Ángel J. CAPPELLETTI
Paraguay es el más aislado y remoto de los estados latinoamericanos. Conspiran a ello su geografía, que lo condena a inevitable mediterraneidad, y su historia, que se inicia casi con la larga dictadura misoneísta del Dr. Francia. No por eso han dejado de manifestarse en él muchas de las corrientes ideológicas y de los movimientos sociales que se desarrollaron en los países vecinos. Las ideas socialistas y anarquistas, llegadas con la emigración europea pero, sobre todo, a través de periódicos y libros publicados en la limítrofe Argentina, originaron en las últimas décadas del siglo XIX las primeras organizaciones obreras y las primeras sociedades de resistencia.
La economía paraguaya, eminentemente agrícola-forestal, estaba centrada durante el siglo pasado en la explotación de la yerba mate y de la madera. El dictador López, en su afán de lograr la independencia económica del país, se esforzó por crear una industria nacional y por tender vías férreas. El desastre nacional que significó la guerra de la Triple Alianza trajo consigo un predominio del capitalismo extranjero, una creciente concentración de la propiedad territorial, y la formación de una nueva clase dominante «a través del Estado que, si es posible hablar de un orden de aparición y jerarquización de influencias, se constituye antes que la propia burguesía».
Todo esto generó una explotación de la fuerza del trabajo, y en especial del trabajo rural, que suponía una directa y nada hiperbólica reimplantación del régimen de esclavitud. Inglaterra que, desde 1815, se había pronunciado contra la trata de esclavos en África, propició entonces con victoriana hipocresía la compra-venta del campesinado en sus empresas agropecuarias y forestales del Paraguay. La tarea no hubiera podido llevarse a cabo, obviamente, sin la complicidad de sus socios menores, los capitalistas argentinos, y sin la activa cooperación del gobierno paraguayo.
Rafael Barrett, brillante periodista español que, después de una corta permanencia en Buenos Aires, había llegado a Paraguay en 1904, donde colaboró en Los sucesos y La tarde, enseñó matemáticas y trabajó en el Departamento de Ingeniería de la república, denunció en 1910, en Lo que son los yerbales, la existencia del trabajo esclavo en las vastas explotaciones de yerba mate:
«Es preciso que el mundo sepa de una vez lo que pasa en los yerbales. Es preciso que cuando se quiera citar un ejemplo moderno de todo lo que puede concebir y ejecutar la codicia humana, no se hable solamente del Congo, sino del Paraguay. El Paraguay se despuebla; se le castra y se le extermina en las 7 u 8.000 leguas entregadas a la Compañía Industrial Paraguaya, a la Matte Larangeira y a los arrendatarios y propietarios de los latifundios del Alto Paraná. La explotación de la yerba-mate descansa en la esclavitud, el tormento y el asesinato».
La ley que fundamenta la esclavitud de los peones yerbateros fue firmada el 1 de enero de 1871 por el presidente Rivarola. El mecanismo de dicha esclavitud es explicado así por el mismo Barrett:
«No se le conchaba jamás al peón sin anticiparle una cierta suma que el infeliz gasta en el acto o deja a su familia. Se firma ante el juez un contrato en el cual consta el monto del anticipo, estipulándose que el patrón será reembolsado en trabajo. Una vez arreado a la selva, el peón queda prisionero los doce o quince años que, como máximo, resistirá a las labores y a las penalidades que le aguardan. Es un esclavo que se vendió a sí mismo. Nada le salvará. Se ha calculado de tal modo el anticipo, con relación a los salarios y a los precios de los víveres y de las ropas en el yerbal, que el peón, aunque reviente, será siempre deudor de los patronos. Si trata de huir se le caza. Si no se logra traerle vivo, se le mata».
