Álvaro MILLÁN
La comparecencia de Ada Colau en el Congreso de los diputados el pasado viernes 8 de febrero no sólo ha tenido una extraordinaria repercusión en las redes sociales, sino que ha desatado el escándalo en el ámbito mediático.
Como es lógico, tanto revuelo no se debe a su exposición rigurosa del drama que sufren cientos de miles de personas desahuciadas o amenazadas de desahucio –cosa bien sabida por todos–, sino al lenguaje utilizado por Ada en su alocución. Que llamara criminales a los directivos de la Banca y que confesara su deseo de tirarle un zapato a uno de ellos no era precisamente el objetivo que buscaban quienes la invitaron a participar en aquel acto solemne.
Quienes la invitaron buscaban una foto bien distinta: querían a la activista más conocida de la lucha contra los desahucios explicando –firme pero educadamente– los problemas de los desgraciados que no pueden pagar sus hipotecas. Seguidamente, los diputados –sensibles al dolor humano– mostrarían su preocupación y prometerían poner todo su empeño en buscar una solución razonable a tanta desgracia, salvaguardando, claro está, la estabilidad del sistema bancario, la confianza de los mercados, los criterios de racionalidad presupuestaria, etc. Si el acto hubiera transcurrido así todos hubieran quedado encantados con Ada y seguramente hubiera aumentado el número de partidos políticos que ya la cortejan –ICV y CUP– para que les sirva de anzuelo para aumentar su cosecha de votos.
Pero Ada rompió esa regla sagrada de la cortesía parlamentaria, esa cortesía que permite a sus señorías pelarse en buena lid, aunque duramente, y luego darse la mano con la elegancia que se gastan los caballeros después de un reñido partido de golf. Porque, al fin y al cabo «son adversarios, no enemigos» y el respeto a las instituciones está por encima de todo.
Lo que les molestó de Ada es que no se prestara a ningún compadreo que permita pensar que su discurso cabe en los cauces del ordenado desarrollo de las instituciones. Que mostrara de forma evidente y descarnada su cólera contra tanta desfachatez y tanta barbarie. Que pusiera fin al educado y civilizado diálogo entre adversarios –que no enemigos– y les obligara a oír lo que en la calle piensa casi todo el mundo de ellos. Ada mostró la imagen de una fuerza gigantesca popular que no cabe en los cauces del sistema, que no se conforma con buenas palabras, a la que no se domestica con sobres y que cada día se va conformando como una poderosa amenaza sobre sus cabezas.
Y eso no sólo les molesta, les asusta. No hay más que ver el esfuerzo que han hecho algunos para lograr una rectificación. Unos han procurado hacerle ver lo feo de su conducta, otros se han empeñado en quitarle importancia a sus palabras diciendo que fueron fruto del nerviosismo, de un arranque de cólera momentáneo o de esa tendencia inevitable a la histeria que ciertos personajes carpetovetónicos achacan a las mujeres. Otros, pasando a la ofensiva, han intentado hacer pasar sus palabras por una «amenaza». Señalar a los diputados, llamarles criminales, hablar de tirarles zapatos… A Gallardón y Fernández Díaz no les costaría mucho esfuerzo encajar todo eso en la legislación antiterrorista y hasta considerarlo «apología del terrorismo». Pero ni el paternalismo ni la velada amenaza de confinarla en el ámbito de la peligrosa radicalidad ha funcionado. Ni Ada ha rectificado ni el Sistema parece capaz de encajar un discurso que ni siquiera pueden achacar a la descerebrada radicalidad de nadie, porque es reflejo de lo que piensa la gran mayoría de la población.
Ese es lo que les asusta: que millones de personas piensan en ellos como criminales y que probablemente sueñen con verlos colgados de un árbol.
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