Christian FERRER
A Noé, con ocasión del diluvio universal, se le ordenaron dos misiones: el salvamento de un pequeño núcleo humano y el de todos los animales de la creación, no solamente durante el tiempo de duración de la catástrofe, sino también en el de su posterior conservación y reproducción. En el Arca, emblema de la comunidad de todos los seres vivientes en momentos difíciles, se cuida de los animales, pues desconocen la causa de su mala suerte. Fueron extirpados de su ambiente natural a pesar de ser inocentes.
Como a un perro
Era un perro de la calle y respondía únicamente al nombre de Dash. Había sido entregado a la ciencia con el fin de probar la eficacia de la electricidad aplicada al arte de matar. A lo largo del experimento se aplicaron 300 voltios sobre el cuerpo del perro, estremeciéndolo hasta el aullido, y después se siguió con 400 voltios, que tampoco lograron destrozar su vida. A continuación el voltaje alcanzó los 700 voltios, y aunque su lengua colgaba como un badajo, todavía continuaba vivo. Al cuarto intento sucumbió. Esto ocurría en Nueva York, el 30 de junio de 1888. La comisión estatal encargada de seleccionar un método alternativo a la horca –el preferido hasta ese momento– consideró treinta y cuatro propuestas distintas que abarcaban la eyección desde un cañón, el hervido de la persona en carne viva y el abandono en medio de una jauría de animales salvajes. El abanico se cerró sobre cuatro teclas: el garrote vil, la guillotina, la inyección hipodérmica (posibilidad rechazada porque «la morfina podría llegar a eliminar en el reo el gran miedo de la muerte») y la electrocución, que terminó por conformar a los miembros de la comisión. Dos años después, Francis Kemmler sería su primer cobaya humano: fatalmente, había levantado la mano sobre su esposa. En la nueva fórmula judicial que le fue leída se estipulaba lo siguiente: «Has sido condenado a sufrir la pena de muerte por medio de la electricidad». El condenado respondió al tribunal: «Estoy dispuesto a morir por la electricidad. Soy culpable y debo ser castigado. Estoy listo para morir. Estoy contento de que no voy a ser ahorcado. Creo que es mucho mejor morir por la electricidad que por ahorcamiento. No me causará ningún dolor». Se equivocaba, y mucho.
La sentencia no se llevó a cabo de inmediato pues Kemmler apeló el fallo, que sería confirmado. Entre barrotes fue bautizado en le fe metodista e incluso aprendió a leer, pues había ingresado analfabeto a prisión. Su ejecución no fue sencilla. Tampoco la de los sucesivos perros y caballos con los que se terminó de aprestar al verdugo de cuatro patas. La guillotina, en su momento, se consideraba una formidable mejora en relación con los ahorcamientos y fusilamientos acostumbrados, y la silla eléctrica prometía ahora dar una muerte tan veloz que pasaría inadvertida incluso para el condenado. Ese artefacto fatal se insertaba de forma natural en la consideración progresista de los inventos científicos: precisos, infalibles y modernos. Sin duda no fueron seres enmascarados quienes prepararon la primera ejecución, sino ingenieros y electricistas. Al ser conducido al último lugar que vería en vida, Francis Kemmler dijo a los mirones presentes: «Caballeros, les deseo buena suerte. Creo que me voy a un lugar mejor y estoy listo para partir. Sólo quiero agregar que mucho se ha dicho acerca de mi persona que no es verdad. Soy bastante malo, pero es cruel sacarme de este mundo peor aún». Una vez sentado y maniatado se dio la orden de liberar los 1.000 voltios convenidos. Según relataron los testigos, el cuerpo de Kemmler se endureció repentinamente, se le desorbitaron los ojos, y la piel empalideció. Un médico certificó la muerte del reo diecisiete segundos después. Sin embargo Francis Kemmler no había muerto y varios presentes así lo hicieron notar. Entonces se elevó la corriente a 2.000 voltios y la saliva comenzó a fluir por la boca y se le rompieron las venas y las manos se le llenaron de sangre. Al fin, el cuerpo entero ardió en llamas. Ocurrió el 6 de agosto de 1890.
