Antonio TÉLLEZ
Es difícil precisar a partir de cuándo nuestra existencia comenzó a verse invadida por cosas inútiles, tan perfectas en su inutilidad que ni tan siquiera se tiraban. Debió producirse insensiblemente. Lo mismo ocurrió en nuestro vocabulario, que se atiborraba de palabras que perdían su primitivo significado, hasta el punto de no tener ninguno. En el mejor de los casos eran palabras fingidas, destinadas, en el uso corriente, a encubrir lo que pretendían explicar.
Así ocurrió, por ejemplo, con los términos políticos democracia y libertad, de un empleo tan inapropiado que nadie sabía lo que se quería expresar con ellos.
Regímenes políticos que no pensaban ni por asomo en la democracia, se incautaron de la palabra, e incluso con ella se bautizaban Estados, en los cuales sólo imperaba el autoritarismo, la autocracia, y donde la dictadura no admitía la menor fiscalización ni traba alguna.
En los juegos malabares con el vocabulario, se destacaba la palabra terrorismo, de vieja solera, es cierto, pues nos llegó del frío hace más de un siglo. En su propia acepción significaba: cometer una sucesión de actos de violencia tendentes a provocar el terror, lo cual quedaba claro, pero ya lo era menos la exclusividad de su uso.
Estados intrínsecamente terroristas, la aplicaban generosamente a todos aquellos que pretendían librarse de la violencia permanente a la cual eran sometidos a través de variadas y abundantes instituciones estatales. El terror era ejercido mediante una legislación en la cual proliferaban leyes o decretos de apariencia anodina, que en su aplicación se revelaban armas de coacción terribles, que ataban y amordazaban a todo bicho viviente y el hombre quedaba convertido en galeote del poder instaurado, con frecuencia detentado.
He aquí otra palabrita, poder, que poco a poco cayó en desuso, en favor de otra más ambigua todavía: orden. Ya nadie defendía o atacaba al poder, la lucha social o política quedaba circunscrita a los mantenedores y a los alteradores del orden.
Es cierto que, al mismo tiempo, los hombres disponían de derechos, por lo menos teóricos, pues estaban constitucionalmente proclamados los de opinión, expresión, reunión, organización, etc., derechos que, bien entendidos y bien respetados, podían servir para ir estableciendo regímenes de convivencia humana, donde la justicia fuera justicia y donde nadie pudiera vivir alegremente del vampirismo, chupando la sangre a sus semejantes.
Sin embargo, estas libertades eran con excesiva frecuencia puramente especulativas, y cuando el individuo comentaba, criticaba o reprobaba actos de injusticia, o incluso de barbarie, ejercidos en nombre del orden, era inmediatamente castigado, machacado, por el poder omnipotente, omnipresente y omnisciente.
Eran tiempos morrocotudos. Cuando, por ejemplo, un juez, en el ejercicio de sus funciones, aplicaba una pena abusiva a un delito, o se mostraba magnánimo ante un delito grave, pero cometido por una persona sedicente defensora del orden, cualquier voz de censura contra su actuación podía tener consecuencias insospechadas, pues el impugnador podía convertirse automáticamente en impugnado y sufrir represalias; el orden lo tenía todo previsto.
Por ejemplo, entre las leyes anodinas, tan anodinas que nadie combatía, figuraba en bastantes países, por no decir todos, un delito definido como ultraje a la magistratura. Como que el ultraje era una palabra que no tenía límites muy bien determinados, que no tenía siempre el mismo sentido, que todo dependía de quien era el ultrajador o el ultrajado, distinción aberrante si se considera que todos somos iguales ante la ley, una manifestación de indignación, incluso oral, por justificada que estuviera, podía ser transformada en ultraje ¡qué duda cabe! por el impugnado, y éste podía desencadenar rayos justicieros contra el pobre infeliz que confiaba en sus derechos proclamados, de expresión y crítica, en los países respetuosos de los derechos humanos.
Lo de ultraje a la magistratura es sólo una mínima fracción del ejemplo, pues se ampliaba al jefe del Estado, a las fuerzas armadas, a los funcionarios defensores del orden público, incluso a ciertos textiles, como las banderas, también a ciertas divinidades y jerarquías eclesiásticas, etc. Así vemos, pues, como una simple frasecita incluida en un Código penal podía eliminar, de hecho, derechos constitucionales, y convertir la libertad en delito inexcusable e imperdonable.