En este momento de la historia económico-social del país, «el propio Estado colabora para mantener bajos los salarios, alargar la jornada de trabajo y mantener la subordinación de los obreros al capital» y, obviamente, «en los yerbales el principal mecanismo de explotación es el de la extracción del plusvalor absoluto». De más está decir que políticos y burócratas participaban largamente en todos los negocios y en la explotación inmisericorde de la mano de obra esclava, en la misma época que el vecino Brasil encaraba por fin la abolición legal de la esclavitud. El Parlamento otorgaba, por ejemplo, al general Patricio Escobar, ministro de Guerra, la explotación de los yerbales del Alto Paraná, por un lapso de diez años, a partir del 1 de enero de 1880. Y esa ley era ejecutada por el general Bernardino Caballero, fundador más tarde del Partido Colorado, que cobijó la ignominiosa y longeva dictadura de Stroessner. Con su pluma-látigo hablaba así Barrett del yugo de la selva:
«¡La selva! La milenaria capa de humus, bañada en la transpiración acre de la tierra, el monstruo inextricable, inmóvil, hecho de millones de plantas atadas en un solo nudo infinito; la húmeda soledad donde acecha la muerte y donde el horror gotea como en las grutas… Vosotros, los que os acabáis en un calabozo, no envidiéis al prisionero de la selva. A vosotros os es posible todavía acostaros en un rincón para esperar el fin. A él, no, porque su lecho es de espinas ponzoñosas; mandíbulas innumerables y minúsculas, engendradas por una fermentación infatigable, le disecarán vivo si no marcha. A vosotros os separa de la libertad un muro solamente. A él le separa la inmensa distancia, los muros de un laberinto que no se acaba nunca. Medio desnudo, desamparado, el obrero del yerbal es un perpetuo vagabundo de su propia cárcel. ¡Tiene que caminar sin reposo y el camino es una lucha: tiene que avanzar a sablazos, y la senda que abre con el machete torna a cerrarse detrás de él como una estela en el mar! Así trabaja hozando en el bosque sus galerías de topo, tendidas de picada a picada, agujeros en fondo de saco por donde busca y trae la yerba. Desgaja, carga y acarrea el ramaje al fogón. Se arrastra penosamente bajo el peso que le abruma».
El trabajo brutal y las inhumanas condiciones de la vida selvícola consumen pronto la vida del esclavo:
«La degeneración más espantosa abate a los peones, a sus mujeres y a sus pequeños. El yerbal extermina a una generación en quince años. A los 40 de edad el hombre se ha convertido en un mísero despojo de la avaricia ajena. Ha dejado en él la lona de su carne. Caduco, embrutecido hasta el extremo de no recordar quiénes fueron sus padres, es lo que se llama un peón viejo. Su rostro fue una lívida máscara, luego tomó el color de la tierra, por último el de la ceniza. Es un muerto que anda. Es un ex empleado de la «Industrial». Su hijo no necesita ir a los yerbales para adquirir los estigmas de la degeneración. La descendencia se extingue prontamente. Se ha hecho algo más con el obrero que sorberle la médula: se le ha castrado».
Los patronos, por medio de sus capataces, ejercen un poder de vida y muerte sobre los trabajadores, como corresponde a los amos de esclavos. El tormento y el asesinato son hechos cotidianos en los yerbales:
«Cuando en plena capital la policía tortura a los presos por «amor al arte», ¿creéis posible que no se torture al esclavo en la selva, donde no hay otro testigo que la naturaleza idiota, y donde las autoridades nacionales ofician de verdugo, puestas como están al servicio de la codicia más vil y más desenfrenada? ¡Camina, trajina, suda y sangra, carne maldita! ¿Qué importa que caigas extenuada y mueras como la vieja res a orillas del pantano? Eres barata y se te encuentra en todas partes. ¡Ay de ti si te rebelas, si te yergues en un espasmo de protesta! ¡Ay del asno que se olvida un momento de ser un asno! Entonces, al hambre, a la fatiga, a la fiebre, al mortal desaliento se añadirá el azote, la tortura con su complicado y siniestro material. Conocíais la inquisición política y la inquisición religiosa. Conoced ahora la más infame, la inquisición del oro».
El grillo, el cepo, el estaqueamiento son algunas de las torturas corrientes.
«Raro es que intente un peón escaparse. Esto exige una energía que están muy lejos de tener los degenerados del yerbal. Si el caso ocurre, los habilitados arman comisiones en las compañías (soldados de la nación) y cazan al fugitivo. Unos habilitados avisan a otros. La consigna es: «traerlo vivo o muerto». ¡Ah! ¡La alegre cacería humana en la selva! ¡Los chasques llevados a órdenes a los puestos vecinos!… Todos estos crímenes quedan impunes. Ningún juez se ocupa de ellos, y si se ocupara sería igual. ¡Está comprado!».
