Pepe GUTIÉRREZ
Durante la dictadura franquista, una implacable y frecuentemente grotesca censura obligó al cine español a doblegarse a los criterios del régimen. La glorificación del ejército vencedor y la apología de las ventajas de la era de paz y orden surgida de la guerra civil (o «cruzada de liberación») se compaginaban con la imagen de una España republicana sumida en la miseria, el caos y la violencia. A los anarquistas les tocó el papel de terroristas, dispuestos siempre a lo que fuera con tal de destruir los cimientos de la civilización. Sin embargo, en ocasiones, algunas visiones críticas lograban burlar la vigilancia de los censores, o aprovechar su estupidez.
No es necesario decir que durante el franquismo no hubo manera de ver una película donde se diera una visión más o menos positiva del anarquismo, como no fuera bajo el prisma más bohemio e inocente, como en el caso de algunas de las películas más valiosas de Luis García Berlanga, que muchas veces se ha autodefinido como un «anarquista conservador», un espíritu que ciertamente impregna aunque sea tenuemente títulos tan sugestivos e inclasificables como Calabuch (1956). Pero casos como el de Berlanga forman parte de una rotunda excepción, tanto en calidad cinematográfica como humana, en tanto que la práctica totalidad del cine afecto al régimen al anarquismo (como al comunismo, concepto que no requería de mayores matices) se le atribuía las más turbias y aviesas connotaciones libertinas –y, por supuesto, terroristas–, cuando no la instigación de crímenes perpetrados por agitadores que podían cometer toda clase de atropellos, aunque no faltaban los que –al final– se arrepentían, sobre todo cuando había milagro de por medio, como ocurría en La señora de Fátima (1951).
Entre las numerosas referencias de este tipo aparecidas a lo largo de cuarenta años, y de una relación que podía resultar tan prolija como carente de interés que no sea el meramente sociológico, podemos señalar algunos de los títulos emblemáticos que obtuvieron un cierto éxito popular en su tiempo como Mariona Rebull, una reputada y ambiciosa adaptación de una saga que comprende Mariona Rebull y El viudo Rius, obra de un escritor «vichysta» catalán Ignasi Agustí, falangista proveniente de la Lliga de Cambó. Rodada en 1947 por uno de los directores más identificados con el régimen, José Luis Sáenz de Heredia, evoca el célebre atentado del Liceo barcelonés representado –torpemente, sin sentido del ridículo– estrictamente como un acto de terror contra la «buena gente», en concreto contra una familia empresaria del textil envuelta en un lío amoroso que no queda muy claro. La descripción de los Rius padre e hijo parecen destinadas a justificar su canonización. Se da por sentado que tanto las huelgas como los actos de terrorismo tienen como sujeto a los mismos responsables: turbios sicarios que se juramentan para matar a un empresario por el gusto de hacerlo, y lo acosan en una Barcelona fantasmal que parece una ciudad ocupada. No solamente se identifica movimiento obrero y terrorismo, también se viene a decir que los trabajadores son –salvo contadas y agradecidas excepciones–, unos cobardes y desagradecidos. Las excepciones están representadas por trabajadores sumisos, dispuestos a dar la vida por su patrón. Sin duda, se trata de una de las síntesis más representativas de las (aberrantes) concepciones del nacional catolicismo en relación a la «cuestión social».
Este enfoque amalgamador de obrerismo, terrorismo por un lado y autoridades seráficas por otro se puede encontrar en otras de las películas más características del cine franquista, como ¿Dónde vas Alfonso XII? (Luis César Amadori, 1958), álbum monárquico (en la estela del éxito de Sissí) que convierte a la llamada «prensa del corazón» casi en una crónica realista. En la película unos tipos de mala catadura atentan contra unos reyes descritos con un halo de santidad sublime e interpretados por los muy cursis Vicente Parra y Paquita Rico. Su éxito justificará una secuela, y de ambas se puede disfrutar todavía con asiduidad en televisión («Cine de barrio»). Menos conocida pero más sórdida y «realista» resulta El amor de los amores (Juan de Orduña, 1961), un vetusto melodrama que no interesó a nadie a pesar de su reparto digno de más altas empresas encabezado por Arturo de Córdova (el inmortal Él, de Buñuel), Emma Penella y Jorge Mistral. Éste último representa a un turbio agitador –cabe suponer que anarquista– que entra en la vida de los protagonistas después de haber tomado parte en los acontecimientos de la Semana Trágica, interpretados como un ataque demoníaco contra la Iglesia.