No es menos cierto que las instituciones del Estado tenían, en sus respectivos países un desprestigio bien ganado y reconocido por sus irregularidades. No abundaremos en ejemplos, pero citaremos uno referente a la magistratura. En un sondeo de opinión publicado en Francia en diciembre de 1974 sobre la imparcialidad de los jueces, el 42% de las personas interrogadas consideraron que al dictar sentencia los jueces favorecían a los ricos. En el mismo sondeo, el 46% opinaba que los jueces tenían en cuenta los deseos del gobierno. Este porcentaje de opinión desfavorable, aunque minoritario, no era nada desdeñable.
Pero donde la arbitrariedad aparecía con luz meridiana era en la represión del delito. En esta función el terrorismo estatal, en ciertos países, naturalmente, no tenía límites. No solamente podía ser castigado el delincuente, sino que también podían ser cómplices sus amigos, e incluso todos los que compartían la misma ideología. Por supuesto, esta ampliación a la noción de delincuente, sólo regía en ciertos casos, pues cuando el autor del delito pertenecía a instituciones religiosas o del Estado, como, por ejemplo: un comisario de policía, un general, un sacerdote o un ministro, la acción represiva, casi siempre atenuada, quedaba circunscrita al individuo. Si el delincuente era un hombre de ideas, la responsabilidad podía hacerse extensiva a la Organización de la cual fuera miembro.
Para variar los ejemplos, citaremos uno bien significativo de lo que acabamos de decir, registrado en ultramar. El domingo 1 de diciembre de 1974, en Lima (Perú), el ministro de Pesquería, general Javier Tantalean, fue herido de bala en un codo por persona desconocida. el miércoles 3 de diciembre ya habían sido detenidas 500 personas en todo el país, y el gobierno estableció la pena de muerte para quienes con fines políticos atenten contra la vida de personas. Ahora bien, veamos la apostilla: la pena máxima se aplicará a los autores, autores intelectuales, cómplices y encubridores de actos terroristas cuando estos ocasionen pérdidas de vidas o daños a personas. Si no se produjeran daños personales, ni materiales, la sanción sería de veinte años de prisión. Si se registraran daños materiales, la pena sería de 25 años de cárcel. ¿No cabría preguntarse dónde estaba el terrorismo?
En las guerras, que siempre fueron declaradas por los gobiernos, no por los pueblos ¿hay algo más terrorífico que una guerra? se recurría al reclutamiento forzado para enviar la juventud nacional a matar impunemente, con autorización, a otros jóvenes –defensores de un patriotismo tan puro como el suyo–, pero sin temor a un castigo, y quizá con recompensas y honores, incluso a título póstumo. El poder movilizaba, y los individuos obedecían sin poder intervenir en una decisión donde estaba en juego su propia vida. Si alguien pretendía no querer asesinar a nadie, ni tan siquiera legalmente, o quizá con más egoísmo deseaba no correr el riesgo de morir antes de tiempo, entonces podía incluso ser ejecutado por el poder desobedecido.
Ya se sabe que las guerras, casi siempre denominadas conflictos, eran permanentes, y es muy difícil contabilizar las víctimas de semejante terror. ¿Acaso puede llamarse de otra forma?
Pero, para ejercer ese derecho de vida o muerte no era ni tan siquiera necesario esperar los conflictos entre Estados; con los nacionales bastaba. No será mañana la primera vez que se recurra a la tropa para dispersar manifestaciones populares con saldo de víctimas.
Las escapatorias que tenía el individuo eran pocas, pero existían. Por ejemplo, podía pasar a ser un fuera de la ley profesional. Si era detenido, en el mejor de los casos podía ser condenado a presidio. Encerrado entre cuatro paredes, incomunicado, el reo peligroso quedaba a la merced de imponderables con un pie en la tumba. Si no lo suicidaban, cosa que podía ocurrir, le quedaba el recurso de hacerlo personalmente, con lo cual no creaba problemas de conciencia a nadie y él se llevaba los suyos a la tumba. Mejor todavía, podía dejarse morir lentamente, de inanición, con lo cual, en ciertos casos, provocaba cierta protesta pública, más o menos amplia, pero también se iba al otro mundo antes de que surgiera un movimiento de repudio tan potente como para poder intervenir el curso de los acontecimientos.