Paleontología y política
Charles Darwin publicó El origen de las especies en 1859, y lo complementó en 1871 con El origen del hombre. Dos rayos clavados sobre un sereno cielo animal «evolucionado». El hombre había pasado a ser una pirueta autoprovocada por un mono. Tras la muerte de Darwin se desató en Europa un áspero debate, no exento de secuelas políticas en torno al «darwinismo social», que se superpuso a la polémica paralela entre evolucionistas y creacionistas. Por cierto, «la supervivencia del más apto» no es un lema que resulte de inmediato agradable para describir la promoción de las especies. Hubo quienes privilegiaron la condición «gladiatoria» de esa lucha y adjudicaron significados políticos y morales a la hipótesis de Darwin: la naturaleza, un cuadrilátero; las especies, boxeadores solitarios. El príncipe Piotr Kropotkin, anarquista y científico, les salió al cruce en 1902. En El apoyo mutuo, obra que gozó de cierta consideración pública, Kropotkin identificó dos tipos distintos de lucha. La del organismo contra organismo por los recursos limitados, una postal de coliseo romano que podía satisfacer a la impresionable sensibilidad burguesa del siglo XIX; y la del organismo y la especie unidos contra el medio ambiente, comunión que garantiza la supervivencia mejor que el combate. Bandadas y manadas cooperan, y así prosperan. Aquel príncipe profetizó, retroactivamente y con lógica tenebrosa, que la dominación del hombre por el hombre era una consecuencia desplazada del dominio, maltrato y matanza de los animales por parte del hombre.
Tabula Rasa
Se diría el artículo de fe de los cultos y actualizados: el cuerpo se sostiene en la cultura, no en la dotación biológica. Pero si la historia se inscribe en el volumen de carne como si éste fuera un pizarrón límpido, el linaje animal pierde su eslabón. Irónicamente, aquella certeza humanística culmina ahora en numerosos sociólogos y filósofos que depositan en la biotecnología la esperanza de un cambio positivo para el destino histórico de la especie. Ya son legión: unos celebran la continuidad «irreversible» entre máquinas y hombres, y otros deliran con artefactos que reproducirían «inteligencia» y «emociones» humanas. Todos nos hastían. Negada la herencia de «animalitas» en el ser humano, la discontinuidad se hace abismo y entonces acorralar al resto del reino animal contra el precipicio es cuestión de tiempo. En la vida social, el «drama de la diferencia» puede conducir a la negación o la conculcación de derechos, a la tolerancia o la aceptación del ajeno, y también al reconocimiento de los atributos del «otro» que hay en «mí». Estas operaciones emocionales y políticas se rarifican cuando se aborda la diferencia animal. ¿Dominio, piedad, concesión de «derechos»? La cuestión nos va a concernir únicamente cuando se asuma que la destrucción del cuerpo humano está directamente vinculada con el trato dado al resto de los seres vivientes. El boomerang suele retornar violentamente al brazo ejecutor. Después de todo, el ser humano bien podría ser una errata de la naturaleza, y la historia humana su persistencia fatal. Pero los animales estaban antes.
Descuido
Hace millones de años la masa continental primigenia se astilló en varios pedazos, fue por entonces cuando Oceanía quedó desligada de la suerte ecológica de las otras tierras. Cuando los maoríes llegaron desde la Polinesia a lo que hoy llamamos Nueva Zelanda, hacia el año 1300 después de Cristo, se encontraron con el moa, el pájaro más grande que existía en el mundo, que no podía levantar vuelo. Siendo uno de los alimentos preferidos de los maoríes, se extinguió en el siglo XVII. Sin embargo, en 1893 se descubrió que en una pequeña isla llamada Stephens, ubicada en el Estrecho de Cook, el cual separa las dos grandes islas –la Isla del Norte y la Isla del Sur–, habían sobrevivido algunas especies de aves del tamaño de un pollito algunas e incapaces de volar que hacía siglos estaban extintas en el resto del archipiélago. Rápidamente, el gobierno neocelandés prohibió las pisadas humanas en esa cápsula aislada en el tiempo, la declaró «reserva natural» y mandó construir un faro. Un año más tarde todos los pájaros estaban muertos. El asesino, sin embargo, era inocente. El encargado del faro había desembarcado en la isla junto a un gato que tardó apenas un año en acabar con todos los pájaros. Un solo ciclo de contacto con la cultura humana había dado de baja a cien millones de años de evolución. Para siempre.