Seguramente el colofón de esta suma de despropósitos y burdas idealizaciones lo represente La orilla, realizada en una fecha tan tardía como 1970 por el adocenado Luis Lucía, con guión firmado por el furibundo falangista Rafael García Serrano, y en la que, en plena guerra civil, un ridículo y bienintencionado teniente anarquista (Julián Mateos), tras de ser atendido de sus heridas por unas monjas a las que únicamente les falta levitar, y comprobar el gallardo y noble comportamiento de un capitán del bando «nacional», descubre que los malos de verdad son sus «compañeros» comunistas. El espectador que supere los primeros diez minutos del metraje puede seguramente entrever del planteamiento una oblicua intencionalidad por buscar algún tipo de acuerdo contra el comunismo en un momento en que éste estaba emergiendo como hegemónico en la resistencia antifranquista, pero todo resulta tan cursi y tan burdo que provoca rubor.
De hecho, no será hasta ya entrados los setenta que se fue haciendo posible otro tipo de evocaciones. Quizás el caso más audaz fue un extraño y olvidado título La cólera del viento (España-Italia, 1970), que sin embargo obtuvo una cierta resonancia en su tiempo. A ello contribuyó seguramente el que fue encabezado por el especialista y totalmente inexpresivo Mario Girotti (Terence Hill, el tristemente famoso Trinidad), junto con una de las últimas maggioratas (María Grazia Buccella) que interpreta a una cortijera despampanante. Aunque parezca mentira se trataba de una especie de western contextualizado claramente en una Andalucía de principios del siglo XX. La trama venía ser una extraña combinación entre el drama social y cierto eurowestern situado en la frontera entre México y Estados Unidos. La diferencia con otros títulos convencionales radica en que el conflicto está enfocado como una lucha entre un poderoso terrateniente (Fernando Rey), que contrata a dos pistoleros para acabar con una rebelde campesina en la que se reflejan contenidos revolucionarios. Dichos campesinos están animados por un discurso de cariz inequívocamente libertario que parecía extraído de La conquista del pan, de Kropotkin, propagado por un «profeta» de patriarcal barba blanca al que le prestaba rostro Willian Layton. La razón de esta extraña combinación se debe a un compromiso entre su director, Mario Camus, que quería contar un drama social realista, y los coproductores italianos que querían otro spaghetti-western más. Dentro del embolado, Camus consiguió ofrecer algunas secuencias bien rodadas y mantener el tono de indignación y denuncia que fue lo que mejor sonó entre los espectadores inconformistas. Tanto fue así que, pasado el tiempo, todavía es recordada entre los aficionados más politizados.
Aunque fuese de una forma muy tangencial e indirecta, más de una trama libertaria se coló más o menos deliberadamente en algunos de los mejores exponentes de un cine negro barcelonés teñido de neorrealismo, como en Hay un camino a la derecha (1953), el drama de un obrero que pierde su hijo al quedarse parado. Su director, Rovira Beleta, responsable también de otro exponente del buen cine negro barcelonés en la estimable, Los atracadores (1960).
Sin duda, el más audaz de todos ellos fue la modestísima producción Balcázar, A tiro limpio (1963), que recuerdo haber visto en su estreno casi de tapadillo en un programa doble en el Petit Pelayo siguiendo la recomendación de la minoritaria revista Nuestro cine, muy ligada entonces al PCE, y posiblemente también impulsado por la mala crítica de Martínez Tomás, crítico de cine de La Vanguardia, al que los cinéfilos habíamos aprendido a leer al revés, todavía más de lo que lo hacíamos con prensa afecta al régimen, que era casi toda. Estaba firmada por Francisco Pérez Dolz (1922), reconocido ayudante de dirección de muchos años, que a pesar de su mostrada capacidad acabó retirándose al cine publicitario e industrial. De hecho, pese a su prometedor debut con esta película, ha pasado complementa desapercibido hasta fechas muy recientes, concretamente hasta que José Luis Guarner, le rindiera un homenaje en la XXVI Semana Internacional de Cine de Barcelona de 1984, aunque esto tampoco le serviría para una nueva difusión, limitada a ocasionales pases televisivos en los canales de pago. Nadie podía saber entonces que la historia original escrita por el zaragozano José M. Ricarte, estaba inspirada en las actividades de dos de los maquis más legendarios del antifranquismo, los anarquistas Quico Sabaté y Josep Lluís Facerías. Recordemos que en aquella una época estos guerrilleros eran tachados como «bandoleros» y «pistoleros» en la prensa, y eran blanco de revistas amarillas como El Caso, y que el cine no era precisamente el espacio más adecuado para la trasgresión, y el menor indicio de simpatía hacia estos «bandidos» habría significado su prohibición (o desaparición), de forma que sus autores no se atreven a ir más allá de la dosificación de algunos elementos mínimos que, por un lado indican lo que habría podido ser y, por otro, dejan constancia de una situación social mediocre y agobiante.
