Víctor ALBA
Los cinco magistrados eran Eduardo Iglesias Portal, que presidía, Manuel Hernández Solana, Ernesto Beltrán Díaz, Julián Calvo Blanco y Juan Manuel Mediano Flores, designados por el presidente del Tribunal Supremo, Mariano Gómez, para juzgar la causa instruida por el juzgado especial «para esclarecer hechos y exigir responsabilidades a elementos del POUM… por delito de espionaje».
Se hallaban bajo una enorme presión. El jefe del gobierno, Juan Negrín, había reunido en su despacho al presidente del Supremo, al ministro de justicia, Ramón González Peña y al presidente de este Tribunal Especial, y les había pedido que condenaran a muerte a los acusados, enseñándoles un montón de telegramas enviados por comisarios de unidades del ejército pidiendo la ejecución de los encausados. Viendo que no aceptaban esa indicación, Negrín les prometió que si condenaban a muerte, él conmutaría la sentencia. Y amenazó: «Si es preciso, me pondré al lado del ejército contra el Tribunal». La prensa comunista publicaba a diario ataques contra el POUM, acusándolo de ser una organización al servicio de Franco, de trotskysta –cosa que no era cierta pero que, en el léxico del momento, puesto en circulación por Moscú, equivalía a agente de Hitler–. La Pasionaria había repetido en sus mítines que era «preferible castigar a diez inocentes que dejar escapar un culpable». L’Humanité, órgano del PC francés, había publicado un artículo, reproducido por toda la prensa comunista española, en el cual decía que «Hay que imitar la vigilancia de los magistrados soviéticos. Nuestros camaradas españoles comprenderán lo que queremos decir». y José Díaz, secretario general del PCE, afirmaba: «Puesto que está probada la traición del POUM, que funcione el pelotón de ejecución». José Bergamín había firmado el prólogo del libro de un autor inexistente, Marx Rieger (decían que era la máscara del traductor de Marx, Wenceslao Roces), titulado Espionaje en España», prólogo en el cual decía que defender a los acusados era defender el delito del cual se les acusaba e «identificarse totalmente con el enemigo». Los intelectuales callaban. Solamente los cenetistas dieron la cara en defensa del POUM.
La censura impidió que se anunciara la vista del proceso contra el POUM y que se publicaran artículos defendiendo a los acusados.
Los acusados eran Juan Andrade, Julián Gómez Gorkin, Enrique Adroher Gironella, Pedro Bonet Cuito y Jordi Arquer, miembros del Comité Ejecutivo del POUM, y dos que no lo eran y que por ello fueron absueltos, José Escuder y Daniel Rebull. Todos ellos tenían un largo historial de militantes revolucionarios, entre todos sumaban docenas de años de cárcel y exilio antes de la República, media docena de libros, centenares de artículos en la prensa obrera y de mítines ante auditorios obreros.
Había instruido el sumario un juez de Valencia, Taroncher, que fue expulsado del cuerpo por un jurado de honor y al que Negrín rehabilitó para encargarle ese trabajito. Los acusaba ante el Tribunal Especial un fiscal, José Gomis, para cuya adscripción al Tribunal Supremo había sido preciso desplazar a otros que estaban antes que él en el escalafón. Los defendía el abogado socialista asturiano Vicente Rodríguez Revilla. Los acusados habían sido detenidos a mediados de junio de 1937, en Barcelona, pero su detención no se hizo pública hasta que salió publicado un decreto creando un juzgado especial de espionaje y alta traición. El sumario contra ellos llevaba el número uno de ese juzgado especial.