Pocas veces la explotación del trabajo llegó a tales extremos de brutalidad, aun en un continente como el latinoamericano cuya historia se inicia con dos de los crímenes masivos más espantosos que puedan concebirse: el genocidio de los indígenas y la esclavización de los africanos. El infame contubernio de los capitalistas extranjeros (argentinos, brasileños, ingleses) con la burguesía nativa y, sobre todo, con burócratas, políticos y militares consumó el lento y degradante holocausto del campesinado paraguayo:
«De este modo la opulenta canalla que triunfa en nuestros salones extermina bajo el yugo por millares a los paraguayos o los fusila como a chacales del desierto, si buscan la libertad. Las generaciones de esclavos duran poco, pero los negreros se conservan bien».
Mientras tanto, en la capital va surgiendo un modesto proletariado urbano, cuyo trabajo menos espectacularmente explotado que el de los peones rurales, no por eso deja de estar sujeto a durísimas condiciones, con jornadas extensas y menguados salarios. Ya en 1892, una asociación obrera de inspiración anarquista, denominada «Los hijos del Chaco», dio a luz un manifiesto que Max Nettlau considera como el primer documento libertario del Paraguay.
En 1901 llegó a Asunción Pietro Gori, ilustre abogado y criminólogo, que era a la vez un activo militante anarquista. Pronunció una serie de conferencias en la sala privada del Dr. Lofrucio y en el «Instituto Paraguayo». Colaboró en la fundación del Sindicato de Albañiles de Asunción y promovió asimismo la organización combativa de otros gremios obreros. Invitado por los trabajadores de la norteña ciudad de Concepción, expuso ante un público poco acostumbrado a cualquier disidencia los fundamentos del comunismo anárquico.
El 4 de mayo de 1893 los peones de Tablada declararon una huelga de solidaridad con sus camaradas despedidos; en noviembre comenzó a organizarse el gremio de albañiles, después definitivamente estructurado y dotado de un estatuto por obra de Gori. El 15 de mayo de ese mismo año se reunió en casa del obrero José Caballé, en Asunción, un grupo de trabajadores panaderos. La crónica de la reunión, publicada por el diario La Democracia y citada por Ciriaco Duarte, dice así:
«La Policía que tenía conocimiento del objetivo primordial de la reunión, envió a la casa citada dos comisarios y seis soldados disfrazados de paisanos, para observar lo que pasaba en ella. Los obreros presentes, reunidos en número de treinta o cuarenta, tomaron sus respectivos asientos y uno de ellos desenvolvió un rollo de papeles que contenía un manifiesto de los anarquistas y empezó a leerlo con la mayor solemnidad. Cuando los agentes policiales oyeron la lectura de un párrafo del manifiesto en que se exhortaba a la clase trabajadora y proletaria al comunismo y la anarquía, indicando la dinamita, el veneno y el fuego como armas para defenderse contra las bayonetas de los gobiernos inmorales y arbitrarios, empezaron a retirar sus respectivos disfraces y se apoderaron de los papeles e impusieron rendición a los concurrentes. Estos, a la vista del peligro que corrían, se levantaron precipitadamente, sacaron sus estoques y trataron de hacer resistencia, pero era inútil, con los silbidos de pitos que largaron los comisarios, se reunieron los vigilantes y los condujeron a la policía a todos, menos a unos 5 o 6 que lograron escaparse. Entre los papeles secuestrados se encontraron algunas cartas que dan a entender que están inteligenciados con varios puntos de la América del Sur y de nuestra campaña».
Desde fines de los años 80 se inició la lucha por la jornada de ocho horas.
«Los primeros ensayos de huelga, en tanto movimiento, se desatan a partir de 1889. El primero de marzo de ese año los obreros ferroviarios declaran una huelga de significativas proyecciones. De allí en más seguirán otros gremios, como el de carpinteros, cuyo sindicato ya empezaba a destacarse entre los principales propulsores de la ideología anarquista, y que, en septiembre de 1901, tras una huelga de una semana de duración, obtiene la implantación de la jornada de ocho horas de trabajo. Sobre las bases de estas primeras manifestaciones de expresión y conquistas populares, la emergencia del anarco-sindicalismo conmociona la vida del país».
En Paraguay, como en todos los países de América Latina, los anarquistas fueron los verdaderos promotores del movimiento obrero y del sindicalismo revolucionario.