No obstante, desde una mirada advertida es posible apreciar cierto idealismo en los atracadores –que son unos «resentidos» (sobre todo en el que interpreta José Suárez)–, un odio a los burgueses, referencias vagas al exilio –en concreto a Toulouse, enclave del exilio confederal– y a unos ideales derrotados, y una descripción neorrealista de los ambientes propios de un país deprimido. Por otro lado, se habla algo de francés y catalán, algo que el régimen había prohibido ya en más de una ocasión (la más sonada fue con El Judas, de Iquino, en 1952, aunque lo había permitido ocasionalmente en 1960 con Siega verde, de Rafael Gil, un director afecto a la dictadura), por lo que era aún un hecho más insólito. En un determinado momento se ve bailar unas sardanas delante de la catedral de Barcelona. Igualmente se ofrece un retrato de la policía que está lejos de la descripción seráfica habitual de este tipo de películas, uno de los géneros más rescatables del cine español de entonces.
Las aventuras de Facerías sirvieron vagamente de tema recurrente en dos ocasiones muy diferentes. Una para el reaccionario José Antonio de la Loma, quien al parecer trabajó en un posible guión sobre las andanzas de Durruti en una época en la que se hizo millonario realizando cintas de acción ultraviolenta con actores norteamericanos en decadencia como John Saxon, protagonista de su indigerible Metralleta Stein (1974), y que de hecho viene a ser un homenaje al inspector Quintela, interpretado por Francisco Rabal. Al verla hay que agradecer a los dioses que el señor De la Loma no pudiera llevar a la pantalla su biografía de Durruti. Mucho más seria y sugestiva es la reciente evocación de Facerías efectuada en La casita blanca. La ciudad oculta (2002), en la su director, Caries Balagué, reconstruye en un tono documental el famoso atraco al meublé de Pedralbes en una sobria escenificación en blanco y negro y con actores que resultan bastante convincentes.
Este sucinto cuadro puede ampliarse con un interesante telefilme inserto en la estupenda serie La huella del crimen, obra del periodista de investigación y cineasta Pedro Costa (que, junto con el escritor Antonio Rabinaud, escribió también el guión de Libertarias). Se trata de El caso de Carmen Broto (1999), protagonizado por Silvia Tortosa, Sergi Mateu y Conrado Tortosa Piper, que interpreta a Jesús Gimeno López, que había sido responsable de la FAI en el Guinardó, y que en aquel entonces jugaba a congraciarse con la policía como colaboración e informante como experto «espadista». Inspirada en hechos reales (el autor de estas líneas pudo saber que al menos en los años setenta, Carmen Broto era un personaje legendario en el Barrio Chino barcelonés), los autores empero advierten que lo que van a contar es una mera hipótesis dado que no existen datos precisos sobre el crimen. Se nos cuenta que Carmen Broto era una bella muchacha hija de la derrota, que se ve obligada a ejercer la prostitución, desde donde llega a escalar socialmente corno la querida de un jerarca enriquecido con el régimen (Ángel de Andrés), y que vive como mantenida con tren de vida que le permite codearse con la alta sociedad, que es en realidad la que compone el verdadero hampa. Todo cambia para ella cuando se empeña en salvar a una compañera suya, Laura, detenida según se informa por colaborar con Facerías. Cuando sus amistades no le escuchan, se atreve a molestar al mismo gobernador civil. Despechada por el desprecio de los poderosos, la Broto comienza a tratarlos con desprecio y a hablar claro de sus vicios y negocios sucios. Para librarse de ella, la policía ofrece a Gimeno un trato: lo dejarán vivir si liquida a Carmen, pero luego acaban con él para no dejar testigos. Aunque no es de los capítulos más logrados de esta interesante serie, sí ofrece una aproximación bastante coherente, sobre todo en la recreación de dos ambientes opuestos, en el de la gente que tiene que sobrevivir y en el de los que se están beneficiando del régimen victorioso. Anotemos que en uno de los mejores episodios, también obra de Pedro Costa, aparece un entrañable proyectista de filiación anarquista interpretado por Joan Dalmau, más conocido por su papel de antiguo combatiente en Soldados de Salamina.