No profundizaremos más en el tema, pero creemos irrefutable, sin necesidad de más argumentaciones, en el contexto de carencia de significado de algunas palabras, la afirmación siguiente: El PODER se apoya en la AUTORIDAD LEGAL para aplicar el DERECHO, y, por consiguiente, la VIOLENCIA o el TERRORISMO sólo existe en los que combaten contra el PODER o el ORDEN ESTABLEClDO recurriendo a la FUERZA. La VIOLENCIA no es VIOLENCIA cuando va revestida de legitimidad; en el peor de los casos es una VIOLENCIA NECESARIA, pero siempre es TERRORISMO cuando la acción tiene pretensiones revolucionarias. cuando se trata de una FUERZA ILEGITIMA. Es suficiente que cambien las tornas, que desaparezca el poder establecido por otro poder, y lo legítimo se convierte en ilegítimo y viceversa.
Contra esta violencia estructural permanente, el individuo estaba completamente desamparado. Por todas partes se veía acechado, acosado, rodeado de balizas prohibitorias: andara por donde andara estaba propenso a cometer el desliz que lo propulsara al bache de la ley.
Sin embargo, no hay situaciones eternas, y al margen de la violencia institucionalizada, o que se desea institucionalizar, del quítate tú para que me ponga yo, que no tiene nada de contemporáneo porque ha sido el motor de muchas civilizaciones, se ve como surge hoy día en el hombre un sentimiento potente de derecho a su defensa, de autodefensa muchas veces. El DERECHO establecido ha perdido algunos puntos, y también se ha degradado el mito de su intocabilidad. La noción de DIGNIDAD del individuo comienza a tener derecho de ciudadanía. Esta dignidad, por llamarla de alguna manera, impulsa a algunos hombres a oponer individualmente la fuerza a la violencia cuando todos los demás recursos le están vedados.
Suele ocurrir, desgraciadamente, que un hombre se atrinchere en su casa con una escopeta para impedir ser arrojado a la calle con toda su familia por una cuestión de deudas impagadas. Ese hombre es sin duda un loco. Los cuerdos se dejan avasallar sin decir ni pío.
El DIALOGO entre el poder y los cuerpos sociales, tan cacareado por los mantenedores del orden, debería evolucionar. En vez de ser preconizado porque siempre ha sido lo que mejor ha preservado sus intereses, pues ha demostrado mil veces que sólo ha servido para perpetuar privilegios, nunca para destruirlos, para dar título vitalicio a lo absurdo, nunca para crear una forma más racional de existencia, tendrá que ser un día verdadero diálogo, no IMPOSICION.
Pero aún así, es muy posible que el DIALOGO no sea siempre suficiente en la lucha contra la injusticia, para ello sería necesario demostrar primero, cosa que queda por ver, que las formas y medios pasivos de protesta pueden algún día ser eficaces.
La fuerza unida a la inteligencia podría ser un arma decisiva. El filósofo español José Ortega y Gasset decía en su España invertebrada:
La sugestión moral y la imposición material van íntimamente fundidas en todo acto de imperar. Yo siento mucho no coincidir con el pacifismo contemporáneo en su antipatía hacia la fuerza: sin ella no habría nada de lo que más nos importa en el pasado, y si la excluimos del porvenir solo podremos imaginar una humanidad caótica. Pero también es cierto que con sólo la fuerza no se ha hecho nunca cosa que merezca la pena.
Estas palabras iban al encuentro de las del filósofo francés Augusto Comte, quien ya se preguntaba en su Filosofía positiva:
Si el hombre, como individuo, tiene la facultad de sumar, en su trabajo, su inteligencia y sus músculos, ¿por que no puede ocurrir lo mismo en el grupo, de amplitud que sea. en la prosecución de un ideal revolucionario?
Hay hombres, también grupos, desvinculados entre sí, es cierto, que recurren al pensamiento, pero también a la acción como ejemplo y manifestación permanente de la voluntad del individuo a no dejarse eliminar como tal. Estos hombres no están ligados por ningún credo. Obedecen a motivaciones auténticamente humanas para conquistar activamente el derecho a la crítica, para exigir no una mayor justicia, que siempre será injusticia, sino la auténtica, la IGUAL PARA TODOS.
No sabemos cómo será la sociedad del mañana. En los vaticinios de los futurólogos no interviene todavía la noción de rebeldía de los más, que es lo que podría trastocar sus anticipaciones. El mañana que se prepara está simplemente cimentado en la resignación del hombre, en el sometimiento a la autoridad. Si estas previsiones tuvieran algún sentido, lo mejor que podría deducirse es que EL MAÑANA NO EXISTIRÁ.
Publicado en Polémica, n.º 35-36, diciembre 1989.