Con la definitiva organización de los carpinteros, dirigidos desde un comienzo por militantes libertarios paraguayos y extranjeros, comienza un período de fecunda acción directa y entre 1900 y 1905 varios sindicatos plantean conflictos laborales y se declaran en huelga. En 1901 lo hacen los hojalateros, que conquistan la jornada de ocho horas; en 1902 los cocheros, que consiguen mejores remuneraciones; en 1903 los aserradores, que logran reducir a 9 horas la jornada de 12.
«Innumerables fueron los paros y peticiones de las industrias artesanales menores por conseguir la liberación de la extenuadora jornada de 12 horas de trabajo, generalizada en esa época, y procurar mejoras salariales, que escapan en el detalle histórico. Pero desde el inicio de esa lucha, el arma predilecta fue la huelga, que, con el tiempo y la organización sindical de los trabajadores, rindió su fruto en rápida evolución social de las clases pobres organizadas. Y una huelga obrera en aquella época era un desafío demasiado fuerte para el gobierno y la burguesía; pero era un desafío limpio, reclamando derechos ya obtenidos y legislados en pueblos civilizados».
La experiencia táctica y estratégica de los militantes llegados del exterior (españoles, argentinos, italianos, etc.) se puso al servicio de las luchas de los trabajadores paraguayos y de sus incipientes organizaciones. Aquellos militantes eran casi siempre anarquistas y consideraban la huelga y la acción directa como armas por excelencia de la lucha de clases. Bien dice, pues, Ciriaco Duarte:
«La clase trabajadora en Paraguay nació resistiendo, se organizó resistiendo y accionó directamente, sin mediación política, sin líderes demagógicos ni gobiernos «paternalistas». De ahí que, de 1905 en adelante, se escribe otra historia: el surgimiento del sindicalismo de resistencia y acción directa, de tendencia anarco-sindicalista, que germinó en tierra abonada».
Los sindicatos intentaron desde muy temprano agruparse en una central única. Ya en 1893 un primer intento se denominó «Asociación cosmopolita». En 1897 se fundó la Asociación General de los Trabajadores, inspirada por el Dr. Cecilio Báez, presidente del Partido Liberal. Estos dos primeros intentos unitarios estuvieron signados por una ideología filantrópica y solidarista, que propiciaba la colaboración y la armonía de las clases. En 1904, otra vez inspirada por el Partido Liberal, se llevó a cabo una nueva tentativa unitaria que condujo a la fundación del Centro General de Obreros, de efímera existencia. La era de las sociedades de socorros mutuos había pasado para siempre. En realidad, sólo el anarco-sindicalismo podía en aquel momento darle nueva vida y sentido moderno al movimiento obrero. Desechada toda connivencia con los partidos políticos y aun con el ala más avanzada del liberalismo (ya que, a diferencia de lo que sucedía en la vecina Argentina, no existía en Paraguay ningún partido socialista), los trabajadores se federan en una central revolucionaria, claramente orientada por la ideología anarco-sindicalista. El 22 de abril de 1906, se funda así la «Federación Obrera Regional Paraguaya (FORP)» que, como dice Salinas, marca un jalón importante en el desarrollo del movimiento obrero. Agrupaba al principio solamente a tres gremios (gráficos, carpinteros y cocheros), pero pronto recibió la adhesión de muchos otros, ya organizados como sociedades de resistencia y orientados hacia el anarco-sindicalismo. Entre los miembros fundadores de la FORP estaban José Serrano (carpintero), José Cazzulo (gráfico), Luis Castellani (cochero), Modesto Amarilla, Guido Recalde, etc.
Los considerandos del estatuto de la FORP están literalmente tomados de los de la Federación Obrera Regional Argentina (FORA), lo cual no significa otra cosa sino la conciencia de una plena identidad ideológica. En el famoso Quinto Congreso, reunido en Buenos Aires un año antes, el 26 de agosto de 1905 (con la presencia de delegados de 5 federaciones gremiales, integradas por 53 sociedades, y una federación local con 41 sindicatos), se había recomendado a todos los trabajadores federados «la propaganda e ilustración más amplia, en el sentido de inculcar en los obreros los principios económicos y filosóficos del comunismo anárquico». Órgano de la FORP fue El Despertar, que comenzó a salir el 1 de mayo de 1906, redactado por José Cazzulo, Hipólito Medina, Francisco Serrano, Concepción Tossi y otros. Pero los militantes de la FORP apoyaban igualmente la publicación de Germinal, periódico que dirigían, en 1908, Barrett y Bertotto. En 1909, grupos de militantes anarquistas y miembros de la FORP sacaron igualmente La Rebelión, El alba, Hacia el futuro; en 1910, La Tribuna; en 1915, La Protesta Humana. La FORP no dejó de conmemorar el 1 de mayo el martirio de los obreros de Chicago y en 1909 organizó, por ejemplo, una manifestación obrera en la céntrica Plaza Uruguay de Asunción, donde hablaron los trabajadores Recalde, Juan Fernández y Damián Benítez y el estudiante Robustiano Vera. Promovió diversas huelgas y apoyó solidariamente las de los sindicatos no adheridos, como sucedió en el conflicto ferroviario de 1907.