Los acusados, que llevaban en prisión dieciséis meses (sucesivamente en Barcelona, Valencia, Madrid, Valencia y Barcelona) al comparecer ante el Tribunal, dejaron entre ellos una silla vacía, sobre la cual habían colocado una foto de Andreu Nin y un ramo de rosas rojas. Nin, que fue secretario político del POUM (por ausencia de su secretario general, Joaquín Maurín, condenado a muerte en la zona alzada), había desaparecido, después de ser detenido y nunca se supo su paradero. Hoy sabemos que lo llevaron a Alcalá de Henares unos agentes de policía comunistas, y que allí lo torturaron agentes de la NKVD, que se les murió en las tortura, y lo enterraron en los jardines del Pardo, donde años después debía jugar Carmencita Franco. En el millar de folios del sumario, no aparecía siquiera el nombre de Nin.
La vista comenzó el 25 de octubre de 1938. El director de Frente Rojo que escribió que Nin estaba en Berlín, se excusó de comparecer, lo mismo que los policías que detuvieron a los acusados. En los cuatro días de la vista comparecieron como testigos de cargo dos acusados en un proceso contra la quinta columna, que dijeron que ellos no tenían nada que ver con el POUM: el comisario del ejército del Este, Virgilio Llanos, que en 1934 había sido salvado de la policía por uno de los acusados, Ignacio Mantecón, antiguo republicano, ahora comunista, comisario del XI Cuerpo de Ejército, y el coronel Antonio Cordón, subsecretario del ejército de tierra y también comunista. Todos dijeron que el POUM con su propaganda había desmoralizado al ejército. Después, los testigos de la defensa: Manuel Irujo, ministro de Justicia cuando ocurrieron las detenciones; Julián Zugazagoitia, ministro de la Gobernación en la misma época; Luis Araquistain, Federica Montseny, Ángel Galarza, ex ministro de Gobernación, y Francisco Largo Caballero. De las declaraciones de los testigos de descargo la gente se pudo enterar con retraso y sólo fragmentariamente, porque la censura impidió una reseña completa de la vista.
El fiscal pidió treinta años de prisión y el defensor, la absolución. A los acusados les importaba poco la pena. Lo que querían, y así lo dijeron todos en sus declaraciones, era que quedara bien claro que ellos no eran agentes de Franco, sino antifascistas y revolucionarios. La sentencia se firmó el 29 de octubre de 1938, y no se publicó hasta tres días después, durante los cuales los magistrados hubieron de resistir nuevas y fuertes presiones ocultas. La sentencia disolvía el POUM y su organización juvenil y sentenciaba a quince años de prisión a los acusados, por «rebelión contra el gobierno constituido» (es decir, por los hechos de mayo de 1937 en Barcelona), pero declaraba que los acusados no eran espías ni habían tenido contacto con los alzados y que, «por el contrario…, todos cuentan con una intensa y vieja fama de antifascistas y han contribuido con su esfuerzo a la lucha contra la insurrección militar».
Los jueces republicanos españoles no habían imitado a los soviéticos. Para quien, como yo, vivió aquellos meses de furiosa campaña contra el POUM, la independencia de los magistrados del Tribunal constituía casi un milagro. Cuando todos los intelectuales se negaban a pedir qué había pasado con uno tan destacado como Nin, cuando los partidos y organizaciones –excepto la CNT– se hacían eco de la propaganda comunista (por miedo a que, de callar, disminuyeran las pocas armas soviéticas que llegaban), se necesitaba mucha entereza y mucha firmeza de convicciones en la independencia del poder judicial para dar una sentencia que iba a exasperar a los que querían, por órdenes de Moscú, la eliminación física del POUM, por disidente y porque con ello se «justificaban» los procesos rusos contra los viejos bolcheviques. No puedo dejar de extrañarme que esos cinco magistrados ejemplares no hayan sido objeto de ningún homenaje, ni siquiera de un recuerdo, por las actuales organizaciones de jueces y fiscales. Los acusados –hoy todos muertos, lo mismo que los acusadores–, no necesitan que nadie salga en defensa de su honor de revolucionarios. Los hechos de este medio siglo se han encargado de confirmarlo. Pero ese silencio de medio siglo ante cinco de los poquísimos magistrados que realmente honran a la justicia española, me parece de mal agüero y, personalmente, me entristece.
Publicado en Polémica, n.º 35-36, diciembre 1988
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