Defensores
Las primeras víctimas defendidas no fueron perros y gatos, mucho menos ballenas, sino caballos, asnos y mulas. Las sociedades filantrópicas de «protección al animal» se crearon al abrigo de la revolución industrial, cuando la «tracción a sangre» era el medio de viabilidad más habitual, y el maltrato era continuo y a la vista de todos. A fines del siglo XIX se fundaron organizaciones en contra de la vivisección dedicadas mayormente a «crear conciencia» en una época en que la experimentación científica se estaba «profesionalizando», en que cada vez se usaban mayores cantidades de animales a modo de cobayas «de indias» yen la cual destripar animales en las escuelas públicas resultaba ser un ítem del currículo. Los logros de estas sociedades fueron escasos porque en Europa y Estados Unidos, donde llegaron a ser ricas y poderosas, la renuncia a la acción política fue pobremente compensada por el recurso de la «campaña de concienciación». Pero una época en que se criaba intensivamente al ganado con el fin de asesinarlo y en que se contaban por millones los animales con los que se experimentaba en laboratorios necesitaba otro tipo de orientación política. El Movimiento de Liberación de los Animales propagó una nueva definición política de la relación entre hombre y animal. Eso ocurrió hacia 1970.
Subhumanos
La vida –y la muerte– de los animales ha sido mecanizada: ya son productos cuyo control de calidad exige de la imposición de ciertas dosis de crueldad. Los cepos y trampas provocan un inmenso padecimiento además de prolongar la agonía del animal durante días. La compra-venta de especies exóticas resulta ser el preludio a su extinción al hacerse retroceder la diversidad genética necesaria para su promoción. Y en tanto los potentados de extremo oriente sigan adquiriendo ilegalmente polvo de cuerno a modo de afrodisíaco será muy difícil salvar a la actual población de rinocerontes negros. y al fin la cría de ganado, que supone castración, separación de madre e hijo, marcado, transporte al matadero y muerte prematura, actividades interdictas para con los seres humanos, salvo que se quiebre el lazo de continuidad con algún grupo humano especifico, acontecimiento sucedido sesenta años atrás en Europa a millones de hombres y mujeres inermes. Recordemos: hasta hace siglo y medio, y en Estados Unidos, era perfectamente legal separar a las madres de sus hijos, transportar éstos últimos al mercado, y también matarlos antes de tiempo. Durante el ciclo del esclavismo las madres no solían desarrollar afectos fuertes con sus niños pues a la edad de seis años ya podían ser comercializados. Por cierto, en aquellos tiempos los propietarios solían hacer pelear a sus esclavos entre sí, con argolla al cuello y en combates a muerte. Y apostaban, como aún suele hacérselo en las riñas de gallos o de perros de lidia.
Estómago
Nada más erróneo que tenerlo por invento contemporáneo. El naturismo fue una doctrina ampliamente difundida desde finales del siglo XIX en Occidente y difundida en especial por los anarquistas, siempre preocupados por mejorar la calidad de vida de los trabajadores. Distintas vetas confluían en esa olvidada ecología social de los pobres: los ideales existenciales de «buena vida»; la propaganda de la alimentación «proteínica-racional» en los barrios obreros; la difusión de la biofilia, el nudismo y el vegetarianismo; la creación de centros de medicina natural; la promoción de la procreación conciente. No faltaron, entre los anarquistas, comunas y restaurantes vegetarianos ni tampoco piquetes contra carnicerías. A sus escuelas, también llamadas racionalistas, la vivisección les era ajena. Por el contrario, enseñaban la vida de la naturaleza por medio de paseos por la ciudad destinados a identificar y escuchar a los pájaros, o bien inspeccionando los prósperos nichos de insectos bajo las baldosas.
Vegetarianismo y anarquismo no conformaron una excentricidad ideológica sino una alianza entre política y cultura popular. Los pobres siempre se han nutrido de vegetales, pues la carne animal fue, y sigue siéndolo, un privilegio de ricos. En China y en India hace miles de años que la comida está confeccionada con base de vegetales. Por cierto, los hindúes reverencian a las vacas pero no dejan de ordeñarlas. Sin embargo, la necedad no deja de expandirse: el ganado necesita ge alimento proveniente de tierras de cultivos que podrían ser usadas para nutrir a la especie humana con proteína vegetal; se destruyen bosques para hacer lugar a tierras de pastoreo; y las flotas pesqueras capturan un cincuenta por ciento de pesca inservible que sucumbe en el buque-factoría. Si se considera que los vegetales producen diez veces más proteínas que la carne, cabe concluir que la industria de la proteína animal colabora en el aumento del hambre en el mundo. Sólo un boicot podría detener esta trituradora.