El golpe de Estado del 2 de julio de 1908, dado por el coronel Albino Jara, marcó el comienzo de un período de retroceso y de persecución para el nuevo sindicalismo y, en particular, para los militantes libertarios, como el español Barrett y el argentino Bertotto, expulsados del territorio nacional. Pero en 1913, ya durante la presidencia de Eduardo Schaerer, la FORP se reorganizó e integró un nuevo Consejo Federal formado por viejos militantes anarcosindicalistas: José Cazzulo, como secretario general; Modesto Amarilla como tesorero, Alejo Flecha y Robustiano Vera en el Comité de Propaganda. Un año antes se habían producido dos intentos de disputar al anarcosindicalismo su indudable ascendencia sobre los trabajadores paraguayos. Rufino Recalde Milesi fundó la Unión Gremial del Paraguay, a partir de una ideología reformista y con el propósito de promover, desde ella, la fundación de un partido obrero. Quería emular, probablemente, al Partido Socialista Argentino con su apéndice sindical la UGT. Increíblemente, Ricardo Brugada, militante del conservador Partido Colorado que «persiguió desde su nacimiento a las organizaciones obreras y despojó al campesinado de las tierras legadas de sus antepasados, en el más sucio negocio de la historia, a continuación del exterminio del 70», intentó infiltrarse en el movimiento obrero y fundó para ello el llamado Centro General de Obreros. Este fue el antecedente del actual gremialismo paraguayo «bajo la dirección orgánica de la CPT y el mando político absorbente y aplastante del Partido Colorado, el partido de Ricardo Brugada, primer opositor y fustigador de la línea revolucionaria de la FORP».
No podemos concluir sin hacer memoria de algunos de los esforzados y heroicos militantes de los primeros años del sindicalismo paraguayo. Ante todo debemos mencionar a Rafael Barrett, que aun sin ser paraguayo por nacimiento ni obrero manual, fue, como bien dice Roa Bastos, «el descubridor de la realidad social del Paraguay». Nacido en Torrelavega (Santander, España) el 7 de enero de 1876, llegó a Buenos Aires en 1903 y, tras una estadía de algunos meses, partió hacia Paraguay en 1904, como corresponsal del diario El Tiempo. Era amigo del general Benigno Ferreira, jefe de la revolución liberal que, como dice Carlos R. Centurión, «encaraba ideales de superación intelectual y significaba la rebelión irritada de las masas ciudadanas contra el mando, arbitrario y protervo, del sable de la caballería». Nadie como Barrett logró calar tan profundamente la realidad social y política del Paraguay. Comprobó pronto la corrupción de políticos y militares, la explotación del obrero, la miserable condición del campesino. Se convenció de que no bastaba sustituir a los conservadores por los liberales. Hizo suyo «el dolor paraguayo» y proclamó: «Hay que reconstituir las conciencias, devolver la dignidad humana a los hombres». Verdad amarga que no le podía ser perdonada. Obligado a dejar el país «por orden de Jara, el tiranuelo brutal», como dice Frugoni, se dirigió a Montevideo, donde escribió, en La Razón de Samuel Blixen, una serie de brillantes ensayos breves, más tarde reunidos en el volumen Moralidades actuales. En septiembre de 1910, no sin antes haber intentado retornar otra vez al Paraguay, se embarcó para Europa, corroído ya por la tisis, y murió en Arcachon (Gironde, Francia) el 17 de diciembre del mismo año. Barrett fue tutor y guía ideológico del naciente movimiento obrero paraguayo. Su vida ejemplar, la precisión y la fuerza de sus ideas, el esplendor de su prosa de combate hacen de él una figura única en la historia de la cultura del Paraguay. En sus Lecciones sobre pedagogía y cuestiones de enseñanza decía el ilustre filósofo uruguayo Vaz Ferreira: «Rafael Barrett ha sido una de las apariciones literarias más simpáticas y más nobles. Hombre bueno, honrado y heroico, huésped de un país extranjero, adoptó