Antonina RODRIGO
La lucha de la mujer obrera ha sido soterrada y pertinaz, aún en los tiempos más reaccionarios. Es obvio que antes, siempre, hubo otras luchadoras obreristas que, al secundar a sus maridos, padres o hermanos en las luchas sociales, cumplieron un papel relevante en la evolución progresista del mundo. En la España de 1909, en el plano colectivo, esa lucha la asumieron las mujeres de extracción libertaria. A menudo, como consecuencia de ser sus compañeros militantes de una organización sindical con un talante inconfundiblemente revolucionario, como era la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). Así, en el verano de 1909, cuando estalla la Semana Trágica en Barcelona, las mujeres que vemos en las barricadas, en la información gráfica de la época, son obreras, que en sus respectivos lugares de trabajo, sobre todo las del sector textil, llevaron la voz cantante. Desde 1901, participaban ya masivamente en huelgas y luchas reivindicativas, en oposición a las arbitrariedades e injusticias de las que eran las víctimas a causa de su sexo; unas veces por parte de los patronos y otras por los gerentes o encargados de la fábrica. La mujer obrera de la primera y segunda década de este siglo, soportará una situación laboral infrahumana con salarios de un 55 y un 60% por debajo del de los hombres, por el mismo tiempo de trabajo, con jornadas laborales de once a catorce horas y hasta de quince en el trabajo domiciliario. Sin olvidar que estas mujeres eran amas de casa y, al llegar a sus hogares, les aguardaba la problemática doméstica. En el período 1910-1914 participaron unas 60.000 obreras en huelgas y manifestaciones. Es de ley mencionar a sus militantes más destacadas: Libertad Ródenas, las hermanas Dulcet, María Sans, Francesca Rivera, María Costa, María Prat… Eran las continuadoras de la dinámica y mítica Teresa Claramunt. «Su militancia activa en el anarquismo hará que su vida sea una sucesión constante de detenciones, condenas, destierros interiores y exteriores», escribirá a su muerte, en 1931, la no menos mítica Soledad Gustavo.
Aquellas grandes mujeres obreras, heroínas anónimas, no sólo ayudan y sostienen los Comités Pro Presos, sino que con sus cuerpos impiden las salidas de los trenes en 1920, repletos de soldados, hacia tierras de África, como carne de cañón, en la absurda guerra de Marruecos, tendiéndose en la vía del tren frente a la máquina, a lo largo de varios kilómetros. Estos soldados eran hijos de familias humildes, porque las familias pudientes libraban a los suyos mediante unos cientos de pesetas, «como soldados de cuota».
A lo largo de las décadas 1910-1930, y en particular con la dictadura del general Primo de Rivera, en el período 1923-1930, la mujer obrera sacará adelante su familia, mientras sus hombres: compañero, padre, hijo o hermano, están en las cárceles, deportados, han tenido que huir al extranjero, o han caído por las calles de Barcelona, bajo los disparos de los asesinos a sueldo –los pistoleros del llamado Sindicato Libre–, de la patronal catalana, que prefería pagar miles de pesetas por la cabeza de los dirigentes de la CNT, a acceder a las justas reivindicaciones de sus obreros, que a veces se reducían a pedir que se instalase en el taller una ducha o un retrete. Sin olvidar las manifestaciones obreristas y huelgas, en que a menudo las mujeres se enfrentaban con los esquiroles. Era la lucha abierta por la supervivencia y la dignidad del trabajador, aunque en muchos casos la rebeldía acabase ahogada en el dolor y la sangre. Pero, tales circunstancias no desarmaban a quienes sabían bien que la emancipación de la clase obrera no podía ser más que obra de los propios trabajadores.
En 1931 , con la proclamación en España de la Segunda República, se abre una era sin precedentes para la cultura y la mujer española. En dos años se inauguran más escuelas públicas que durante los últimos 30 años del reinado de Alfonso XIII. Los socialistas, con sus Casas del Pueblo, y los libertarios, con sus Ateneos culturales, divulgaron toda suerte de conocimientos entre la clase trabajadora.