El especismo
La palabra especismo resume la contribución de Peter Singer a la historia de las ideas. En su Animal Liberation, de 1975, sostuvo que si nos orientamos por principios éticos que promuevan la disminución del sufrimiento y el aumento del bienestar, no es aceptable provocar dolor a una especie en función de los intereses de un grupo definido por su estatuto superior. Yen el supuesto de que los animales tengan intereses, el primero de ellos sería no sufrir. Pero se dice que los animales carecen de inteligencia, sin la cual es imposible establecer una simetría de intereses. Pero un mono despliega mayor inteligencia que un bebé, y no por eso consideramos a éste último un inferior. Se dice también que los animales carecen de autonomía fuera de su ciclo instintivo. Pero un enfermo grave o un bebé tampoco la tienen, y no por eso los descuidamos. También se alega que los derechos suponen reciprocidad, y los animales no la conceden. Pero tampoco los niños suelen otorgarla, ni pueden concederla aquellos que experimentan una vida vegetativa, y el hecho de que las futuras generaciones no existan aún no es criterio para hacer de la tierra un pantano. Se arguye en fin que, careciendo los animales de un lenguaje consciente, no habría lazo posible con lo humano. Pero tampoco los bebés pueden expresarse de tal manera aún cuando dispongan de la facultad de hacerlo más tarde. En otras épocas los sordomudos también carecían de lenguaje. No hay pruebas científicas que demuestren la necesidad de terminar con la destrucción de los animales. Es, apenas, un ideal orientador. En el pasado se publicaron libros «científicos» que «probaban» la inferioridad natural de los esclavos, o de las mujeres, o de los que no fueran blancos. Justamente, el especismo niega los intereses de otras especies a partir de prejuicios favorables a la propia. Pero la negación a tener en cuenta otros padecimientos requiere del ocultamiento del proceso. Se trata una precondición afectiva imprescindible para engullir cadáveres.
No
En 1988 una adolescente llamada Jennifer Graham se negó a realizar una vivisección en su clase de biología. Habiéndosele bajado la nota por su negación, la chica inició un juicio al Estado de California, y lo ganó. La disección en vivo ya no sería obligatoria en ese estado de allí en adelante. Una ley caída por causa de la palabra no.
Un solo hombre
«¿A cuántos conejos deja ciegos Revlon por causa de la belleza?». Esta pregunta, publicada a página entera en el New York Times del 15 de abril de 1980, logró que millones de dólares en acciones de la corporación hegemónica en el mercado de la cosmética se desplomaran en menos de veinticuatro horas. Hasta ese entonces la pasta de rouge o de rimel se probaba sobre conejos, a quienes se les embadurnaba la mucosa ocular con el fin de averiguar si el exceso de sustancia cosmética producía algún efecto. La consecuencia era la ceguera final del animal previa ulceración progresiva del ojo. El aviso se repetiría dos veces más hasta doblegar a Revlon. De allí en más el animal testing fue abandonado y el control de calidad se hizo sobre una imitación artificial de la carne viviente. El mismo carnina fue seguido por el resto de la industria cosmética, temerosa del costo a pagar en publicidad negativa. Fue Henry Spira, miembro exclusivo de una organización dedicada a la liberación animal, quien encargó la publicación de ese anuncio. En diciembre de 1955, en la ciudad de Montgomery, una mujer llamada Rosa Parks se negó a ceder su asiento a un pasajero blanco, cosa que debía hacer según las leyes del Estado de Alabama. El hombre blanco reclamó ante el conductor, quien no pudo persuadir a la mujer de abandonar su actitud. Obstinado, el hombre llevó a juicio a la empresa de transportes. La respuesta fue el boicot: durante siete meses miles de personas fueron y volvieron caminando hasta conseguir derogar la ordenanza municipal. Fue el inicio del movimiento de lucha por los derechos civiles de los negros en Estados Unidos. Henry Spira, un joven trotskista, cubrió el conflicto para su periódico y de la simple observación de los acontecimientos aprendió algunas cosas. Más adelante dejaría el partido y su oficio de marino mercante, y empezó a trabajar como maestro de escuela. Continuaría haciéndolo hasta 1973. En abril de 1973 The New York Review of Books publicó un comentario favorable a la edición reciente de algunos libros que trataban el tema de los derechos del animal. El autor de la reseña era Peter Singer. Meses después, Henry Spira leería en una publicación trotskista de escasa tirada una crítica a la crítica de Singer; básicamente una denuncia de la «bancarrota -intelectual-de-los-intelectuales-de-izquierda-que-en-vez-de-defender-a-los-trabajadores-se-dedican-a-causas-superfluas». Pero Spira, muy entrenado en el arte de leer entrelíneas, se interesó, y concurrió a un curso de extensión en la Universidad de New York en el que Singer expuso avances de su Animal Liberation. Al curso acudieron veinte personas, Henry Spira entre ellos. En ese ámbito se fundó Animal Rights International.