su «dolor» y su «yo acuso», si cabe más valiente que el otro; tuvo de todos modos el mérito supremo de que ni siquiera podía ofrecerle, sobre todo en aquel momento, esperanzas ni expectativas de gloria». Junto a Barret, debemos recordar al combativo periodista porteño José Guillermo Bertotto, con quien, como vimos, fundó Germinal y compartió el destierro impuesto por la dictadura. Tal vez el único extranjero llegado hacia aquella época al Paraguay que alcanzó una talla intelectual semejante a la de Barrett fue el Dr. Moisés Bertoni, sabio botánico, meteorólogo, antropólogo y lingü̈ista, que no intervino en las luchas sociales y obreras del país, pero que había sido amigo de Eliseo Reclus y traía consigo los ideales de la Comuna de París. Sobre todo, es preciso recordar a los heroicos militantes, paraguayos y extranjeros, que con su esfuerzo combativo y a veces con su sangre, crearon en el remoto país guaraní, un sindicalismo libre y revolucionario. Juan Deilla, nacido en París en 1892, obrero pintor, afiliado al Centro Obrero Regional de Paraguay (sucesor de la FORP), delegado a los congresos internacionales del anarcosindicalismo de la ACAT (Asociación Continental Americana de Trabajadores), fue un infatigable propagandista que participó en todas las luchas de los trabajadores paraguayos desde 1914 (fecha de su definitivo arraigo en el país) hasta 1950. Nicomedes Pesoa, nacido en el pueblo de Trinidad, no lejos de Asunción, en 1895, se adhirió a la ideología anarquista desde su juventud y cumplió una meritoria labor de organización sindical. Fue delegado del Centro Obrero Regional en varias localidades del interior del país. En 1918 fue asesinado en pleno centro de la capital por los matones a sueldo de la patronal, apoyados como siempre por la policía. Martín Correa, nacido en Argentina en 1887, llegó al Paraguay en el barco Constitución, como baqueano, cuando tenia 25 años. Durante el gobierno de Schaerer lo despidieron del navío sin pagarle los catorce meses que allí había trabajado. Ya afincado en Asunción, se vinculó enseguida con los anarcosindicalistas y se convirtió en militante entusiasta y tenaz del Centro Obrero Regional del Paraguay. Durante una huelga tranviaria, en 1912, fue brutalmente golpeado por la policía liberal del Dr. Alejandro Arce, que finalmente arrojó su cuerpo mutilado a orillas del Pilcomayo. «Al hombro de compañeros, envuelto en una bandera rojinegra, veinte mil puños en alto, la vieja avenida Colombia supo quién fue Martín Correa, mártir del sindicalismo paraguayo».
A éstos había que añadir los nombres de Miguel Vila, poeta español, admirador y amigo de Flores Magón; de José Alsina, farmacéutico y dramaturgo, oriundo de Tucumán (Argentina), llamado a veces «el Ibsen paraguayo»; de Emilio Goltz, panadero alemán; de Emilio Carrera, argentino y también panadero, colaborador de los periódicos del Centro Obrero Regional entre 1916 y 1926; de Marcelino Menéndez, carpintero y activo sindicalista; de Pablo Maeztu, pintor y periodista hispano, miembro de la Comisión Pro-Presos de la FORP en 1913; del uruguayo Luis Pozzo, sindicalista y hombre de teatro; de Emilio Rigamonti, panadero y actor italiano, que organizó el teatro del Centro Obrero Regional; de Severo Movia, también actor del teatro popular; de Pedro Cazullo, pintor y dramaturgo, autor de una pieza titulada Conciencia (que Rigamonti estrenó en el Teatro Nacional); de su hermano José Cazullo, tipógrafo y activo militante de la primera hora. Ciriaco Duarte consigna estos nombres extraídos de una crónica policial del periódico El Independiente del 17 de mayo de 1893: José Caballé, Santiago Apleyard, José Paler (españoles); Pedro Morro, José Cánepa, Francisco Masaquill (italiano); Santiago Banqueri, Benigno Chamorro, Pantaleón Rodríguez (argentino); José Gall (francés), Fermín Saavedra (boliviano), todos considerados anarquistas por la policía paraguaya.