Una conquista importante de la mujer española fue conseguir que la Segunda República reconociera un elemental derecho cívico: el voto. Paradójicamente, las dos únicas mujeres diputadas se enfrentan en el Congreso, acerca de la concesión del voto femenino. Mientras Clara Campoamor defiende el derecho de la mujer a participar en las elecciones, Victoria Kent propone que se aplace. Según el criterio de la Kent, no era una cuestión de falta de capacidad femenina, sino de oportunidad electoral para la República. La polémica entre las dos diputadas suscitó comentarios para todos los gustos. La vehemencia de Clara Campoamor y sus indestructibles argumentos feministas, salieron triunfantes con una votación de 161 votos a favor y 121 en contra, aprobándose el artículo 34 de la Constitución. El 1 de octubre de 1931, las Cortes Constituyentes de la II República, aprobaban el derecho al voto de la mujer en el Estado español, en igualdad de condiciones respecto al hombre.
La mujer republicana accede a puestos ministeriales, como Federica Montseny, y a toda clase de cargos políticos, sindicales, sociales, jurídicos, pedagógicos, administrativos. Por citar algunos de los más sonoros nombres recordamos: Dolores Ibárruri, Victoria Kent, Margarita Nelken, María Teresa León, Clara Campoamor, Isabel Oyarzábal, Matilde de la Torre o María Lejárraga, diputada por Granada y maestra, que conocía cinco lenguas y era, sobre todo, gran escritora de la obra que firmaba su marido, Gregorio Martínez Sierra.
Cuando estalla la guerra civil en julio de 1936, la mujer irrumpe en la vida del país, tanto en la retaguardia, como en los frentes de guerra, con un ímpetu asombroso y admirable lo cual sería la nota más singular de la nueva situación creada tras el fracaso de la sublevación militar. La mujer asumirá la dirección de fábricas, de granjas, de cooperativas de consumo oficial, es miliciana en las trincheras, participa como instructora en un arma tan novísima como era la aviación. Organiza la Defensa Pasiva; dirige y trabaja en Centros de Recuperación para heridos de guerra, escuelas, colonias para niños refugiados, comedores populares, y se adiestra como conductora de toda suerte de vehículos, incluidos los transportes públicos. La mujer estará en todas partes, sin olvidar los trabajos del campo, cuyas cosechas tenían en aquellas circunstancias un valor inestimable.
La destacada militante libertaria Lola Iturbe, es vivo ejemplo de la lucha llevada a cabo por la mujer española en todos los frentes de la vida, en la cultura, la guerra y el exilio. Mujer de gran modestia, ha rehuido siempre cualquier protagonismo, por considerar que su ajetreada existencia también la vivieron miles de obreras. «La mujer trabajadora –nos dice– tenía que sustentar el hogar, a los hijos y con frecuencia al marido en la cárcel, y multiplicarse en la lucha clandestina las manifestaciones, las huelgas, servir de enlace y cobertura y no vacilar en las necesarias y penosas visitas al Gobierno Civil o al Jefe Superior de Policía». A su regreso a España, tras un largo exilio, junto con su inseparable compañero Juan M. Molina, Juanel, al no estar inscrita en el Registro Civil, el carnet como corresponsal de guerra en el frente del semanario Tierra y Libertad, extendido por el Comité de Milicias Antifascistas y firmado por García Oliver, le sirvió para acreditar y legalizar su identidad, a sus 80 años. En su importante libro La mujer en la lucha social y en la guerra civil española (Editores Mexicanos Unidos, México, 1974) hace un profundo examen y descripción de las luchas por la liberación de la mujer trabajadora, el constante sacrificio y contribución de ésta, tanto en la fábrica, labores secundarias o en el interminable trabajo complementario realizado a domicilio. Lola Iturbe, como muchas de las ejemplares mujeres y compañeras que desfilan por sus páginas, estiman que su sacrificio y su entrega estaban determinadas por la generosidad de sus ideas y que, como todo deber aceptado, hay que cumplirlo lo mejor posible, y evitar cualquier inclinación a una transitoria vanidad.