Era preciso elegir donde golpear. En 1975 el Museo Americano de Historia Natural acogía exposiciones y archivos, pero también un laboratorio donde se experimentaba con felinos, a los que les extirpaban los órganos sexuales y se inducían lesiones cerebrales, con el fin de investigar su conducta reproductiva. Una prueba tan cruel como innecesaria para el mundo. El grupo apareció con carteles y repartió panfletos en la entrada del Museo. Poco a poco las radios comenzaron a ocuparse de) caso. En un principio el Museo ignoró las protestas, pero pronto tuvo que ponerse a la defensiva, pues una comisión parlamentaria decidió inspeccionar el laboratorio. Ed Koch, futuro alcalde de Nueva York, se interesó por la naturaleza de los experimentos, y se le mostró un gato macho con lesiones cerebrales inducidas encerrado en una jaula donde también había una gata y un conejo hembra. Koch preguntó por las secuelas del experimento: ¿acaso la preferencia sexual del felino sería afectada por la lesión? Se le respondió que el gato iba indistintamente con la coneja o con la gata. Koch repreguntó: «¿y qué opina la coneja de todo esto?».
El clima de opinión de aquellos años no favorecía a éste tipo de activismo. Los líderes de opinión, políticos y los periodistas no se tomaban en serio la cuestión; y el desprecio de la comunidad científica para con los objetores de experimentos con animales era inconmensurable. Sin embargo, Henry Spira evitó siempre enfrentarse con la comunidad científica. Al fin, la presión de la opinión pública logró que el museo se viera obligado a suspender los experimentos y a deshacerse de los investigadores. El epitafio de los mismos fue cincelado en octubre de 1976 por la influyente revista Science, que les dio el golpe de gracia. Science abandonó al Museo a su suerte, quizá porque ya se hacía evidente que no era posible defender cualquier experimento realizado con animales, y quizá además porque en aquel laboratorio se tenía por costumbre poner nombres de famosos científicos vivos a los felinos lobotomizados o castrados. Entre otros, el del mismísimo director de la revista Science.
Ése fue el comienzo. Le seguiría la confrontación con la industria cosmética. En los años noventa Spira lanzó una campaña destinada a bajarle la cerviz a un gigante, McDonald’s, pues si los experimentos científicos realizados en el Museo de Historia Natural suponían la castración y daño de cientos de felinos, y si la experimentación en cosmética atañía a la suerte de miles y miles de conejos, la producción de carne vacuna o de pollo para hamburguesas implicaba la mecanización de la vida y la muerte de millones de animales. La campaña culminó en un juicio iniciado y ganado por la empresa, aunque el veredicto se constituyó en una victoria pírrica para McDonald’s, que ni siquiera intentó cobrar los cientos de miles de dólares cargados a cuenta del defensor de los animales. Henry Spira murió en el año 2001. Los muchos logros que consiguió para su causa se desprendían del potencial político de la palabra liberación, clave de los años sesenta y setenta, y que se extendía ahora al reino animal.
Hominización
El largo proceso de hominización culminó en un desequilibrio. Transformado en el árbitro de todas las especies, el hombre las sometió a su arbitrio. Es un acontecimiento que no puede ser revertido, ni redimido, y quizás tampoco pueda ser detenido. La progresión de la historia humana, y el rango de sus necesidades, así lo exigen. Es un experimento inmenso y cruel diseñado para anticipar la llegada del Apocalipsis, comenzando por el de los animales. Se trataría de la revocación de la orden dada a Noé: no a la conservación y cuidado de la vida, sí a su holocausto.
Publicado en Polémica, n.º 86, octubre 2005