. Como explica Chomsky, los reaccionaros pueden ser personas normales e incluso buenas personas fuera del contexto que les anima a cometer atrocidades, ahí está sin ir más lejos la última película de Sam Mendes, con esos marines que, a pesar de bombardear ciudades sin mancharse las manos, también se muestran como seres humanos. Quizás sea esta la mayor debilidad de la película, que nos induce a pensar que se trata, por una parte, de unos canallas (Ciryl Cusack sabía muy bien hacerse odioso), y de otra, de unas víctimas inocentes. Montaldo no se entretiene demasiado en la evolución de las víctimas, que, como demuestran sus cartas, crecen y se agigantan en medio de la prueba que les ha tocado vivir. Los matarían, pero no podrían con su dignidad. En la cárcel Sacco y Vanzetti, emigrantes semianalfabetos, sometidos a trabajos duros y a unas pésimas condiciones de vida, tienen la oportunidad de mejorar su formación intelectual y alcanzar una lucidez y talla moral que muestran a través de unos artículos y cartas que conmueven e impactan.
Gracias a la intervención de las organizaciones obreras y de activistas libertarios como Emma Goldman y Carlos Tresca, el caso adquiere una dimensión colectiva, ya que moviliza al movimiento obrero y a la izquierda de todo el mundo y consigue el apoyo de personalidades como Einstein, G.B. Shaw, Madame Curie, Romain Rolland, Anatole France, etc. La intelligentzia radical norteamericana, con John Dos Passos al frente –que llegó a ser detenido por este motivo–, hace suya la causa. Hasta el mismo Mussolini –que, justo es decirlo, los habría ejecutado sin juicio– se ve obligado a enviar una petición de indulto. Se cuenta cómo un famoso abogado se interesa por el caso y pide la revisión del proceso, pero el juez Thayer no quiere volverlo a abrir y el gobernador de Massachussets deniega las peticiones de clemencia. Tras seis años de polémicas, de campañas de prensa en favor de los acusados y presiones de todo tipo, el 23 de agosto de 1927 Sacco y Vanzetti son ejecutados en la silla eléctrica.
El caso adquirió aún mayor relevancia que el affaire Joe Hill, e inspiró a las izquierdas de todas las tendencias para unir sus fuerzas. No olvidemos que Montaldo y Volontè eran militantes del PCI. Históricamente, el caso señaló la última ocasión en que la Internacional Comunista en general, y el PC norteamericano en concreto, se sintieron obligados a comprometerse con unos anarquistas, y lo hicieron desplegando toda su capacidad de movilización, lo que explica la existencia de grandes movilizaciones en países donde el anarquismo carecía ya de peso como en Francia. Posteriormente este tipo de actuaciones solidarias fueron excepcionales, y en ello no tuvo poco que ver la extrema sectarización del estalinismo que empezó en los años treinta calificando como «fascistas» a las otras corrientes socialistas.
En el curso de la guerra civil española, en las famosas declaraciones de Antónov Ovseenko –un rehén que Stalin utilizaba mediante un péndulo que colgaba sobre su familia–, se amalgama a los anarquistas con los trotskistas, o sea lo más denigrante para las autoridades soviéticas enfrascadas en los «procesos de Moscú». Richard Porton (Cine y anarquismo) anota que en esto algo tuvieron que ver las críticas abiertas a los bolcheviques y a la URSS por parte de Emma Goldman y Alexander Berkman, aunque estas críticas databan de principios de los años veinte. Además, muchos libertarios como Carlos Tresca –uno de los portavoces de la movilización en Norteamérica–, siguieron manteniendo una actitud abierta hacia otras corrientes de izquierda. El mismo Porton señala que «la confusión de anarquismo y comunismo en la mente popular alcanzó su apogeo después de la revolución bolchevique. Christopher Lasch resumió la asombrada reacción inicial frente a la revolución por parte del gobierno, la prensa y el público de Estados Unidos, con la seca observación de que se supuso que «en el fondo los bolcheviques, como todos los extremistas desde Robespierre, se oponían al «orden». La opinión del Secretario de Estado Lansing de que «el bolchevismo era la peor forma de anarquismo» ejemplifica este tipo de ofuscación».
Publicado en Polémica, n.º 88, abril 2006
ma ha encantado el resumen que habeis hecho, gracias. jenny