En los treinta y dos meses de guerra civil las actividades de la mujer se fueron intensificando y diversificando. En ese tiempo, muchas perdieron la vida en los frentes de batalla o quedaron sepultadas por los bombardeos en sus lugares de trabajo. Al terminar la contienda, miles de ellas salieron al destierro, donde fueron las grandes perdedoras. Ellas, que tanto influyeron en el proceso de aceleración de nuestra cultura y logros sociales; ellas, tan enriquecidas cultural y humanamente, iban a ser totalmente despojadas, empobrecidas, maltratadas, humilladas. Primero en Francia en los campos de concentración y en los mal llamados refugios.
Sara Berenguer, también militante como Lola Iturbe, de Mujeres Libres, relata en las Memorias que prepara, que: «En Francia, el hambre fue tanto o más atenazador que en España. Rebuscábamos entre las inmundicias las peladuras de patatas o remolachas, una vez lavadas las hervíamos en un bote de conserva, a modo de cacerola, y esto era la base de nuestro alimento». Hay un pasaje estremecedor que me golpea cada vez que veo en los periódicos o la televisión los asépticos anuncios de tampax o compresas. «Las mujeres sufríamos mucho del frío cogido en la matriz –escribe– porque cuando teníamos que hacer nuestras necesidades en lo alto de las tinetas, un aire violento y helador pasaba por las mal unidas planchas, y esto, unido a la carencia de paños higiénicos, era un martirio. En aquella paupérrima situación ingeniamos todas las posibilidades. Observamos que los gendarmes, cuando iban a hacer sus necesidades llevaban consigo un periódico para limpiarse el trasero. La escasez de papel nos impulsaba a recoger el utilizado por los gendarmes. Mal que bien quitados los excrementos, aquellos trozos se convertían en nuestros paños higiénicos. ¡Ni siquiera disponíamos de un triste papel limpio! Nuestra propia naturaleza, en cada ciclo, aumentaba los sufrimientos y las dificultades de manera increíble; la falta de higiene íntima era de lo más penoso».
Desde los primeros meses de 1939, en que nuestras gentes empezaron a salir de sus casas hacia el exilio en caravanas interminables, por carreteras y senderos, bajo el frío y la nieve, y ametrallados sin cesar por la aviación franquista, la mujer española hubo de aprender a vivir en un retroceso que la llevo a situaciones rayanas con lo primitivo, y poniendo a prueba la capacidad y el instinto de supervivencia del ser humano en momentos álgidos, acosadas por toda clase de necesidades y privaciones. Allí se renovó y puso en evidencia el ingenio y la improvisación de nuestra mejor picaresca del Siglo de Oro. En aquellos inhóspitos campos de concentración franceses, en las barracas y hoyos cavados en las arenas de las playas del Rosellón, nuestras mujeres aún procuraban ayudar a sus maridos, internados en otros campos, lavándoles la ropa y sosteniendo su moral con esa innata carga de ternura, fuerza y protección que atesora y prodiga la mujer. Pero todavía, les estaba reservado algo peor: cuando las tropas hitlerianas invaden Francia, las españolas se enrolan en la resistencia, colaboran con el maquis, o son secuestradas en los campos y transportadas, «por rojas», a los campos de exterminio nazis, donde muchas de ellas perecerán en las cámaras de gas y en los hornos crematorios de los campos de Ravensbrück y Auschwitz, entre otros siniestros lugares donde el horror no tuvo límites.
Por eso, hoy, las generaciones jóvenes sin idolatrías ni exaltaciones, no deben ignorar, y mucho menos olvidar, que en la precaria y relativa libertad actual, hay grandes dosis de ilusión, de luchas, de padecimientos y sacrificios de tantas y tantas anónimas mujeres, entre las que posiblemente encontrarían la huella de su propia estirpe.
Publicado en Polémica, n.º 22-25 julio 1986