Una idea sobre lo que el régimen estaba dispuesto a hacer con la subversión libertaria nos la puede ofrecer perfectamente el soberbio documental sobre Delgado y Granados (que merece un comentario aparte), pero si nos limitamos al caso de la censura, seguramente el caso más flagrante y conocido lo provocó Rehold a Pale Horse (1964), del cineasta antifascista Fred Zinnemann. Comencemos por señalar que se trata de un título extraño, que evoca reminiscencias bíblicas extraídas de las Revelaciones 6-8 incluidas en el libro del Apocalipsis, cabe suponer que, siguiendo la moda de El séptimo sello, de Bergman. Aquí se estrenó muchos años más tarde, ya muerto Franco como Y llegó el día de la venganza, por cierto, un título más bien propio de un spaghetti western. Se trata de una producción bastante singular (una excepción dentro del panorama de Hollywood), que estaba basada, aunque muy libremente, en las hazañas de Quico Sabaté, el célebre maquis anarquista de Hospitalet que se negó a reconocer la victoria del franquismo y trató de acelerar su derrota con acciones que al parecer causaron la admiración de Emeric Pressburguer.
Pressburguer fue un cineasta conocido ante todo por su estrecha y muy valorada colaboración con Michael Powell, pero en el que no encontramos nada que permita comprender su atracción por la historia de Sabaté, hasta el punto de tomarla como referencia en la que sería su única novela, Killing of Mouse on Sunday.
La noticia de semejante producción se convirtió en un problema para el régimen, que amenazó a la productora, la multinacional Columbia, con un boicot generalizado a sus producciones. Cabe suponer que el problema radicaba tanto en el propio contenido de la película, como en la presencia al frente del reparto de algunos de los actores más carismáticos del momento: Gregory Peck, Anthony Quinn –que acababan de intervenir en un éxito extraordinario como Los cañones de Navarone en la que, por cierto, la censura franquista suprimió las referencias a los republicanos españoles– y Omar Sharif, recién salido de Laurence de Arabia y a punto de comenzar Doctor Zhivago. De alguna manera, las presiones del régimen se notan en la trama, baste recordar cómo Hollywood había afrontado la guerra civil española, sobre todo en los últimos tiempos, por ejemplo, en Las nieves del Kilimanjaro, donde el trasunto de Hemingway (el mismo Gregory Peck), descubre poco menos que el enemigo de verdad se encuentra en las propias filas republicanas, o sea en los comunistas (curiosamente con un «malo» al que se describe con las características tópicas de Valentín González, El Campesino.
Aunque bastante desprestigiada en la actualidad Y llegó el día de la venganza no deja de contar con ciertos atractivos más allá del puramente histórico (quiera que no provocó una cierta crisis política y puso al régimen en un aprieto) y mitómano. De ahí que durante bastante tiempo figurara en las carteleras francesas y su visión fuera de obligado cumplimiento para los viajeros que buscaban –entre otras cosas– películas prohibidas en España. El personaje (Artigas) que encarna Gregory Peck no es desde luego ningún revolucionario social, a lo más es un anticlerical que odia a la Guardia civil, en especial a Viñolas (un Anthony Quinn de opereta). Su radicalismo antifranquista queda bastante bien reflejado cuando al principio de la película, se niega a renunciar a las armas y a la lucha. De hecho, este fue el impulso básico de toda una generación de combatientes. Gente como Artigas, que conocía la frontera pirenaica como la palma de su mano la hubo en todas las izquierdas (los del POUM quieren ver aquí la imagen de Toni Franqueza), pero está claro que el modelo fue Sabaté.
El desteñido liberal del producto no impide que desprenda rasgos míticos que tienen una base auténtica. Artigas es alguien fiel a sus ideas, que no ha cesado de luchar, que es reconocido por sus compañeros, y lo que es más importante, que está dispuesto a luchar hasta el final. En principio por una venganza, para matar al traidor y castigar al guardia civil que había torturado a un compañero, pero está claro que para continuar la lucha que se había negado abandonar en 1939. El aspecto religioso resulta más bien ridículo, no obstante tampoco le hizo la menor gracia al régimen, el cura que se niega a colaborar con Viñolas por más que éste se lo pide como la cosa más natural del mundo. De alguna manera bosquejaba ya la existencia de un clero joven y disidente que ya no comulgaba con la barbarie del régimen, aunque la película presume que su actitud franciscana representa la mejor vía, más allá de la venganza. No obstante, lo que llega al público es ese maquis que después de años de lucha sigue tan firme y ajeno a la comodidad como el primer día, un tipo fuerte y entrañable que existió en la realidad, con más inteligencia y capacidad, pero al que Gregory Peck la da toda su intensidad interior y probada prestancia.
Publicado en Polémica, n.º 86, octubre 2005